Probablemente, el peor enemigo que tenemos lo llevemos dentro. Es decir, a pesar de que intentemos hacer las cosas de la mejor manera que se nos ocurre, del mejor modo que podamos dadas nuestras circunstancias, es habitual que mucha gente tenga una vocecilla interna que le saque los colores al respecto, y a la que solemos escuchar detenidamente. Y, como si de una supervisora, profesora o vigilante se tratara, le prestamos toda la atención, sin darnos cuenta de que, realmente, hicimos lo mejor que pudimos con lo que teníamos en ese momento. Sin embargo, esta constante búsqueda de faltas es un acto privado que, lejos de lo que podemos pensar, más allá de ayudarnos a mejorar, suele tener un efecto de amedrentamiento, vergüenza o repercusión en la imagen de sí.
Como si de la crianza de un niño se tratara, las voces supuestamente autorizadas que dicen estas cosas que nos asustan o acusan dentro de nosotros, de nosotras, tienen un efecto adoctrinador más allá del impacto o malestar iniciales. La doctrina a veces está relacionada con la cultura, o con las creencias particulares del entorno; y dicha doctrina de austeridad de reconocimiento se podría traducir en algo así como ‘es mejor señalar lo malo para aprender de ello’, ‘señalar los aciertos en exceso hace que la gente se vuelva soberbia’, ‘pensar solo en lo bueno que uno hace es vanagloriarse’, o ‘si alguien te adula, es que quiere algo de ti’. En el fondo, estas ideas no dejan de funcionar como guías en la relación con uno mismo, una misma, pero nos arrinconan en una sensación de carencia, de austeridad o incluso de cierta paranoia. Cuando abundamos en estas frases internamente estamos ‘enseñándonos’ a no apreciar particularmente los logros, las cualidades positivas o la potencialidad para conseguir algo más allá; al hablarnos así externalizamos los resultados positivos a algo como la suerte, las circunstancias u otras personas, mientras que internalizamos los fallos, las dejaciones o los desajustes, asociándolos con cualidades personales. Algo así como ‘lo bueno que consigues es suerte o esfuerzo; lo malo, es causa de tu naturaleza’.
Esta creencia está más extendida de lo que parece y, a pesar de que no se suele pensar con esta literalidad, ciertas actitudes cotidianas están mediadas por ella. Sin embargo, para arriesgarnos a crecer, o a desafiar nuestros lastres varios provenientes de nuestro pasado o de nuestras rutinas; o simplemente para vivir con mayor calma y atención a la vida, necesitamos construir, mantener y atesorar cierta admiración por nosotros mismos, nosotras mismas. Y admiración es la palabra. No es baladí que estemos donde estamos; empezando por la magia absoluta de haber nacido tras billones de generaciones anteriores, o entre trillones de posibles embriones, sorteando un sinfín de improbabilidades estadísticas.
Si nos quedamos en la cotidianidad, todas las personas tenemos episodios o épocas en nuestro haber, de logro, de puesta en marcha de nuestras capacidades, nuestra creatividad, compromiso, dedicación, empatía, arrojo o conocimiento. Y las consecuencias pudieron ser mejores o peores pero la aplicación de estas cualidades fue cosa nuestra. Para continuar, para incorporar creencias nuevas, para crear una sociedad más acorde a nuestras necesidades, es imprescindible poder tomar nota de los logros, ya que estos también nos guían –es tan importante saber qué no funciona como saber lo que sí–, que nos demos permiso, nos lo den o no desde fuera, para reconocer con orgullo lo conseguido y atesorar la potencialidad de volver a conseguirlo; atesorar nuestra naturaleza combativa, potente y capaz, confiar en que algo en nosotros, en nosotras, nos permitirá afrontar la vida y disfrutarla, de la mejor manera posible en ese momento. Quizá necesitamos seguir aprendiendo nuevas doctrinas, nuevos himnos, nuevas reivindicaciones… Y probablemente todos intuimos que eso parte del orgullo de ser quienes somos, lo que no excluye nuestras sombras.