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Artikutza, la riqueza del bosque autóctono a través de los sentidos

Un paseo común por el bosque se limita muchas veces a mirar los árboles y escuchar el sonido de los arroyos. Nos quedamos en lo obvio, en lo que salta a la vista. Por eso se agradecen iniciativas como las organizadas por Artikutza.

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Cuanto más urbanitas somos, menos percibimos los secretos de un bosque cuando caminamos por él. Rebosa de vida, pero hemos perdido la capacidad de leer las señales que emite. Afortunadamente, iniciativas como las visitas guiadas al bosque de Artikutza nos permiten acceder a un nivel de conocimiento mucho más profundo, más gratificante e incluso placentero, mediante el contacto físico directo –hasta el abrazo– con árboles y tierra.

Un paseo común por el bosque se limita muchas veces a mirar los árboles y escuchar el sonido de los arroyos. Nos quedamos en lo obvio, en lo que salta a la vista. Distinguiremos, claro, un árbol pequeño de uno alto, pero… ¿sabríamos decir si es un roble o una encina?

Naiara Gorostidi sí, y también reconoce las huellas del jabalí, y los restos de carboneras, y tantas otras cosas que nos va contando a lo largo de una excursión de seis kilómetros desde Eskas hasta el barrio de Artikutza, en el término municipal de Goizueta.

Somos una quincena de personas, desde familias con niños hasta jubilados, las que nos hemos dado cita en Eskas, la puerta de entrada a Artikutza. Nos recibe Naiara, que tras resumir a grandes rasgos la historia de este enclave de 3.700 hectáreas –propiedad en su día de la Colegiata de Orreaga y adquirido hace un siglo por el Ayuntamiento de Donostia– se pone a la cabeza del grupo y nos encamina al cercano hayal.

Pronto empieza a sacar a la luz los secretos del bosque; el primero, los cromlech de Exkaxpe, formaciones circulares de piedra que testimonian la presencia del ser humano en estos parajes desde la prehistoria.

Sendero abajo, haciendo crujir la hojarasca al caminar, nos topamos con un haya centenaria, ya sin vida, perlada de yescas con forma de media copa. La yesca –ardagaia en euskara– es un hongo que tiene la característica de arder muy despacio, pero sin apagarse, por lo que en la antigüedad era de mucha utilidad. Luego tuvo un uso religioso-simbólico y hasta hace unas décadas se mantuvo en Euskal Herria la costumbre de bendecir esa yesca prendida y llevarla de caserío en caserío, recibiendo a cambio el portador obsequios o dinero.

Naiara no quiere que el paseo se limite a que ella nos cuente curiosidades –«los líquenes que crecen en la corteza de los árboles son muy buenos para limpiar los pulmones»– y los excursionistas las escuchemos pasivamente. Pretende que exprimamos nuestros sentidos, que aprovechemos este entorno tan especial, alejado de ciudades y carreteras, donde nos rodean miles de hayas y robles y solo se oye el sonido de los riachuelos, para experimentar sensaciones imposibles de disfrutar en el mundo urbano.

Formamos un círculo y cerramos los ojos. Tan simple gesto provoca instantáneamente un aumento de la sensibilidad auditiva. «Intentad escuchar el sonido más cercano posible y el más lejano», invita Naiara. Lo mismo con el olfato; el olor más cercano y el más lejano. Luego pide que saquemos la lengua, para tratar de «saborear» el bosque. El objetivo, sentirnos parte del bosque, notar cómo su energía nos penetra, provocándonos un cosquilleo, o un escalofrío. El ejercicio sensorial termina al abrir de nuevo los ojos y contemplar de una manera nueva los árboles y rocas que nos rodean.

Árboles caídos

Para el ojo entrenado, no es difícil distinguir en el hayedo algunas zonas de tierra más oscuras que el entorno. Naiara nos explica que son restos de carboneras –txondorrak– que se levantaban por doquier en estos bosques para elaborar carbón vegetal. Removiendo un poco en el suelo salen fácilmente a la luz pequeños trozos de carbón. Era un duro trabajo cortar y apilar toneladas de madera, hacer que el fuego fuera deshidratando durante días la madera dentro de la pequeña pirámide con chimenea y finalmente meter en sacos el carbón obtenido. Con este combustible se alimentaron durante siglos las ferrerías vascas.

El haya es la especie reina en Artikutza. Muchos ejemplares están trasmochados, es decir, fueron talados parcialmente para que siguieran produciendo ramas laterales, más fáciles de cortar con hacha. Era una forma de gestión natural del árbol que además aseguraba su supervivencia. En la actualidad, dado su carácter de espacio natural protegido, no se da la explotación forestal de Artikutza, sino que los árboles acaban muriendo de viejos o derribados por el viento o el rayo, sin que se retiren sus restos del suelo, del que acaban formando parte con el transcurso del tiempo. Por esto, todo el terreno que alcanza nuestra vista esta repleto de árboles caídos, muchos cubiertos ya de musgo y convertidos en hogares de insectos y bacterias que los van consumiendo poco a poco.

Hemos mencionado a los insectos. En el otro extremo del reino animal en Artikutza, en cuanto a tamaño, estarían los jabalíes. Naiara detecta rápidamente sus huellas en un lodazal que se ha formado en una vaguada. Aquí vienen a refrescarse, cuando cae la noche, jabalíes y jabatos. Se impregnan con el barro húmedo y se desparasitan frotándose vigorosamente contra los árboles. El más cercano al lodazal presenta la corteza, de por sí rugosa, desgastada y alisada de tanto frote como ha recibido. Restos de pelos del animal han quedado adheridos.

Tras un descanso para el refrigerio –solo algunos irreductibles miran el móvil…– continuamos la marcha. Y llegamos a una cascada, que gracias a las lluvias recientes truena en el silencio del bosque. Desde el borde del precipicio contemplamos cómo el agua se precipita decenas de metros, produciendo una espuma blanca brillante al recibir los rayos de sol que se cuelan entre las ramas.

Hasta el embalse

Es la hora de la segunda experiencia sensorial. En esta ocasión los participantes nos frotamos con barro los brazos, o entrechocamos palitos cerca del oído, para de nuevo sentir el mensaje de la naturaleza. El experimento más curioso se realiza por parejas: uno de los participantes se coloca un antifaz y guiado de la mano por su pareja va caminando a ciegas por el bosque, hasta llegar a un árbol determinado y abrazarlo, de forma que percibe su grosor, su textura, si tiene musgo adherido o no… La información que percibe así, junto al ruido del suelo que ha pisado –tierra pisada de sendero, hojarasca, ramas partidas…– le sirven, una vez de vuelta en el punto de partida, para aventurar cuál ha sido el árbol abrazado. El experimento se repite intercambiando la pareja los papeles de ciego y lazarillo.

Y seguimos caminando, topándonos con un mojón –mugarria– , cuya función delimitadora del territorio nos explica Naiara. A estas alturas de la jornada los participantes más duchos en etnografía ya aportan datos, como el que «seleak» eran espacios circulares que se delimitaban precisamente a partir de un mugarri. Poco antes, otro de los caminantes ha identificado pequeños orificios en un tronco, que han sido practicados por los jabalíes al clavar sus colmillos para afilarlos.

Setas, castañas, hayucos –fruto del haya– aparecen por doquier en el sendero. Según nos vamos acercando al final del recorrido, comprobamos con sorpresa que las motosierras han derribado muchos árboles. No han tocado los abundantes acebos, pero varios tocones de gran diámetro señalan a las claras que allí vivía un gran árbol. Tiene explicación: Artikutza es un santuario de vegetación y arbolado autóctono, de ahí que otras especies como el roble americano –a la que pertenecían los ejemplares talados– no tengan cabida aquí y vayan siendo sustituidas paulatinamente.

Ya estamos en el embalse de Artikutza, que hasta hace poco surtiera de agua a la capital guipuzcoana. Sustituido por Añarbe, ya no cumple esa función y ha sido vaciado totalmente. Un pequeño arroyo corre por el fondo del vaso, pero sin que el agua se acumule. Poco a poco la naturaleza se irá enseñoreando de esta parte del bosque.

Unos pocos metros más y llegamos al pequeño barrio de Artikutza, con sus hermosos caseríos y frontón. Hora de bocadillo y café tras seis kilómetros de gratificante caminata. Es el final de la visita guiada y toca despedirse de Naiara, no sin antes apuntarnos para la siguiente excursión, que el domingo 11 transcurrirá bajo su experta guía por otra de las joyas de Artikutza, el cercano valle de Urdallu, que toma su nombre del río que discurre en el mismo y que une sus aguas al Erroiarri, el Enobieta y el Elama para formar el Añarbe.