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Unidos y alternos


Las relaciones de pareja son relaciones especiales, ya que se aúnan en un solo escenario multitud de necesidades, esperanzas, deseos y sueños; y, al mismo tiempo, precisamente tanta expectativa genera tensiones, vigilancias, retraimientos y exigencias. Todo ello está al servicio de la estabilidad y el crecimiento pero, como bien sabemos, precisamente estas relaciones entrañan retos que otras no tienen, para perseguir dicho objetivo.

Conocemos a alguien, y lo que nos atrae es un compendio de cualidades que, en el fondo, no residen en la otra persona como si se tratara de un tesoro escondido que nos esperaba, sino que dichas cualidades que nos impactan, pertenecen en parte al otro –son suyas, estemos nosotros en su vida o no–, y en parte son un reflejo de lo que es importante para uno, y que uno ve posible en el otro, aunque aún esté por ver.

Estas relaciones, a lo largo de su ciclo vital, están repletas de fantasías y expectativas que, cuando vienen mal dadas, también entran en juego. Al encontrarse dos personas en este sentido, no es extraño que haya un primer momento de sensación de acoplamiento pleno, es decir, que dicha persona y uno o una, pueden comprenderse plenamente, compaginarse a la perfección o ir acompasados. Estas sensaciones son imprescindibles para el vínculo en un principio, pero no dejan de tener una parte de ilusión, ya que las dos subjetividades también van a confabularse sin saberlo para minimizar los conflictos o idealizar las diferencias. Cuando esa primera ‘simbiosis’ se agota, empieza a surgir la individualidad de cada cual, y el deseo de reconocimiento de la identidad –ahora sí, completa, incluidas las sombras– como el siguiente paso hacia un vínculo más duradero, en el que los dos somos importantes como pareja, pero queremos también ser importantes como individuos. A menudo, esto también coincide con los avances de la propia pareja hacia el mundo, como ir de viaje juntos, mudarse, conocer a las familias, decidir tener hijos… Evidentemente, esto sucede de forma distinta a medida que pasa el tiempo pero, a medida que aumenta la intimidad, también crece la potencialidad de los desencuentros.

Y es que, a la hora de distinguirnos de otros, de declarar ‘este soy yo’, ‘esta soy yo’, no es extraño que utilicemos estrategias de otras épocas o que nos volvamos más bruscos o intransigentes –al fin y al cabo, para significarnos es imprescindible decir ‘no’–. Todo este periodo es un periodo vulnerable para la pareja como tal y sus miembros, con un runrún de fondo como «¿nos seguiremos gustando cuando nos mostremos realmente como somos?». Cada miembro entonces se vuelve a la pareja con una nueva necesidad y un nuevo temor. Si el periodo anterior ha incluido ya una posibilidad de resolución de pequeños conflictos, la distancia se podrá salvar con mayor facilidad o menor dificultad pero, si no, a menudo lo que sucede es que el cambio de estado de uno, sorprende al otro, que aún estaba embriagado o embriagada por la ilusión de conexión absoluta.

Lo que sucede entonces es que el susto puede desencadenar respuestas también de una intensidad que se percibe como proporcionada por uno pero desproporcionada por el otro, lo que, a su vez, también genera susto y después temor, desencadenando reacciones al temor, más que otra cosa. Llegados a ese punto, si nadie recula y trata de darse cuenta de que ambos están asustados ante la nueva intimidad, más real, cada parte irá rigidificándose más y más, ambos con razones y ambos con sensación de que el otro miembro inició el desequilibrio. Y también, llegados a este punto, esas sensaciones incómodas son oportunidades perfectas para preguntar antes de asustarse, de indagar más en la dirección de una nueva realidad. Quizá ambos, al mismo tiempo pero hablando de otra cosa, también se están expresando el deseo de no abandonar aquella maravillosa sensación de unión, aunque fuera ilusoria, aunque lo que venga, sea más real… o justamente por eso.