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Puertas de entrada o de salida


Las relaciones de pareja son relaciones de mucha intimidad, pero no solo por lo evidente sino por cómo en ese escenario las personas volvemos a poner a prueba los asuntos pendientes de otras épocas, de otras relaciones. Esos asuntos pendientes han dejado huella de uno u otro modo, una que hace pensar que las relaciones, el mundo o uno mismo no sean como uno creía sino algo con un cariz más tenso, menos cómodo; quizá en forma de creencia incómoda del tipo «no soy tan atractivo como pensaba», «soy poco ocurrente», «las relaciones son efímeras» o, directamente, «una no se puede fiar de nadie». Esas creencias que igual uno no tenía en sí antes de aquel lúgubre final de la relación anterior, hoy se llevan a la siguiente relación junto con otras más antiguas que quizá no se pudieron resolver. Cuando nos encontramos con una persona nueva, junto con aquello que nos fascina, nos tenemos que relacionar con aquello que nos es desconocido o completamente ajeno pero que el otro trae y nos comparte.

Sin darnos cuenta o siendo conscientes poco a poco, hacemos un intercambio de asuntos pendientes que tardan en aparecer pero que terminan por requerir su espacio, ya que son aspectos cruciales de la personalidad, de la historia o de los deseos de cada uno. Al principio quizá se explicitan de pronto en un malentendido aparentemente tonto, en una contestación inesperada o en un giro emocional que nos pilla desprevenidos. Es ahí donde empezamos a cuestionarnos si hay más de lo que vemos, de lo que nos ha capturado en un primer momento. Ese instante es crucial porque implica que la intimidad está creciendo, que nos sentimos lo suficientemente seguros, seguras, como para hacer la comprobación de lo que describíamos antes; algo así como, «¿me sentiré igual contigo que con aquella persona?» «¿verás en mí algo similar a lo que aquella persona vio y que no me gustó?»…

Si el susto de notar esa primera sensación de distanciamiento se supera, si se puede relativizar lo que nos impacta esa desintonía que nos encontramos por primera vez, habremos dado un paso fundamental, ya que, sí o sí, el desencuentro formará parte de cualquier relación de verdad. Con suerte –y algo también de experiencia previa–, podemos ver entonces la diferencia como un potencial lugar de crecimiento, un camino hacia adelante en el que uno, otro, o ambos, podemos crecer y cambiar en la relación. Esta visión en este momento es más compleja para quien lleva tras de sí una historia de autosuficiencia exacerbada o tendencia a recluirse cuando vienen mal dadas; por una simple razón: está más a mano la estrategia de distanciarse que la de acercarse.

En caso contrario, si aún tenemos la puerta abierta y el encuentro es posible, empezará una fase en la que pueden pasar dos cosas: o bien los asuntos pendientes no coinciden y se pueden entender las dificultades como algo que le pertenece al otro y, por tanto, él o ella tiene que resolver –con cierta participación por nuestro lado–; o estos asuntos pendientes resulta que son complementarios, y nos enganchamos en un bucle sin fin en el que la manera de afrontar esa distancia inicial de uno, estimula precisamente más distancia en el otro, y así de vuelta. Entonces, el malentendido despega de sus causas originales –y relativamente sencillas de atajar en el momento–, hacia un terreno más confuso y lleno de simbolismos para uno que el otro no entiende. Es entonces cuando hay un riesgo de que la incomodidad o la pequeña decepción de sentir que no estamos completamente conectados, se alivie en forma de acusación, de definición o de interpretación del otro, «es que eres…», en cuyo caso, más vale plegar velas a tiempo y tratar de recular y hablar de lo que me ha parecido, he sentido o pensado cuando tú has hecho o dicho algo concreto. Y ese desencuentro puede, de nuevo, ser una puerta al crecimiento o, si dejamos que el bucle siga, una de salida.