JUN. 01 2022 - 06:10h Del otro lado de la crisis Igor Fernández Las crisis que vivimos a lo largo de la vida tienen características comunes; y me refiero a esas que nos cambian por fuera y por dentro. A veces, es el entorno el que cambia radicalmente, desafiando lo que antes teníamos tan bien asentado en nosotros, haciéndonos renunciar a una realidad sin saber muy bien cuál será la que nos espera. En otras ocasiones sucede en el sentido contrario, con cambios con un origen más idiosincrásico; algo cambia internamente que hace que la realidad externa tenga que ser modificada de algún modo para así cubrir las necesidades emergentes. Y en cualquiera de los casos, la inquietud nos marca una incomodidad que puede culminar en una crisis. La crisis no es ni más ni menos que una situación en la que tenemos plena consciencia de las sensaciones propias de que lo que nos servía antes, ya no nos sirve. Puede tratarse de un acuerdo con nuestra pareja en un nuevo entorno, de un modo de vida en el caso de una persona que pierde autonomía, de un trabajo que deja de tener sentido, o de una manera de relacionarse que ya no encaja a medida que una persona madura. Las crisis, en ese sentido, tienen un componente de duelo, que cuesta atravesar antes de poder disponer de otros recursos para adaptarse a la nueva situación. Nos cuesta despedirnos de un equilibrio que nos funcionó durante un tiempo significativo, que incluso llegamos a idealizar como parte de la despedida. Aquí nos decimos frases como ‘con lo bien que estábamos’, ‘no me creo que se haya acabado’ o ‘tengo una crisis de identidad’, o empezamos a buscar culpables del malestar. Antes de permitirnos sentir plenamente la inseguridad que da renunciar a lo que nos servía pero ya no, nos aferramos a ideas, creencias y patrones de conducta, e incluso nos aferramos a sentimientos que no están ya sustentados por las sensaciones espontáneas del cuerpo –que nos están a estas alturas llevando en otra dirección–, con el resultado de un desconcierto que se puede convertir en irritabilidad. En esos momentos es fácil que actuemos la irritabilidad con las personas cercanas, y en particular con aquellas a quienes adscribimos cierta responsabilidad o connivencia con la crisis, o simplemente aquellas que nos hacen sentir más que nosotros hemos cambiado, sin que tengan necesariamente una intención de hacerlo. En esa pelea –ya perdida– por hacer que las cosas no cambien, somos incluso capaces de criticarnos intensamente por no saber/poder/querer mantener el estatus anterior al punto de no retorno, y una vez atravesado, la imposibilidad de volver atrás nos puede hacer incrementar la crítica interna y la tensión externa con tal de no darnos cuenta de que ya estamos en otro lugar. En ese impasse, que puede durar mucho tiempo, nos vamos agotando, pero también nos vamos conectando poco a poco con esos recursos que vamos a necesitar en la nueva etapa. Quizá no nos demos cuenta pero en medio de todo ese ovillo de intensidad que supone una crisis profunda, vamos a empezar a decirnos cosas como ‘ya estoy harto, harta de…’ o ‘si lo llego a saber, entonces lo que habría hecho…’ o ‘me voy a dedicar a escribir una novela y que les den’. Todas esas frases contienen elementos –tras los puntos suspensivos, o en la novela potencial– que se viven desde el despecho o el hartazgo pero que, una vez hecho el duelo por lo que ya no puede ser, formarán parte de una nueva realidad. Quizá no voy a incluir aquello de lo que me he hartado, o haré algo nuevo que habría hecho antes si lo hubiera sabido. La crisis, en ese sentido, no es un signo de derrota, sino más bien de un triunfo en potencia, si podemos confiar en que la vida, pase lo que pase, terminará funcionando de uno u otro modo. Nos cuesta cambiar, eso está claro, pero siempre hay algo que merece la pena ser vivido más allá de lo que ya no funciona. Y puede que hasta tengamos curiosidad por saber quiénes seremos de ese otro lado.