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CONVERSAR SOBRE EL FIN DE LA VIDA

‘Death Café’, una forma digestiva de perder el miedo a la muerte

Esta iniciativa trata de tertulias organizadas en tabernas para aprender a abordar el fin de la vida desde una perspectiva no religiosa y aliviar los temores que suscita. El movimiento nació hace 12 años en Londres y hoy se ha extendido por 85 países del mundo y miles de ciudades, incluidas 35 localidades de Euskal Herria donde los participantes se reúnen una vez al mes para conversar en un ambiente distendido que huye absolutamente de lo morboso.


Cuando llegue la hora, no tengas miedo porque yo te acompañaré hasta allí». Es apenas un comentario del documental “Tocando el infinito”, donde la cineasta belga Griet Teck retrata la historia de tres familias que encaran la muerte inminente de un ser querido. Sin sentimentalismos, ni dejando el más mínimo espacio al morbo, Teck se limita a ser testigo de tres vidas que se acaban sin intervenir en los comportamientos de los protagonistas ante un proceso siempre complicado para ellos y el entorno que les rodea. Una pareja de nonagenarios que se miran a los ojos, se acarician y abrazan como si se hubieran enamorado esa misma mañana. Una mujer que, en un arranque de serenidad, pide a su hija que la cobije en su casa porque le aterra morir bajo las frías paredes de una residencia. Una niña que apoya su cabeza en el hombro de su madre rendida en el lecho de la habitación y se deja adormecer. Las tres historias parten de un mismo hilo. La condición humana, un embrollo de valores, dudas y esperanzas cuando alguien se acerca a ciegas a la puerta de la noche. «Todavía no hemos aprendido a hablar de la muerte con naturalidad», concluye la directora.

«No es fácil hablar de la muerte ni de la enfermedad, porque hemos delegado en los médicos, los enfermeros, en los sacerdotes o en las funerarias. Pero es un disparate esconderla. No hablo de vivir mórbidamente. Yo amo la vida... hasta el final», dice Rafael Mijangos, 65 años, en una reunión organizada en una cafetería de Getxo y bautizada con el nombre de ‘Death Café’ en memoria de su fundador, un programador inglés llamado Jon Underwood que en 2011 creó el primer espacio para charlar sobre un tabú insoportable como lo es la mortalidad. Underwood estaba convencido de que estas veladas informales ayudaban a mucha gente a romper el telón silencioso que, con más o menos arraigo, se ha impuesto en casi todas las culturas occidentales. En la actualidad, se celebran reuniones en 85 países y miles de ciudades de todo el mundo. A Euskal Herria llegaron en 2016. El primero se organizó en Gasteiz y, a la vista del éxito que cosechó, se ha extendido a 35 municipios. Localidades como Bilbo, Donostia, Iruñea, Irun, Urduña o Azpeitia programan tertulias de este tipo todos los meses.

Los grupos, como en el que participa Rafael Mijangos en Getxo, se conforman a partir de una iniciativa anunciada en las redes sociales, en las agendas de un centro cívico local o a través del boca a boca. Y quienes responden a la llamada son personas que quieren relativizar los miedos e inseguridades que les asaltan al pensar en el fin de la vida. Algunos porque los han experimentado tras el fallecimiento de alguien cercano. Otros como un simple ejercicio de preparación intelectual. Pero no funcionan como grupos de apoyo al duelo ni como sesiones de psicoterapia. Ni tampoco se sirven fórmulas milagrosas para afrontar el final de una vida con entereza. Para todo eso ya existen otros servicios de ayuda especializados. Aquí se trata de hablar porque incrementa el valor de vivir. «La muerte tiene la fuerza que nos obliga a plantearnos el sentido de la vida. Qué sentido tiene mi vida. Esa es la gran pregunta que alguna vez nos hacemos todas», explica de manera discreta una de las participantes en el foro de Getxo minutos antes de comenzar la sesión.

GENTE NORMAL O DEBATES AMENOS

Todas las reuniones están apoyadas por dos personas con una reconocida experiencia en el tema, las facilitadoras, y acude gente de lo más variada. Desde una oncóloga a un panadero. Hay jóvenes y septuagenarias, todos con un rasgo común sorprendente para quien acude por primera vez forrado de prejuicios: Nadie de los presentes muestra aflicción alguna. No hay góticos ni enfermos terminales ni duelistas deprimidos, sino una amalgama de individuos normales y corrientes unidos por el deseo de hablar sobre la mortalidad. Discuten de manera estimulante y, en ocasiones, divertida, sobre la batería de cuestiones que una de las facilitadoras del ‘Death Getxo’, Naomi Hasson, una especialista en cuidados paliativos nacida en Derry, va proponiendo con la delicadeza de quien trata de conjurar un viejo dolor humano. ¿Cuál es vuestro mayor temor acerca de la muerte? ¿Qué importancia dais a los cuidados paliativos? ¿Qué haríais si os dijeran que vuestra vida tiene un tiempo limitado? Preguntas nada retóricas que plantean problemas profundos a los participantes.

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Cada café es diferente, pero la conversación suele centrarse en la planificación de las voluntades anticipadas, la muerte asistida por un médico, el acompañamiento a una persona enferma y, alguna vez, lo que hay después de la vida. Pero «no hay un guion establecido para el desarrollo del foro y, por lo tanto, suele tomar un rumbo inesperado de una manera natural que siempre es interesante», explica. Y, a medida que avanza la conversación, uno percibe que no se habla tanto de la muerte sino de cómo se vive. Es un principio indiscutible de estas reuniones abiertas: «Gracias a las palabras me siento vivo y encuentro razones para hablar de la muerte», admite Rafael Mijangos.

En una cultura hedonista como la occidental, que sueña obsesivamente con alcanzar la inmortalidad, libre de enfermedades y dolor, la muerte es evitada a toda costa, retrasada al máximo o escondida. No es extraño, por lo tanto, que resulte tan difícil encontrar estudios que expliquen la forma de mirar el fin de la vida. Una de las encuestas más exhaustivas realizadas en el Estado español sobre este asunto fue elaborada en 2015 por la socióloga de la Universidad de Salamanca Ángela Hernández. En su análisis revela que más del 70% de los ciudadanos se sienten incómodos al hablar de la muerte, especialmente los hombres más que las mujeres, y que menos de un tercio de la población ha hablado alguna vez sobre el final de su vida con sus familiares más cercanos. «En nuestra sociedad se considera que hablar de algo tan existencial como la muerte es desagradable y hasta traumático por una razón tan banal como que no ha sucedido y se desconoce. Y esto es así con total independencia del nivel académico de los encuestados. Es decir, no por tener mayor información o preparación educativa hablan de forma más natural y abiertamente de la muerte. Al contrario», sentencia la autora en su estudio.

Sin embargo, la mayoría de los médicos y especialistas que estudian estas actitudes sociales ante la muerte aseguran que, para la mayoría de las personas, conversar sobre ello es saludable porque contribuye a aliviar los temores y disuelve la noción de tabú que esta sociedad ha impuesto, por creencias religiosas o ideológicas, a un hecho ineludible. «La sociología de la muerte está muy poco avanzada. En América Latina, tanto el duelo como la enfermedad se viven de una manera más comunitaria y abierta», reconoce la socióloga Laura Arnez, graduada en la Universidad de Barcelona con un trabajo comparativo sobre la socialización de la muerte y el duelo entre Bolivia y el Estado español.

«Me llamo Amaia y he venido porque temo a la muerte. La mía y la de mis seres queridos». Con esa frase cada uno anuncia su presencia en la reunión. Este es el ritual de presentación en el ‘Death Café’. No hay un registro de asistentes por edad y género, pero salta a la vista que predominan las personas de entre 45 y 70 años. Y las mujeres. De las 12 personas reunidas en Getxo, nueve son mujeres y solo tres son hombres. «Personalmente, siempre me ha llamado la atención la desproporción que hay en este tipo de foros. Hace una semana acudí a una conferencia sobre cuidados paliativos y me tomé el tiempo para verificarlo. Estábamos 44 mujeres y solo 7 hombres. Ya sé que tradicionalmente las personas cuidadoras somos nosotras, pero algo habría que hacer para revertir este desequilibrio e involucrar a los hombres en estos procesos», reconoce una de las asistentes al café de Getxo.

Porfi es uno de ellos. Elabora un discurso sobre los motivos que le han llevado a participar en los ‘Death Café’ muy articulado. «No pienso en la muerte como algo horrible y horroroso. Me gustaría morirme con el tiempo suficiente para verla venir, y dejar todo como muy preparadito (tanto personalmente como hacia los míos), pero tampoco una cosa muy larga y sin dramas excesivos: un par de días y fuera. Reivindico los cuidados paliativos o la eutanasia. No hay derecho que se esté sufriendo excesivamente cuando no hay remedio. Lo difícil es encontrar el punto exacto y el momento de no retorno», explica sin ambages. Para que la sesión funcione con dinamismo, existen algunas reglas básicas. Por ejemplo, aunque las convocatorias se realizan en un lugar público como una taberna o un parque, son confidenciales y sin ánimo de lucro. Los participantes están obligados a respetar las creencias dispares de los demás y deben evitar el proselitismo. «Por supuesto que vienen cristianos practicantes pero también agnósticos, budistas y gente de toda fe», añade Hosson.

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Aunque no lo muestra en público, Amaia hace tiempo que abolió la religión de su cabeza. Se considera atea. Tiene 62 años y es enfermera. Lleva viniendo a los ‘Death Café’ desde hace tres años. La muerte de su padre le dejó una amarga sensación de vacío, de lucha contra el mundo. Como un anzuelo clavado en las entrañas. «Por supuesto que lo pasé mal pero lo más desconcertante para mí fue el proceso. Nunca hablé con él. No fui capaz de decirle en sus últimas semanas que estuviera tranquilo porque iba a acompañarle hasta el final. No sabía cómo plantearlo. Simplemente esquivaba hablar de la muerte», recuerda. Un día coincidió con su amiga María que le cantó las cuarenta por vivir aquel duelo inútil que mantenía consigo misma. María es una voz fiable para Amaia. Convivió con un cáncer como una serena amazona. Sin esconder los miedos que lleva aparejada la enfermedad. Mirando de frente y sin rehuir de los apoyos. En su conversación con María fue cuando escuchó por primera vez una palabra que le causó sobresalto: ‘Death Café’. «Mi primera reacción no fue nada positiva. ¿Una reunión con gente desconocida con el único fin de hablar de la muerte? Absurdo. Me pareció morboso y extraño», asegura Amaia. Ahora, que ve la muerte cada vez más cerca, dice que sigue sin tener muchas cosas claras. «Para mí es la gran incógnita. Es el único concepto que todo el mundo puede entender cuando afecta a los demás, pero no cuando le toca a uno. Reconozco que no me resulta fácil aceptarlo. Sobre todo cuando pienso en el dolor porque, claro, pienso en mi padre. Me gustaría morir durmiendo. Es más miedo al sufrimiento que a la muerte. No me gustaría morirme ni en una UVI ni en una residencia. Me gustaría estar cuidada por mis hijos», declara.

SIN MORBO O EFECTO PSICOLÓGICO

Una vez roto el hielo inicial, el que lo desea se sirve una bebida, come algo y habla con los demás durante una hora sobre todo lo que rodea a la muerte. A primera vista, y sin minusvalorar el efecto psicológico de los ‘Death Café’ para afrontar una complicada temática, a los participantes se les supone en medio de una tumultuosa querella interna entre la esperanza y el miedo, entre las ganas de vivir y el deseo de sobrellevar el dolor que acarrea el proceso de morir con la mayor naturalidad. «No hay un sujeto para hablar del nacer pero sí lo hay de la muerte. ¿Por qué hablamos de ‘nacimiento’ y no de ‘morimiento’? ¿Por qué hemos hecho esto? Porque la muerte es una construcción de nuestra mente temerosa. Es un fantasma que hemos vestido con nuestros miedos pero, cuando la miras a los ojos, no hay nada. Hay un proceso de nacer y un proceso de morir. Y los dos están bellamente organizados», asegura el oncólogo y uno de los paliativistas más reconocidos del mundo como Enric Benito.

El fundador de los ‘Death Café’, Jon Underwood, solía decir que, cuando la gente habla de la muerte y del morir, «todas sus pretensiones desaparecen y se muestran con autenticidad ante los extraños». Aunque pueda sonar extraño, también se expresan con enorme elocuencia. Sin morbo y sin que nadie acapare la conversación. Es una reveladora demostración práctica que, tal vez, no resuelve dudas pero diluye los miedos. Consultados algunos de los asistentes sobre las aportaciones que reciben al participar en estas reuniones, todos aseguran sentirse «más cómodos para hablar sobre la muerte y el morir». Acaso tengan razón y solo la vida necesita tener sentido.