El eco
Puede que mucha gente lea estas líneas en busca de qué hacer ante determinadas situaciones; en busca de información relevante que pueda servir para influir en el mundo en esto de las relaciones. Y es cierto que hay algunas ideas que entendemos útiles, que son buenas ideas en general y que suelen servir, pero que, en determinados casos, pueden no funcionar. Por ejemplo, ‘hablar las cosas’ suele ser algo positivo, por lo general, funciona; creemos que las personas entran en razón y cambian de actitud si se explican las cosas. Sin embargo, a veces, apelar a la empatía no funciona.
Quizá el mensaje que apela a dicha empatía sea más difícil de recibir cuando entra en conflicto con otras fuerzas que operan internamente en el otro, y de las que no podemos participar. Por ejemplo, podemos ser pulcros al transmitirle a alguien todo lo que nos dolió una parte de la relación común, pero si esa persona no abre la puerta a la posibilidad de haberse equivocado, la empatía no se dará. Tampoco si esa confrontación se vive como una humillación o un ajuste de cuentas. Por innegable que sea una experiencia, hacer un impacto con ella en el sentido deseado es harina de otro costal.
A veces, tampoco los argumentos armados hacen mella en las posiciones bien establecidas porque el conflicto toca algo de identitario. Por ejemplo, un hijo homosexual podría esperar el reconocimiento del dolor causado por la negación de su sexualidad incipiente durante su crecimiento, pero esa afirmación quizá exija de sus padres algo que no han podido, sabido o querido hacer con algunas de sus creencias más establecidas: dudar. Si empatizar implica desafiar profundamente parte de la identidad, será difícil que la empatía gane.
Y es que, nadie cambia realmente si no lo desea, y el deseo no es la respuesta a un argumento, es un impulso que nos refleja claramente: «sí, estoy dispuesto a hacer lo que haga falta para mantener y mejorar esta relación». Y a partir de ahí, hablamos.
Pero, cuando recibimos el silencio, cuando pensamos que tenemos razón y aún así no se nos escucha -o no en la medida de lo esperado-, aún hay un movimiento que hacer: escuchar la propia voz. Merece la pena oírnos a nosotros mismos, a nosotras mismas, oírnos declarar y defender lo que es importante. Oír nuestra fuerza, nuestro posicionamiento a favor de lo que puede que hayamos estado evitando o maquillando durante largo tiempo. Algo que hemos esperado que el otro autorice, legitime o estime. Y ese eco nos devuelve la soberanía de nuestro mundo interior y se convierte en interlocutor válido, lo que hace de la posición del otro, algo menos vinculante. Y quizá, con una convicción así, con una nueva voz, sea más fácil atravesar el duelo de lo que no ha podido ser.