«Todo el turismo es destructor en sí mismo»
Anna Pacheco se sumergió medio año en tres hoteles de lujo de Barcelona, haciéndose pasar por empleada para asistir a eventos de empresas, cenas de Navidad y reuniones con los equipos directivos. Gracias al contacto que le facilitó un sindicato del sector, pudo analizar las relaciones de clase y la coacción moral que impera en estos espacios, donde los trabajadores tienen que satisfacer los caprichos de los huéspedes y, con ello, engrosar el negocio turístico.
En un ejercicio entre ensayístico, etnográfico y novelístico, la periodista Anna Pacheco (Barcelona, 1991) ha resumido su experiencia en “Estuve aquí y me acordé de nosotros. Una historia sobre turismo, trabajo y clase” (Anagrama, 2024). Un libro que nos interpela a cuestionarnos por qué viajamos y en qué medida participamos de una industria cuya propagación está contribuyendo a exacerbar el capitalismo más salvaje y depredador.
Su investigación nos acerca a lo que acontece en varios hoteles de lujo de Barcelona. ¿Qué le lleva indagar en ese tema? Desde pequeña he tenido una intuición espontánea a interesarme por las problemáticas sociales, lo cual viene motivado por la abstracción de a qué pertenece mi familia, originaria del barrio obrero de Trinitat Vella y mi infancia en el distrito de Sant Andreu del Palomar. Saber qué ocurre en estos hoteles condensaba parte de mis obsesiones, como son los conceptos de clase y de trabajo, sobre los cuales ya había leído algunas obras de narrativa y ensayo.
¿Tenía una aproximación previa a este fenómeno? Me ayudó el contacto que mantuve con las camareras de piso, también conocidas como Las Kellys o “las que limpian”. Estuve en Bruselas cuando contaron la explotación laboral que padecen en estos establecimientos. De todas formas, mi intención no era retratar este colectivo de empleadas, en su mayoría mujeres, inmigrantes y bien organizadas; quería fijarme en el hotel como infraestructura global, donde se dan diferentes relaciones de clase, no solo con los turistas que se hospedan, también entre los mismos trabajadores.
¿La intención era narrar lo que ocurre allí dentro? Así es, desde la explotación laboral, al impacto ambiental que genera y el tipo de cliente que se aloja para gozar de él. Un turismo que, de alguna manera, es la expresión del capitalismo en su estado más efervescente y desenfrenado.
¿Entre los trabajadores, qué actitud vio que predominaba? Se denotaba una cierta función trágica del “es lo que hay”, aquel realismo capitalista de que siempre habrá ricos y que los pobres trabajarán para ellos, como me dijo una empleada. Aun así, hay algunos que se niegan a ejercer la servidumbre que se espera de ellos. Recuerdo en una reunión en que la directiva se preguntaba a qué obedecía la falta de camareros, ignorando que, en contextos de precariedad absoluta, muchos optan a que les explote otro sector que no sea el turístico.
¿En esa mezcla de resistencia y resignación, los empleados intentan ayudarse? Hay de todo. Tanto empleados de origen migrante que fastidian los nuevos y no establecen ninguna solidaridad de clase, como los que han hecho de la expendeduría su única aspiración. Sin contar con los cargos intermedios que, a cambio de un plus de 200 euros, olvidan de dónde provienen y se inclinan por no revelarse. Lo dice el reconocido historiador Richard Sennett en “La corrosión del carácter”: «Ojalá todos los obreros se reconocieran empáticamente, pero la vida real no actúa con tanta generosidad». Estas posiciones contradictorias o “odios de hormiga”, como señala el sociólogo Emanuel Rodríguez López, imposibilitan que no haya espacio para un sujeto político colectivo.
¿Los propios hoteles ya se preocupan de impedirlo? Lo impiden mediante la rotación de turnos o atomizando al trabajador en equipos minúsculos. Y después, con las retóricas corporativas que les trasladan, como por ejemplo que han de responsabilizarse de proveer de lujo a los huéspedes. Y esto es perverso porque, mientras muchas de las instalaciones están en malas condiciones, a ellos se les conmina a proyectar una imagen selecta, consistente en sonreír, mostrar un entusiasmo permanente y recabar datos del turista con el fin de que vea satisfechas sus manías o neuras personales.
¿Se ven atrapados en una espiral de vulnerabilidad? Padecen una presión continua, hasta el punto de que algunos directivos les obligan a dejar reseñas positivas del hotel donde trabajan, con el chantaje que, en caso de no hacerlo, no alcanzarán los objetivos de la compañía, además de prohibirles explicar las juergas y desvaríos de los clientes o llamar a la Policía si alguno se sobrepasa. Lo que demuestra que, mientras una serie de conductas son públicas y estigmatizables, otras permanecen silenciadas y acaban siendo asumibles y asumidas. Todo ello nos tendría que interpelar como ciudadanos y hacernos ver que estas dinámicas también se pueden dar en nuestras respectivas experiencias laborales.
¿Tras la infiltración en ese submundo y analizar las condiciones de las personas que lo sustentan, a qué conclusiones ha llegado? La principal es que, como industria, el turismo es explotador y una herramienta del sistema para convertir el territorio en una mercadería. En países de Sudamérica y Centroamérica, su carácter caníbal es más que evidente.
¿En la medida que todos somos viajantes, qué responsabilidad tenemos? Todos somos partícipes de esa maquinaria -el antropólogo José Mansilla lo resume en la idea de que el «turista también paga la fiesta»-. La clave, pues, radica en entender que el problema es la misma industria. Y ciertamente algunos movimientos sociales ya han cambiado el discurso en esta dirección. En las Islas Canarias, por ejemplo, han pasado del lema ‘Turismofobia’ al de ‘Caciquefobia’, aludiendo a las pocas manos que se enriquecen a costa de explotar a quien trabaja en el sector. Y es que, como ocurrió con la burbuja inmobiliaria, el turismo se ha aprovechado de la desregulación para transformar espacios vecinales en reclamos turísticos y hacer de las grandes ciudades un parque temático destinado a congresos, despedidas de soltero, festivales de música y otros eventos.
¿Cuándo se desvaneció aquella idea romántica del viaje de nuestra vida? Sobre todo los últimos veinte años, una vez las ofertas se han multiplicado y extendido en muchas de las metrópolis. Aunque se habla de desestacionar o descentralizar el turismo para disminuir el número de visitantes, hoy la temporada alta permanece todo el año y, en el cómputo global, concentra a mucha más gente. Pues bien, si esto sucede es porque ya no se publicita la ciudad como un mero destino de sol y playa; se ofrece como un decorado donde te invitan a disfrutar de atractivos de cualquier índole. Un hecho al cual ha contribuido la pugna entre el cosmopolitismo de Barcelona, surgido como movimiento vanguardista en la década de los 90, y la capitalidad que ejerce Madrid.
¿Y en esa rivalidad, qué destacaría? Diría que Barcelona lo quiere todo y lo más rápido posible. Solo hay que ver lo que difunde el portal Check Barcelona entre los turistas: fiesta, negocio, buenos hoteles, restaurantes, hasta moldear la ciudad a sus necesidades. Al final, se trata de adaptar la ciudad a los visitantes, sean trabajadores en remoto, parejas que bajan unas horas de un crucero estacionado en el Puerto, hasta jóvenes deseosos de vivir una determinada experiencia de ocio. Y en eso compiten Barcelona y Madrid, hasta tal extremo que Madrid pretende reconvertir Usera en un barrio chino, replicar las fallas de Valencia o disponer de una playa urbana.
En Usera, los vecinos recurrieron al lema «Barrio chino no, comunidad sí». ¿Es el paradigma que hay que reivindicar? Sin duda, porque el antídoto a la mercantilización de las ciudades es, precisamente, generar comunidad. Rita Segato, antropóloga argentina, se refiere a ello cuando afirma que «el deseo de las cosas produce individuos, mientras el deseo de vínculo produce comunidad», poniendo de relieve que, frente al objeto de consumo en que se han convertido nuestras urbes, hay que potenciar vínculos sociales para, de esta forma, crear comunidad.
¿El turismo fomenta todo lo contrario? Favorece una relación elitista e individual, tanto para los visitantes como para los propios vecinos, que con el tiempo perciben que los comercios de nuevo cuño no responden a sus necesidades ni al concepto de ciudad que habían conocido. Incluso algunas vecinas explican que el grupo de WhatsApp creado en su barrio está en inglés ante la cantidad de expats que se han instalado.
¿La creciente movilidad laboral que impone el neoliberalismo conlleva este turismo a la carta que impide espacios de cohesión social? Naturalmente, de ahí el hecho que la oferta turística facilite a los visitantes tener lo que buscan en cualquier momento y por el tiempo que tengan disponible, provocando que su relación con el entorno sea fugaz, anecdótica y en algunos puntos exótica. Hay que recordar que Airbnb llegó a apelar al viajero a vivir como si fuera un autóctono, lo que en su momento parecía una buena idea con el fin de romper las lógicas de servidumbre del turista clásico. Pero después hemos visto los efectos de esta propaganda: una multitud de personas concentradas en una ciudad sintiéndose como locales por un período corto de tiempo. Al final, todo el turismo es destructor en sí mismo.
¿Defender un turismo de calidad es un eufemismo? En el libro intento desmontarlo. Porque a menudo se criminaliza desde un sesgo clasista e higienista aquel turismo de “borrachera” o de los cruceros, propio de la clase trabajadora, a quien se le acusa de dejar una mayor huella ecológica y social, cuando en realidad el turismo supuestamente de calidad o sofisticado es tan o más nocivo. Así lo detallan varios estudios, según los cuales ese turismo consume mayor cantidad de agua al contar con piscinas en los hoteles; del mismo modo que algunos de los inquilinos, al utilizar jet privado, generan un nivel igual o superior de contaminación. Así que, aunque parezca que el turismo masivo provoca mayor desperdicio, en la práctica lo cualitativo no está exento de los mismos desperfectos. Es importante ponerlo de manifiesto.
También la industria turística ha conseguido convencer a la sociedad de que viajar es una conquista democrática de la que hemos de gozar. ¿Es otra de las perversiones? Hay un consenso implícito para hacernos creer que viajar es intrínsecamente bueno. Tanto es así que algunas de las personas a quien entrevisté, supone un verdadero anhelo, como si recorrer el mundo repercutiera en su mejora de vida. Y a la inversa: se ha estigmatizado no viajar, asociándolo a una carencia. Y esto tiene que ver con la propaganda que recibió la clase media durante el franquismo, a la cual se trasladó el imaginario que, junto a la casa, la familia y el trabajo, las vacaciones pagadas son el mecanismo de recompensa al esfuerzo que hemos realizado durante el año.
Con la irrupción de las nuevas tecnologías, donde podemos exhibir nuestras vidas, esa recompensa casi se ha convertido en un deber, ¿no cree? Exactamente. Al hacernos fotos y subirlas, contribuimos a promocionar el lugar y ejercer como trabajadores de la industria turística o, como lo denomino, «coautores no pagados del folleto turístico». Y la consecuencia es que gente de Mallorca explica cómo las playas que utilizaban están hoy impracticables por los TikToks que las han viralizado.
¿A los turistas que viajan con una actitud responsable y comparten los perjuicios que acarrea el sector, qué les decimos? Mi intención no es señalar prácticas concretas ni poner en valor unos turistas por encima de otros. Dicho eso, hacer un turismo más pausado, que sería un horizonte deseable, tiene su trampa, porque está condicionado por la clase, pues la vida de los pobres no permite hacer un turismo slow. Ni mucho menos aquel que faculta al viajero preparar todos los detalles y garantizarle que su estancia será cómoda y segura.
¿Así pues, para no ser cómplices de la industria turística, qué podemos hacer? Se trata de configurar un nuevo sentido común, preguntándonos si los paquetes vacacionales que aparentemente nos proporcionarán experiencias únicas y descanso merecen la pena y nos permiten descansar. O lo que es lo mismo: si hacer cola para visitar un museo o una determinada instalación cultural, cumple lo que buscábamos o, por el contrario, forma parte de una lista de pendientes a los cuales el mercado no había inducido.
¿Por tanto, tenemos en nuestras manos frenar esta dinámica? Por supuesto. Podemos ayudar a deconstruir el modelo productivo que nos conduce a ese circuito perverso en el que viajar es visto como la gratificación y la forma de homologarnos entre la clase media. Y después, tal y como sugieren algunos expertos, habría que despromocionar las ciudades porque, si tú dejas de anunciar un lugar, la gente dejará de considerarlo interesante para visitar. Despromocionar las ciudades y tender hacia la lógica del decrecimiento sería el camino para revertir el despropósito actual.