7K - zazpika astekaria
REscate en alta mar

«Gracias por salvarnos la vida»

Una nave errante busca náufragos a la deriva en la costa de Libia. Hay supervivientes, y vidas que se cruzan en mitad del mar. Así es un día en el Dignity 1, uno de los barcos de rescate de Médicos Sin Fronteras que opera en el Mediterráneo.


Siempre es emocionante. Primero es un pequeño punto luminoso en el radar, y luego un pequeño punto oscuro en el horizonte. Se divisa desde cubierta con ayuda de unos prismáticos. «Hemos avistado otra patera, prepárense para el rescate», comunica la capitana Madeleine Habib por megafonía. Treinta minutos más tarde, el pequeño punto resulta ser una masa de 119 personas en una balsa de goma. Gestos de alivio y pánico a partes iguales. Eran los primeros de cientos que el Dignity 1 iba a sacar del agua aquel día del pasado octubre.

Tras el parón invernal, dado el menor número de pateras que se lanzan al agua, el Dignity 1 volvía a zarpar de Malta hacia las costas de Libia el 24 de abril. Junto con el Argos y el Aquarius, es uno de los tres barcos de Médicos Sin Fronteras (MSF) que retoma las operaciones en el Mediterráneo por segundo año consecutivo.

Son las llamadas «operaciones de búsqueda y rescate», una rutina sujeta a un escrupuloso protocolo de actuación. Tras parar el motor a unos 200 metros de la patera, un equipo de cuatro tripulantes carga una montaña de chalecos salvavidas en una de las zodiacs auxiliares antes de saltar a ella. Desde allí, Stavros Suisi, intérprete de MSF a bordo, da las primeras instrucciones con la ayuda de un megáfono.

«Vamos a rescatarles, pero no empezaremos a subirles a bordo hasta que se pongan los chalecos». Suisi, de madre griega y padre tunecino, lo repite en inglés, francés y árabe. El tripulante habla de un momento «muy delicado» del proceso. «Un brote de pánico puede provocar el vuelco de la embarcación, y casi ninguno de los refugiados sabe nadar», asegura. Desde la cubierta del Dignity, Porfirio Alonso se siente aliviado: «Pueden parecer embarcaciones frágiles, pero los gomones son mucho más seguros que los barcos de pesca que usan algunos contrabandistas».

Al igual que el resto de la tripulación, el santanderino fue testigo directo de una catástrofe en la que murieron 200, el 5 de agosto de 2015. Alonso dice que muchos se quedaron atrapados en la sentina. «Esos y los de la sala de máquinas suelen ser los pasajes más baratos. Si el barco vuelca se hunden con el sin escapatoria posible».

Alonso es otro entre los 19 tripulantes del Dignity. Solo ocho de ellos son personal de MSF pero, durante el rescate, no hay ni cocinero, ni ingenieros ni oficiales de cubierta… todos suman fuerzas para subir a bordo al pasaje, y aún faltarán brazos. En 2015, la flota de MSF rescató a más de 20.000 y este año pueden ser muchos más. El reciente cierre de la ruta de los Balcanes, unido al traslado forzoso de miles de inmigrantes irregulares que intentan cruzar al Estado español desde Marruecos, postula a Libia como el principal puerto de salida de migrantes y refugiados en 2016.

Los refugiados son subidos a bordo progresivamente en grupos de doce desde la embarcación auxiliar hasta que la balsa queda vacía. Con la ayuda de un spray, se marca el bote inerte con la palabra rescued (rescatado) antes de abandonarla a la corriente. Sus antiguos ocupantes, «escupidos» desde la costa sur del Mediterráneo, suben a bordo empapados, descalzos y desorientados; muertos de frío, de miedo y de sed. Los hombres se sujetan los pantalones con una mano, y a la barandilla de cubierta con la otra. Las mujeres, muchas con sus hijos en brazos, llegan siempre en peores condiciones que ellos.

«Gracias por salvarnos la vida», dicen algunos, muchos, nada más poner pie a bordo. Algunos rezan en señal de agradecimiento, incluso antes de tomar el primer trago de agua en demasiadas horas. «¿En qué dirección queda la Meca?», pregunta alguno. No hay consenso.

Encuentro. Se registra a los recién llegados: nombre, edad, nacionalidad… Se identifica a los menores de edad con un cordel en la muñeca, y se acomoda a los hombres en cubierta y a las mujeres en la cabina del barco. La asistencia médica corre a cargo de tres sanitarios, entre ellos, Javier Barrio. La casuística, explica este almeriense de 40 años, abarca desde lo más básico (mareos, fatiga...) a quemaduras graves producidas por un incendio en la embarcación, intoxicación por humo o heridas de todo tipo por agresiones sufridas en tierra.

Barrio examina a Irene, una nigeriana de 23 años que se ha desvanecido nada más llegar. Fue su marido quien pagó los 500 dólares que costó su pasaje en la patera. No había dinero para hacer el viaje juntos, pero está embarazada de ocho meses y su Kano natal, al norte de Nigeria, no es un buen lugar para ser madre.

Tras atravesar el Sahel, Irene consiguió llegar a Libia, última escala en la ruta hacia Europa para refugiados de todas partes de África. Pero nadie le había preparado para lo que se iba a encontrar. «Me dijeron que tenía que prostituirme si quería sobrevivir, pero me negué, así que me golpearon brutalmente. Muchas mujeres son violadas y asesinadas en centros de detención, o vendidas como esclavas sexuales», relata la nigeriana. Cae rendida antes de acabar la primera galleta de emergencia. Cuando despierte se hará la prueba del sida a bordo del Dignity. Casi todas la hacen.

Irene aporta otro rostro del que ya se considera como el mayor desplazamiento humano desde la Segunda Guerra Mundial. En 2015, más de un millón de personas llegaron a Europa a través del Mediterráneo según datos de ACNUR. Por el momento, la Organización Internacional para la Migración indica que el número de muertos durante la travesía ha aumentado un 27% respecto a las mismas fechas del año pasado.

Hoy no son ni las diez de la mañana pero la cubierta inferior del barco está a punto de rebosar. Juan Matías, coordinador de la misión Dignity 1, reclama la atención de los recién llegados durante un instante: «Estáis a salvo y os vamos a llevar a Italia. Somos Médicos Sin Fronteras, una organización internacional independiente que actúa en emergencias humanitarias. Quiero que entendáis que no estamos vinculados a ningún Gobierno», repite en inglés este argentino de 35 años.

Los que le entienden asienten, y alguno se lanza con la pregunta que ronda por la cabeza de todos. ¿Cuánto tardarán en llegar a Europa?

«Dos días», responde tajante Matías. La decepción es generalizada. A Ramín, un nigerino de 36 años su traficante le dijo que sería «cuestión de horas»: una para salir de aguas libias, otra para dejar atrás las tunecinas, y otra más hasta que el gran barco te rescata. A su lado, Hatri, de Mali, sigue mirando hacia el horizonte aún incrédulo. Dice no entender cómo puede ser éste «un río tan grande». A Gina Keti no le pilla de sorpresa. Hace tiempo que calculó la distancia exacta entre París y su aldea natal en Congo: «6.153 kilómetros», dice este hombre sin dientes que parece ya un anciano sin haber cumplido los 40.

De lo que nadie duda es de que lo peor ha pasado ya. Brahim Ngum, un gambiano de 19 años, asegura que es la primera vez que le han tratado «como a un ser humano» en años. Recuerda hasta nueve intentos de saltar la valla en Ceuta, en 2013. «La primera vez lo conseguí, pero la Policía española me entregó a Marruecos. El resto de las veces la Policía marroquí me detenía, me golpeaba y me arrestaba; así hasta ocho veces, hasta que me devolvieron a Gambia», relata, mientras enseña las cicatrices en su espalda desnuda. Antes de las quemaduras de los cigarros que apagaron en sus brazos en Libia tuvo que atravesar Senegal, Mali y Argelia: «Hice todo el camino en la trasera de un camión cargado hasta arriba de paquetes, cabras y personas. Me dijeron que me atara, porque no pararían para recogerme si me caía. Durante los siete y ocho días que duró el viaje vimos muchos cadáveres por el camino», recuerda el gambiano.

Una vez en Libia, las milicias le robaron los ahorros que había reunido para pagar su pasaje. Tuvo que empezar de cero en Trípoli para poder salir del país.

El relato de Brahim se interrumpe con el aviso de una nueva patera en el horizonte. Veinte minutos más tarde la operación de rescate se convierte en un déjà vu: otro gomón atestado de subsaharianos en mitad del océano; chalecos salvavidas volando sobre sus cabezas… La única diferencia es el numeroso público en cubierta. Y pronto serán 123 más.

A Amaye Yattassaye lo acomodan en una silla al margen de resto, justo al lado de la escalera de estribor al puente. Como el resto de sus compañeros de viaje, ha pasado 10 horas flotando en el mar, pero casi muere aplastado. Con una sola pierna y 61 años sobre sus huesos, es un milagro que haya sobrevivido. «Mi pierna izquierda se gangrenó tras un accidente en 1997 y me la tuvieron que cortar», explica, agarrándose su muñón, pero sin perder la sonrisa.

Sobrevivió en Mali gracias al apoyo de familia y amigos. Solo cuando la situación se volvió «insostenible para todos» decidió viajar a Europa. «Pasé dos meses en Libia. Sobreviví de las limosnas en las mezquitas porque leo muy bien el Corán, ¿sabe usted?», dice Amaye, con un orgullo que la miseria más atroz no ha podido erosionar. Agradece a Dios el haber mandado este barco a rescatarle, se siente «inmensamente feliz» por ir rumbo a Italia. «Sé que los italianos son el pueblo más hospitalario de Europa», repite. Y vuelve a dar gracias a Dios.

Despedida. Durante la estancia de una semana a bordo, 7K fue testigo de siete rescates; casi un millar personas, la inmensa mayoría de origen subsahariano.

Aristides Kabi, de 17 años, llegó en la tercera y última balsa del día, y tras un viaje que había comenzado en su Guinea Bissau natal. Su madre falleció «por la falta de asistencia médica» y, siendo el mayor de cinco hermanos, cargó con la responsabilidad de cuidar de ellos. Había que llegar a Europa y mandar dinero a casa. Pero primero tuvo que reunir los 500 dólares para pagar a las mafias y cruzar el Sahara hasta Libia. Tras la peligrosa y extenuante travesía a través del desierto, fue encarcelado nada más poner el pie en Trípoli.

«Me metieron en una cárcel en la que solo había negros como yo; cientos. Me entregaron un teléfono móvil para que llamara a mis familiares. ‘Diles que te mataremos si no nos pagan 700 dólares’, me dijeron los guardias. Me golpeaban mientras hablaba con una tía mía para demostrarle que hablaban en serio», relata el adolescente en portugués, recuerdo de un pasado colonial que nunca conoció.

La familia pagó en Guinea y, a los tres meses, el dinero acabó llegando a manos de sus captores. De no haber sido así, Arístides habría recibido un tiro en la cabeza o habría sido vendido como un esclavo para trabajar en la construcción hasta que el agotamiento se lo llevara definitivamente.

El suyo es un relato que comparten otros compañeros de travesía a bordo del Dignity. Cambian las víctimas, pero se repite el modus operandi de los captores y, en muchos casos, incluso las cantidades exigidas como rescate. No hay motivos para pensar que la situación vaya a mejorar a corto plazo. El deterioro de la situación de la seguridad en Libia, con tres Gobiernos en liza y la creciente amenaza del Estado Islámico, apunta a que el flujo de personas volverá a ser difícilmente gestionable en los meses venideros.

Los rescatados aquel día, casi 400, serían transferidos a un buque noruego de mayor capacidad rumbo a Reggio Calabria, justo en la punta de Italia. Mientras aguardan pacientemente en fila a que les llegue su turno para saltar a la barca auxiliar, un pájaro surgido de la nada salta juguetón entre sus pies descalzos. Una última sonrisa antes de abandonar el Dignity.

«Siempre que podemos transferimos a los refugiados, porque nuestro barco es lento y necesitamos dos días para llegar a puerto desde aquí», explica Juan Matías. Se trata de permanecer en el máximo tiempo posible en la llamada «zona de rescate», una línea imaginaria a treinta millas náuticas de la costa de Libia.

Los traficantes no dudan en utilizar el reclamo del «gran barco» que llevará a Europa a sus clientes potenciales. Al Dignity, así como al resto de barcos de rescate operando en la zona, se les ha acusado de alimentar el «efecto llamada» entre los desplazados. La capitana Habib cree que un «efecto huida» se ajusta más a la realidad: «Algunos nos han llegado a decir que no somos más que un eslabón más en la cadena del tráfico de personas, pero hablamos de gente que huye de realidades espeluznantes, y que lo seguirá haciendo, sigamos aquí o no. Librarlos de una muerte segura no es más que una obligación moral», explica Habib al anochecer, tras concluir el transbordo del pasaje al buque noruego.

El mar en calma y el silencio recuperado estimulan la conversación. «¿Hay alguien que pueda decir que no tiene ningún vínculo con la migración? Yo misma soy hija de un egipcio copto y una inglesa que emigraron a Australia en busca de una vida mejor», dice la capitana del Dignity, en el que es el primer momento de descanso del día. Mientras tanto, Matías, nieto de navarros emigrados a Argentina, se une al resto de la tripulación para limpiar la cubierta que han compartido hoy con cientos de náufragos.