Asier Vera
MEMORIA CONTRA EL SILENCIO

Guatemala sigue sin cicatrizar sus heridas

«Hasta donde te encuentres le pediré al viento que te susurre al oído que jamás te olvidaremos», recita en kaqchikel la cantautora guatemalteca Sara Curruchich. Veinte años después de la firma de los acuerdos de paz en Guatemala, las víctimas no olvidan.

Han tenido que pasar 34 años para que Rigoberto Tut Chiquín regrese a la aldea Pambach, en Santa Cruz Verapaz (Guatemala). Tenía 17 años cuando dejó a la fuerza a sus padres y hermanos abandonando para siempre este remoto lugar situado entre empinadas montañas donde se cultiva la milpa. Corría el 2 de junio de 1982 cuando varios soldados rompieron de madrugada la calma de la población en plena guerra civil de Guatemala. El dictador Efraín Ríos Montt gobernaría con mano férrea el país entre 1982 y 1983 ideando varios planes para exterminar a la población indígena bajo la acusación de que apoyaba a la guerrilla. Ese día le tocó el turno a Pambach, cuyos habitantes son de la etnia maya poqomchí. Los militares condujeron a las mujeres y a los niños y a las niñas a la iglesia y reunieron en la escuela a los ochenta hombres que formaban parte de una macabra lista elaborada por el Ejército. Debido a que era menor de edad, Rigoberto no estaba incluido en esta lista, si bien, tras ser golpeado por un soldado con la culata de su arma, no se pudo contener y se lanzó contra el militar. Esa fue su condena a muerte. Pocas horas después sería asesinado a cuchilladas junto a los ochenta vecinos de su aldea.

Todos ellos fueron enterrados en fosas comunes en la Zona Militar 21 de Cobán, Alta Verapaz, denominada hoy Comando Regional de Entrenamiento de Operaciones de Mantenimiento de Paz (Creompaz). En este lugar, el Ministerio Público y la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG) descubrieron en 2012 un total de 565 osamentas en 85 fosas comunes, entre ellas la de Rigoberto Tut, cuyos huesos han regresado a su lugar de origen tras un largo proceso de identificación a través de una prueba de ADN. Su padre, Fernando Tut, de 91 años y que no puede contener las lágrimas al recibir el cuerpo de su hijo, nunca perdió la esperanza de poder verlo de nuevo y enterrarlo dignamente. Tras muchos años de incertidumbre acerca de su paradero, informó en 2015 de la desaparición de su hijo a la FAFG, organización que desde 1997 se dedica a buscar a los 50.000 desaparecidos que dejó la guerra civil que asoló Guatemala entre 1960 y 1996.

Precisamente, el pasado 29 de diciembre se cumplió el veinte aniversario de la firma del Acuerdo de Paz Firme y Duradera entre el Gobierno de Álvaro Arzú y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), tras suscribir otros 11 acuerdos entre 1991 y 1996, que pusieron fin a un conflicto armado con un saldo de 200.000 personas fallecidas, así como 669 matanzas, en su mayoría de indígenas y campesinos. Estas masacres fueron perpetradas en el 93% de los casos por el Ejército y en el 3% por la guerrilla, según el informe realizado por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico de las Naciones Unidas. En el 4% restante no se pudo determinar la autoría.

Pese a que las armas de la guerra callaron, aún falta mucho por hacer en Guatemala para cerrar las heridas que ocasionó la violencia y que obligó al desplazamiento de más de un millón de personas. En total, los actores firmantes adquirieron 900 compromisos, que iban desde resarcir económicamente a las víctimas, hasta hacerse cargo por parte del Estado del gasto de las exhumaciones y la búsqueda de desaparecidos. Además, se incluyeron otros aspectos que habían sido el germen del levantamiento popular, como incrementar la recaudación fiscal para un reparto equitativo de la riqueza o atender la identidad y los derechos de los pueblos indígenas.

Sin embargo, el mismo presidente del país, Jimmy Morales, reconoce, en declaraciones a 7K, que aún no se han cumplido 550 de los acuerdos. «Hace falta mucho por hacer, ya que hay mucho que no se ha hecho», admite. Respecto a los compromisos pendientes, destaca la ley de búsqueda de desaparecidos, entre los que se encuentran 5.000 menores, muchos de ellos secuestrados por el Ejército y dados en adopción, incluso a países europeos, EEUU o Canadá. Ante la ausencia del Estado, tanto a la hora de buscar a los muertos que se encuentran en fosas comunes como a las personas que aún permanecen vivas pero separadas de sus familias, este trabajo lo han asumido distintas organizaciones, como la FAFG o la Liga Guatemalteca de Higiene Mental, que requieren de ayuda económica internacional, dado que el Gobierno no les destina ninguna partida.

Miles de osamentas en destacamentos militares. El subdirector ejecutivo de la FAFG, José Suasnavar, señala que desde 1997 esta entidad ha realizado 1.700 investigaciones de masacres y desapariciones forzadas, que han dado como resultado la recuperación de 7.874 osamentas. De momento, ya han identificado a 700 víctimas de desapariciones forzadas, muchas de las cuales estaban enterradas en alguno de los treinta antiguos destacamentos militares en los que ha trabajado en coordinación con el Ministerio Público.

Para ello, cuentan con un banco genético en el que comparan el ADN recogido de las osamentas y el que aportan las familias que buscan a sus desaparecidos a través de una muestra bucal. Una vez se comprueba el parentesco familiar, la FAFG entrega el cuerpo para que pueda ser enterrado dignamente, de forma que los familiares incluso visten los huesos con ropa, al tiempo que velan los restos durante una noche.

Además, estas investigaciones han servido para hacer justicia en Guatemala. Así, los autores del asesinato de Rigoberto Tut están en prisión desde que el pasado 6 de enero de 2016 fueran detenidos catorce militares retirados acusados de la desaparición de 565 indígenas entre 1981 y 1988, que fueron enterrados en Creompaz tras ser interrogados, torturados y ejecutados. Actualmente, ocho de ellos continúan en la cárcel a la espera de juicio, acusados de los delitos de desaparición forzada y contra los deberes de humanidad, entre ellos, el ex jefe del Estado Mayor del Ejército Manuel Benedicto Lucas García, hermano de quien fuera presidente de Guatemala entre 1978 y 1982, Romeo Lucas García.

No es el único caso en el que las pruebas presentadas por la FAFG han sido vitales para evitar que los militares queden impunes de sus crímenes, ya que en febrero del pasado año se produjo una condena histórica en Guatemala. Concretamente, fueron condenados el teniente coronel Esteelmer Francisco Reyes Girón a 120 años de prisión y el ex comisionado militar Heriberto Valdez Asig a 240 años por el delito contra los deberes de humanidad causado por la violación sexual, trato humillante y servidumbre doméstica a la que sometieron a quince mujeres indígenas de la etnia maya q’eqchi entre 1982 y 1983 en el destacamento militar de Sepur Zarco.

La presidenta del Tribunal de Mayor Riesgo de Guatemala, Jazmín Barrios, señaló que, tras los testimonios de las mujeres y los peritajes presentados por la FAFG, quedó demostrado que las víctimas fueron tratadas «peor que animales», ya que, tras asesinar a sus maridos, no solo fueron obligadas a mantener relaciones sexuales con los militares bajo amenaza de muerte, sino que también «las obligaron a lavarles la ropa y a hacerles la comida sin percibir por ello ningún pago».

Precisamente, una de las asignaturas pendientes en el país centroamericano es condenar al máximo responsable de las matanzas en esa época, el ex dictador Efraín Ríos Montt. Su proceso fue anulado por la Corte de Constitucionalidad diez días después de que, en mayo de 2013, la jueza Jazmín Barrios emitiera entre lágrimas una condena de 80 años de prisión por los delitos de genocidio y crímenes de lesa humanidad por el asesinato durante su mandato de 1.771 mayas ixiles en el marco de su «política de tierra arrasada», que consistió en aniquilar a miles de indígenas. Ríos Montt continúa vivo a sus 90 años, aunque en 2016 fue declarado incapaz mentalmente de enfrentar un proceso judicial por genocidio, teniendo en cuenta que tenía que ser juzgado por la masacre conocida como “Las Dos Erres”, cometida en 1982. Ello no impedirá que sea juzgado, si bien a la audiencia, cuya fecha aún se desconoce, solo acudirán sus abogados. En esa ocasión se produjo una matanza de 201 indígenas y campesinos, entre ellos 67 menores, en el departamento norteño de Petén, por la cual ya fueron condenados en 2011 cuatro ex kaibiles (fuerzas de élite) a 6.060 años de prisión.

El archivo secreto de la Policía. Llevar a los autores de las masacres y desapariciones a los tribunales no ha sido nada fácil. Tras la firma de la paz, la Comisión del Esclarecimiento Histórico pidió al Estado que le permitiera acceder a los archivos del Ejército y de la Policía para que se pudieran juzgar a los responsables. Sin embargo, el Gobierno, presidido entonces por Álvaro Arzú, actual alcalde de Ciudad de Guatemala, negó la existencia de archivos. A día de hoy, el Ejército mantiene su negativa a hacerlos públicos por «motivos de seguridad», mientras que los de la Policía se hallaron por casualidad en el 2005 amontonados en un edificio a medio construir en el que la Policía Nacional albergaba su unidad de explosivos. Tras producirse una explosión en un polvorín ubicado en la brigada militar Mariscal Zavala, los vecinos del barrio en el que está ubicado este inmueble se asustaron ante la posibilidad de que también se produjera una explosión en este lugar que afectara a sus viviendas. Por ello, presentaron una denuncia al procurador de los Derechos Humanos, quien envió una comisión al lugar donde, para su sorpresa, no solo hallaron material explosivo, sino millones de documentos policiales amontonados sin orden en el suelo.

El ex guerrillero Gustavo Meoño es el encargado de lo que se conoce como el Archivo Histórico de la Policía Nacional, un fondo que cuenta con 80 millones de folios correspondientes a documentos de la Policía desde que se creó en 1881 hasta 1997. Meoño explica que, tras la firma de los acuerdos, este cuerpo decidió esconder sus archivos pensando que nadie los encontraría en este edificio abandonado que, además, albergó una cárcel clandestina conocida como “La Isla”. Allí fueron torturadas y asesinadas cientos de personas, cuyos restos eran tirados en la calle y enterrados en el cementerio de La Verbena de la capital como «XX».

Pese a que se trata de archivos administrativos, Meoño señala que, tras digitalizar 20 millones de documentos referidos al periodo más duro de la guerra (1975-1985), han servido para que el Ministerio Público haya abierto catorce procesos judiciales contra responsables policiales y militares. Todo este trabajo se lleva a cabo sin ninguna ayuda del Estado, por lo que el archivo funciona gracias a donaciones internacionales, entre ellas la que aporta el Gobierno de Gasteiz. Así, se ha demostrado que en la Policía había un cuerpo de detectives que se infiltró en la universidad, organizaciones políticas y marchas ciudadanas para hacer un listado de personas a exterminar.

Gracias a lo hallado en este archivo clandestino, se logró condenar en 2015 a 90 años de prisión al ex jefe policial Pedro García Arredondo por la quema de la Embajada española en 1980, que provocó la muerte de 37 personas, entre ellas el cónsul y el padre de la Nobel de la Paz Rigoberta Menchú.

Un ex jefe guerrillero en busca de menores desaparecidos. Marco Antonio Garavito, Maco, fue un antiguo jefe de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR), la primera organización guerrillera de Guatemala. Actualmente, dirige la Liga Guatemalteca de Higiene Mental que en 1999 puso en marcha el programa “Todos por el Reencuentro”, a través del cual ha logrado reunir a 443 personas con sus familias, después de que desaparecieran durante la guerra cuando eran menores de edad. Tiene documentados 1.200 de los 5.000 casos de desapariciones que se estima que hubo en el conflicto, la mayoría de etnia ixil, que fueron secuestradas por el Ejército y dadas en adopción, bien a los propios militares o a familias incluso en el extranjero.

7K le acompaña por las zonas indígenas de la Primavera del Ixcán y Huhuetenango, donde aún permanecen antiguas Comunidades de Población de Resistencia (CPR) en las que viven víctimas del conflicto, como Cayetana Ramírez, quien, entre lágrimas, relata cómo en 1982 el Ejército le arrebató a su hija de 15 años que estaba embarazada. Desde entonces no sabe nada de ella. «Nunca voy a sanar esta cicatriz y este dolor que tengo», lamenta, al tiempo que asegura que hasta que se muera va a seguir luchando para encontrar con vida a María Pablo Ramírez.

Como consecuencia de la guerra y para evitar ser víctimas de masacres o desapariciones, muchos indígenas y campesinos optaron por emigrar a México, adonde llegaron 46.000 guatemaltecos entre 1981 y 1982. Se asentaron en campamentos de refugiados en Chiapas y en los estados de Campeche y Quintana Roo. Allí aún se escucha el acateco maya o kanjoal, que es una de las 22 lenguas mayas de Guatemala. Tras la firma de la paz, muchos de ellos regresaron a su país, mientras que más de 20.000 decidieron nacionalizarse mexicanos, tal como hizo Méndez Félix Alonso, de 82 años y vecino del poblado El Ejido La Gloria, que es el mayor campo de refugiados de México. Allí residen 3.000 personas. «No salimos de Guatemala por capricho, sino para salvar la vida de la familia», recalca, a la vez que incide en que «estamos decididos a quedarnos en México el resto de nuestra vida, ya que me siento mexicano».

Otro fleco pendiente de los acuerdos de paz es el cumplimiento del Programa Nacional de Resarcimiento destinado a indemnizar con 24.000 quetzales (3.000 euros) a cada uno de los supervivientes que sufrieron los estragos de la guerra y que cuenten con muertos o desaparecidos en su familia. Ana Xuc, representante del Movimiento Regional de Víctimas, critica la disminución del presupuesto de esta iniciativa que, tanto en 2016 como en 2017, se redujo a 25 millones de quetzales (3,1 millones de euros), frente a los 98 millones (12,2 millones de euros) de años anteriores. «No estamos pidiendo una limosna al Estado, sino que cumpla su mandato para resarcir a las víctimas del genocidio», concluye.