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IRITZIA

Democracias intervenidas


E n Washington se ha abierto un intenso debate sobre una barbaridad, algo inaceptable, tan terrible que la propia democracia está en riesgo: un gobierno extranjero se ha atrevido a lanzar una «campaña de influencia» para manipular el proceso político interno de Estados Unidos. La CIA, el FBI y la Agencia de Seguridad Nacional ofrecieron briefings al expresidente Barack Obama y al presidente Donald Trump, presentaron sus resultados ante el Congreso y emitieron un informe al público resumiendo sus conclusiones sobre cómo el Gobierno de Vladimir Putin organizó una campaña que incluyó sembrar y difundir «noticias falsas», hackear y filtrar correos electrónicos tanto de la campaña de Hillary Clinton como del Comité Nacional Demócrata. Así minaron la fiabilidad del proceso electoral, beneficiando a Trump y perjudicando a Clinton.

Suponiendo que todo, o parte de esto, sea cierto, no deja de llamar la atención que los directores de inteligencia, sus supuestos jefes en la Casa Blanca y en el Congreso y un amplio coro de analistas e intelectuales del establishment se atrevan a acusar y condenar a un gobierno extranjero de intromisión en los asuntos políticos internos de otra nación, sin reconocer que EEUU lo sigue haciendo en todo el mundo y desde hace décadas.

EEUU ha intervenido para influir en los resultados de elecciones de otros países por lo menos 81 veces entre 1946 y 2000, según el experto Dov Levin, de la Universidad Carnegie Mellon. Eso no incluye golpes de Estado o intentos para derrocar gobiernos –los famosos «cambios de régimen»– sino solo intentos directos para influir en una elección a favor de una fuerza política. Si se incluyen éstas, el número de intromisiones es bastante más alto.

Entre los ejemplos más prominentes está el caso de Salvador Allende en Chile, donde EEUU no solo apoyó el golpe del 11 de setiembre de 1973, sino que intervino en la contienda electoral de 1964 en la que la CIA invirtió más de 4 millones de dólares en proyectos encubiertos para prevenir su elección; algo que repitió sin éxito en 1970. También está el derrocamiento de Mohammed Mossadegh en Irán, en 1953, para imponer al Sha, fiel aliado de Washington; el caso de Jacobo Arbenz, en Guatemala, en 1954; Patrice Lumumba, del Congo, en 1961; la abierta interferencia en las elecciones de Jean-Bertrand Aristide, en Haití, y de Daniel Ortega, en Nicaragua, a principios de los 90, así como la instalación de Hamid Karzai, agente pagado de la CIA, como presidente de Afganistán después de la invasión estadounidense. Y claro, no se puede olvidar más de medio siglo de intervenciones políticas para promover el «cambio de régimen» en Cuba.

Solo en este nuevo siglo, las intervenciones incluyen el apoyo al golpe de Estado en Honduras contra Manuel Zelaya en 2009 –algo justificado por Hillary Clinton cuando era secretaria de Estado en el primer periodo de Obama–, el intento para prevenir la reelección de Slobodan Milosevic en Serbia en 2000, el apoyo implícito de Washington del fracasado golpe de Estado contra Hugo Chávez, y múltiples acusaciones de los gobiernos de Bolivia y Ecuador, entre otros, por interferencia en los asuntos políticos internos. Y mientras acusa a Rusia, Washington no comenta que intentó influir en la elecciones rusas en 1996 a favor de Boris Yeltsin. También apoyó a Vaclav Havel en la desaparecida Checoslovaquia y a candidatos presidenciales del Partido Laborista en Israel.

La primera operación de la CIA para influir en una elección fue realizada pocos meses después de su creación, en 1947, cuando apoyó a los democristianos contra una coalición de izquierda en Italia, en 1948, con éxito. Tim Weiner, periodista premio Pulitzer y autor de una excelente historia de la CIA (“Legacy of Ashes” o “Legado de cenizas”) comentó en una entrevista que «después de su éxito en Italia, la CIA adoptó esta fórmula –la cual incluía emplear millones de dólares para promover campañas de influencia– y la aplicó en lugares como Guatemala, Indonesia, Vietnam del Sur, Afganistán y demás». Weiner subrayó que todo esto se hace con la aprobación de la presidencia de Estados Unidos.

Hubo incluso esfuerzos más controvertidos, como los revelados por el escándalo Irán-Contra durante el régimen de Reagan, que incluyeron operaciones encubiertas dentro de este país. Otto Reich –feroz opositor de los gobiernos revolucionarios– desde su Oficina de Diplomacia Pública en el Departamento de Estado supervisó un esfuerzo de propaganda política dentro logrando insertar información –lo que ahora se llaman “noticias falsas”– en medios estadounidenses a favor de los contras nicaragüenses sin divulgar su vínculos con el Gobierno de Washington. Una investigación dentro del Departamento de Estado lo acusó de haber supervisado «actividades prohibidas de propaganda encubierta».

Lo dice Ariel Dorfman en el “New York Times”: «Si hay un momento para que Estados Unidos se vea en el espejo, para reconocer y rendir cuentas, ese momento es ahora».