IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Recopilar pruebas

De qué color es la puerta del lugar donde trabajas? ¿puedes recordar qué pone en el cartel de la tienda de al lado? ¿y los rostros de la gente que te has cruzado hoy nada más salir de casa? ¿puedes dibujar el patrón del jersey que suele llevar tu pareja en otoño? ¿se oyen pájaros en la calle principal de tu pueblo o ciudad? Algunas personas podríamos responder a alguna de estas preguntas, otras a todas y algunas a ninguna. Y es que la enorme cantidad de estímulos a la que estamos expuestos nos obliga a descartar aquellos que no nos aportan la información que nos es relevante, la información que utilizamos para llevar adelante nuestra vida.

Quizá no me sirve de nada saber el nombre de la tienda junto a mi trabajo y lo único que me interesa saber es que es una ferretería, o no he reparado en si se oyen pájaros o no cuando voy a trabajar, y lo único que sé es que voy con demasiada prisa para pararme a escuchar. Sea como fuere, nos vemos diariamente obligados a excluir de nuestra atención una gran parte de los estímulos que percibimos. Es más, algunos ni siquiera pasan esa barrera, algunos ni los vemos. Y si esto es así para los sentidos más claros y evidentes como la vista o el oído, no lo es menos para la percepción de cómo es el mundo, la gente o nosotros mismos.

En nuestra búsqueda de continuidad, necesitamos poder generalizar sobre las características del mundo en el que vivimos y las personas que residen en él, para poder reaccionar con cierta agilidad a él. Necesitamos que las características se mantengan estables en nuestra cabeza a lo largo del tiempo y no dejar siempre la puerta abierta a la incertidumbre. Por ejemplo, una vez que llegamos a la conclusión de que alguien es quisquilloso, pasamos de preguntárnoslo o sospecharlo, a saberlo, de modo que si esa persona es quisquillosa lo va a ser siempre que nos encontremos con él o ella –y por tanto la trataremos como tal–.

A partir de esa conclusión, dejamos de plantearnos nada y simplemente economizamos nuestros análisis para dedicar la atención –limitada en todas las personas– a otra cosa. Por esta razón, a veces es tan difícil que las personas cambiemos nuestras actitudes afianzadas y, como un campo al que se han cortado los accesos de agua para regar en otro lugar, tenemos que hacer el esfuerzo de reconducir las energías mentales a plantearnos lo concluido de nuevo, a volver a regar con la evidencia aquí y ahora el secarral de las conclusiones antiguas y solidificadas.

Y no hablo simplemente de los prejuicios hacia otras personas, que siempre merece la pena revisar –las personas estamos en constante cambio, no vaya a ser que…–, sino de las ideas concebidas sobre nuestras propias capacidades e incapacidades o cualidades en general. Y es que a veces estas conclusiones funcionan como filtros que ni siquiera nos permiten ver cuándo no estamos pensando, sintiendo o actuando según esa antigua conclusión. Si he asumido de mí que soy vergonzoso para empezar algo nuevo, no tendré en cuenta las veces que he llamado por teléfono para enterarme de si todavía está esa exposición que casi se me escapa, y esa llamada nunca pasará a formar parte del cajón de “evidencias” que contradicen mi asunción de mí. O cuando pienso que no disfruto de las cosas y me olvido o le quito valor a lo que me gusta tomar ese café en ese sitio y el mundo se para cuando leo el periódico.

La cuestión no es crear una lucha interna contra nuestras propias conclusiones, ni ponerlas en duda constantemente, sino ser conscientes de que regenerar el bienestar de la satisfacción o la tranquilidad, a veces implica tomar buena nota de nuestra flexibilidad natural para ser diferentes.