IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Confiar en el grupo

No hace tanto tiempo, las calles de los barrios, de las ciudades pequeñas y de los pueblos estaban plagadas de círculos; de círculos de personas, de tres, cuatro, o más, que se orientaban a sí mismas durante el rato del encuentro. El círculo se cerraba del exterior por ese lapso, se creaba una intimidad fugaz propia de ese momento y de las personas que lo formaban, propia del tema que salía a colación, pero sobre todo, propia del encuentro.

Durante miles de años, la ritualidad de los encuentros cotidianos, con sus diferentes fines, con sus microprotocolos, nos ha dotado de pequeños lugares de anclaje a los otros, en una sociedad creciente en tamaño y complejidad. Los círculos de cuerpos y rostros sobre la acera, sobre el barro, en una taberna, a la puerta de un colegio o en un funeral son maneras espontáneas de crear cohesión entre las personas; y no es casual que, en muchas culturas, lo circular simbolice la cohesión, la completitud, y también la protección, o lo cerrado.

En nuestra cultura, los encuentros espontáneos han dado paso a otro tipo de cohesión, quizá más abstracta, en la que el individuo se relaciona con un todo cada vez con menos intermediarios. Es evidente que, si pensamos en cada uno de nosotros, los grupos a los que pertenecemos nos ofrecen seguridad en diferente grado; por ejemplo, hay personas que necesitan un encuentro cara cara, de uno a uno, para sentirse seguros, libres y poder hablar íntimamente de quiénes son en realidad, de sus opiniones o emociones. Para otras personas no es tan imprescindible la díada, o incluso les resulta agobiante o invasiva, y se sienten más flexibles un grupos pequeños de cuatro o cinco personas. Otra gente, en cambio, no tiene problema con grupos más grandes, de diez o quince, pero por encima de eso, la sensación de “ser yo”, se diluye más y más en un “nosotros”.

La pertenencia sigue a veces un camino similar, pudiendo notar la similitud personal con las personas de esos círculos concéntricos que podrían simbolizar los grupos a los que pertenecemos, y cómo esa similitud se transforma a medida que nos adentramos en un grupo mucho mayor. Entonces nos aglutinan ideas, abstracciones, mientras que en el grupo de cuatro o de diez hay un espacio para la intimidad del mundo interno emocional y psicológico en general de sus integrantes.

La desaparición de los círculos cotidianos es cada vez más evidente, son cada vez más fugaces, necesitan cada vez más un tema vertebrador, un objetivo, quedando la mera presencia compartida en un segundo o tercer plano. Si damos un salto a nuestros parientes primates y pensamos en la cantidad de rituales de pertenencia en los que pasan su tiempo, podemos ver lo arraigada de esta necesidad también en nuestros genes heredados de etapas evolutivas anteriores.

Es cierto que lo hacen entre parientes y “afines”, pero esa preocupación porque suceda, por quitarse mutuamente los parásitos, dormir cerca físicamente o jugar fortalece el grupo grande como pocas cosas. Hoy, quizá no tengamos tiempo, nos aburramos mutuamente, nos demos pereza o nos entre la crítica de los demás, pero quizá parar a mirarnos a la cara, sin resultados, sin más pretensión, y tal vez sacar sillas a la calle, quizá bailar en la calle, hacer teatro, deporte, jugar, y chocarnos, molestarnos, invitarnos, reconocernos en torno a pequeños círculos, fortalezca como ha hecho siempre nuestro clan, nuestra tribu, nuestra ciudad y nuestra identidad como seres humanos.