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gastroteka

Ketchup


Según versiones, el nombre viene del dialecto chino amoy (kê-tsiap) o del malayo (kechup), y originariamente era una salsa fermentada de tripas de tiburón y otros peces, hecha más o menos como se hacía la garum romana y otras salsas fermentadas que fueron desapareciendo en Europa. Fueron los ingleses quienes trajeron de Asia el ketchup a comienzos del siglo XVIII, y sus primeras versiones se hacían con anchoas, chalotas, setas y un largo etcétera. La primera receta conocida de ketchup con tomate es de 1812, pero en el siglo XIX el tomate aún era escaso en Europa. En 1877, la compañía de condimentos y especias de Pittsburgh fundada en 1869 como The Anchor Pickle and Vinegar Works, que para entonces ya se llamaba Heinz, Noble & Company, hacía su ketchup con tomate, pero era distinto al actual.

Las salsas industriales tenían en el siglo XIX conservantes tan salvajes como alquitrán, formaldehído y benzoato sódico, hasta que fueron prohibidos en EEUU gracias a la labor del conocido como “Escuadrón del veneno”, del que hablamos en uno de los primeros artículos que escribí en 7K. Su labor cristalizó en la Pure Food and Drug Act de 1906, que prohibió el uso de muchos productos nocivos para el ser humano, así que la compañía pensilvana ya con el nombre de Heinz, que comenzó repartiendo condimentos a los especieros de Pittsburgh en carros tirados por caballos, tuvo que subir la cantidad de vinagre y añadir azúcar para mejor conservar su salsa, creando lo que hoy en día conocemos como ketchup.

Aunque hay que tener en cuenta su contenido en azúcar, el ketchup es una salsa relativamente saludable y prueba de ello es que en mi casa entró a comienzos de los noventa, una época en la que el aita y la ama todavía le tenían un proverbial odio y desconfianza a cualquier producto gastronómico que viniera del Tío Sam. Pero la producción cinematográfica que en los ochenta nos dio de la mano de directores como Spielberg, Columbus o Zemeckis peliculazas como “E.T.”, “Cazafantasmas”, “Gremlins”, “Regreso al futuro” o “Big”, hacían que hasta aprendices de internacionalistas como mi hermano y yo quisiéramos probar en bocadillo de pan de semillas lo que la ama se empeñó en llamar filetes rusos hasta los albores del siglo XXI. En román paladín: putas hamburguesas que tuvimos que conocer casi clandestinamente en el Tutti Pasta; nombre que tal vez no os diga nada a los descendientes de autrigones, caristios y várdulos, pero que es el símbolo de la rendición de la capital vascona al Imperio Americano y su american way of life.

Hace poco vi la ilusión que le hacía a mi sobrina Izei cenar en Burger King y la resistencia numantina de la ama y sentí lo que se debe sentir al envejecer: una pequeña tentación de decirle a tu progenitora “¡pasa página!”, junto con un ligero orgullo por algo a lo que te enfrentabas de joven. Ley de vida.

Receta casera. Aprovechando la temporada del tomate y en honor a la sana resistencia antiimperialista de mi ama: rehoga unos 20 minutos una cebolla, un diente de ajo, un kilo de tomates y un pulgar pequeño de jengibre (o media cucharadita en polvo), la punta de una cucharilla de café de canela, otra de comino, otra de pimentón, otra de pimienta negra y tres clavos. Retira los clavos, añade 75 centilitros (unas seis o siete cucharadas) de vinagre de manzana, una cucharada de vinagre de vino y otra de azúcar moreno. Tritúralo y, si te has pasado rehogándolo y te ha quedado espeso, acláralo con un poco de agua. Puedes ir matizando tu ketchup subiendo la cantidad de ajo, por ejemplo, añadiendo albahaca o variando su sabor con mostaza en grano, bajando, en ese caso, la cantidad de vinagre.