OCT. 27 2019 90 años del desplome de la Bolsa de Nueva York El fin de un gran frenesí especulador El colapso del mercado de valores de Nueva York de 1929, que señaló el comienzo de la crisis y de la posterior Gran Depresión, fue la culminación de uno de los periodos especulativos más intensos que se recuerda. Sus efectos marcaron durante muchos años la actividad económica y bursátil en EEUU y en el resto del mundo. Todos los grandes eventos suelen contar con un punto de referencia en el que se señala el comienzo, aunque muchas veces resulta bastante arbitrario. La quiebra bursátil del 1929 se asocia con el jueves 24 de octubre, también llamado Jueves Negro, pero también con el Lunes Negro y el Martes Negro, el 28 y 29 de octubre respectivamente. Una indefinición que indica que el punto de inflexión no fue un único acontecimiento, sino más bien un proceso sobre el que hoy en día todavía subsisten grandes controversias. Isidro Esnaola Según los cronistas de aquellos días, la sesión del jueves 24 de octubre en Wall Street comenzó tranquila pero enseguida el volumen de contratación comenzó a crecer y las cotizaciones de los valores a caer con fuerza. El pánico se apoderó de los especuladores y las acciones se empezaron a vender por nada. En aquellos tiempos la principal fuente de información bursátil era el ticker, un instrumento telegráfico que trasmitía las cotizaciones que iban imprimiéndose en una cinta. Hoy en día esa cinta se ha incorporado a muchas pantallas de canales informativos a modo de banda móvil donde se va dando cuenta de la información de la bolsa. El gran volumen de operaciones de ese día provocó el retraso del ticker, contribuyendo a que aumentara la inquietud. A diferencia de cuando se esperan ganancias –los retrasos no importan gran cosa, el beneficio será más o menos grande, pero habrá–, cuando se esperan pérdidas suele ser importante saber la dimensión del estropicio cuanto antes, y cualquier retraso no hace sino aumentar el nerviosismo. En vista del cariz que tomaban los acontecimientos, a las 12.00 de ese día se reunieron los seis mayores banqueros de Wall Street y decidieron aportar al mercado recursos para sostener la cotización, entre 20 y 30 millones de dólares. Según cuentan las crónicas, estos banqueros escogieron a Richard Whitney, vicepresidente de la Bolsa de Nueva York para que actuara en su nombre. Fue a la bolsa e hizo una oferta de compra de acciones de la empresa US Steel a un precio muy por encima de su cotización ante la mirada atónita de los brokers. Después hizo otra oferta similar por acciones de otra blue chip (empresa establecida con fama de sólida, en la jerga de los corredores de bolsa). Fue la táctica que utilizaron ante el pánico que se desató en 1907 y entonces sirvió para templar los ánimos. Con esa acción consiguieron detener momentáneamente la caída del mercado en una sesión que finalmente terminó en positivo. La decisión de los banqueros muestra que comprendían perfectamente la naturaleza especulativa de la bolsa. Sabían que el mercado bursátil se sustenta en que los inversores mantengan la confianza en que los valores continuarán aumentando su precio y que cualquier desplome será pasajero –recogida de ganancias lo suelen llamar–. Sabían que la erosión de la confianza en la bolsa sería la ruina de todos ellos, y su movimiento funcionó. Para que las cotizaciones en cualquier mercado sigan una senda ascendente es necesario atraer constantemente a nuevos especuladores y también más capital. Lo primero no suele ser excesivamente complicado. Las oportunidades de ganar dinero sin necesidad de trabajar atraen a la gente como un imán. No se necesita ser especialmente persuasivo para que cualquier proposición que prometa beneficios sin esfuerzo llegue a seducir a nuevos incautos o despertar la lujuria de toda clase de vividores. La búsqueda del beneficio fácil es un poderoso estímulo para alimentar la especulación, pero no suele ser suficiente. Hace falta también un entorno institucional que la propicie. El Jueves Negro, por ejemplo, se cruzaron órdenes de compraventa de 12,9 millones de acciones, un volumen que se superó el Martes Negro con 16,4 millones de acciones negociadas. Para hacerse una idea de la dimensión, esa cantidad solo volvió a ser alcanzada en 1963, más de treinta años después del Martes Negro. Semejante tráfico fue posible gracias, entre otras cosas, a la autorización de la compraventa a plazos. Un especulador, por ejemplo, podía comprar una acción aportando solamente el 10% de su valor en el momento de la adquisición y pagar el resto del precio al final del plazo estipulado. Como la acción se volvía a vender antes de que se cumpliera el plazo, la venta a plazos permitía especular con poco dinero, o alternativamente, comprar diez veces más de acciones con los fondos disponibles. De esta forma se multiplicaba el tráfico especulativo sin necesidad de hacer grandes desembolsos. El Lunes Negro. La maniobra de los banqueros tuvo un efecto temporal, el viernes fue un día tranquilo pero durante el fin de semana, los periódicos informaron sobre lo ocurrido y, habida cuenta de lo que ocurrió después, parece que muchos especuladores decidieron salir del mercado. El lunes 28 de octubre, las pérdidas volvieron con mayor intensidad. Se negociaron menos títulos, unos 9,2 millones, 3 millones en la última hora. Un volumen inferior al jueves pero con una caída mucho mayor. El índice industrial de “The New York Times” cayó ese día 45 puntos por solamente 12 del jueves. Por la tarde, según cuentan los cronistas, se volvieron a reunir los banqueros de Wall Street. Tras comprobar que la decisión de vender se había instalado entre los inversores, renunciaron a tratar de mantener el nivel de precios con nuevas aportaciones de capital. Comprendieron que no podían competir con el deseo de vender de la mayoría de especuladores. En aquella reunión discutieron básicamente la forma de liquidar su compromiso de sostener el mercado sin provocar más alarma entre el público. Solo les quedaba mantener la compostura mientras se arruinaban. Lo cierto es que los banqueros perdieron, además de sus inversiones en acciones, muchos millones en créditos. La razón es que la legislación permitía otorgar préstamos a cambio de constituir una fianza con las propias acciones compradas con el crédito. El inversor podía solicitar un crédito, adquirir acciones en bolsa y luego depositarlas como garantía. Mientras las acciones suben, la garantía es sólida, pero cuando caen la garantía se desvanece junto con la posibilidad de recuperar el crédito, que es lo que ocurrió con el desplome de Wall Street, y contribuyó a la ruina de los banqueros. Estos créditos estaban sujetos a un elevado interés, entre el 5% y el 12% que, a pesar de ser altos, eran inferiores a las revalorizaciones de las acciones aquellos años, por lo que los especuladores podían pagar los intereses y todavía lograban rentabilidades interesantes. Esos elevados intereses no solo no disuadieron a muchas personas de pedir créditos para especular, sino que animaron a muchos ahorradores a ofrecer su capital a los bancos de Wall Street que los usaron para financiar la especulación: un alto interés siempre resulta un argumento convincente. De este modo, la esfera de atracción de la bolsa fue más allá de los especuladores y bancos, alcanzando a una gran cantidad de ahorradores estadounidenses, pero también a los del resto del mundo que cedían gustosamente sus recursos a cambio de seguros intereses. Mucho más interesante que producir mercancías, que no da más que disgustos, era especular o financiar la especulación. Y así se fue nutriendo el mercado de cada vez más recursos que fueron alimentando las constantes subidas de la bolsa los años anteriores. El Martes Negro. El 29 de octubre, el Martes Negro, fue la apoteosis del colapso. Las ordenes de venta inundaron el mercado. El volumen de contratación rompió todos los registros anteriores alcanzando los 16,4 millones de acciones. Muchas ordenes de venta no encontraron comprador y no pudieron cerrarse. El índice industrial de “The New York Times” volvió a perder otros 43 puntos. Los banqueros de Wall Street sufrieron además una importante pérdida de reputación: su ausencia alimentó el rumor de que habían contribuido al desplome de la bolsa. El 30 de octubre se produjo una pequeña recuperación, al parecer, por el anuncio, posiblemente concertado, de algunas grandes empresas de que aumentarían sus dividendos. La ganancia fue insuficiente para compensar las pérdidas de los días anteriores. Que el anuncio de unos mayores dividendos no sirviera para recortar la caída del mercado es una señal clara de que la gente no compraba las acciones por los posibles beneficios que pudieran producir en forma de dividendos, sino que esperaba una revalorización de su precio; lo que había detrás le era indiferente. Es una característica de los episodios especulativos que se repite, el bien no se compra por su valor en sí mismo –lo mismo da que dé buenos dividendos o no asegure dividendos de ninguna clase–, sino porque se espera que su precio crezca. La misma razón que explica que las viviendas compradas para especular suelan estar vacías: el dueño espera ganar más con la revalorización que con el alquiler. Ese día también se planteó la posibilidad de cerrar la bolsa, propuesta que se justificó en el cansancio de unas jornadas frenéticas. Finalmente el jueves 31 se realizó una sesión abreviada, de tres horas, y el viernes y sábado Wall Street cerró. A partir del 4 de noviembre se reanudó la actividad pero las sesiones fueron negativas. Bien es cierto que posteriormente, durante el primer trimestre del 1930, hubo una efímera recuperación que terminó con una caída sostenida de más de dos años, hasta el 8 de julio de 1932. El indice industrial de “The New York Times” se situó ese día en 58, frente a 224 que marcó el 13 de noviembre y 453, la cota más elevada, que se alcanzó el 13 de setiembre de 1929. En casi tres años había perdido el 87,2% de su valor. Fue el punto más bajo del ciclo que coincide con el inicio de la conocida como la Gran Depresión. Algunas consecuencias. Los periodos especulativos suelen servir para ocultar y exacerbar los desequilibrios económicos. Es por ello que cuando las burbujas estallan suelen dejan un panorama aterrador: caída de la producción, quiebras, paro masivo y pobreza. Sirva como ejemplo que en 1929 se alcanzó el récord de producción de automóviles en EEUU, 5,3 millones de unidades, un registro que la economía estadounidense no volvió a alcanzar hasta el año 1954, más de veinte años después. Asimismo, se calcula que en la primera semana de colapso, las pérdidas alcanzaron los 30.000 millones de dólares, una cantidad que era diez veces el presupuesto anual del Gobierno Federal. Los datos estadísticos desmienten algunos mitos sobre la quiebra del 29. En la orgía especulativa participaron alrededor de 1,4 millones de personas, algo más del 1% de los 120 millones que vivían entonces en EEUU. Por tanto no fue un fenómeno tan masivo como puede parecer. Tampoco hubo un aumento significativo de los suicidios en 1929, algo que si ocurrió en los años posteriores y solo empezó a remitir a partir de 1933. La cobertura mediática y la relevancia de algunas figuras de las finanzas sirvieron para fortalecer ese mito. En cuanto a lo que se pudo hacer para impedir la catástrofe, ni los políticos ni la Reserva Federal estuvieron a la altura. El presidente Calvin Coolidge se despidió de la presidencia en marzo del 1929 apuntando que las acciones estaban baratas y que la situación económica era saludable. Su sucesor, Herbert Hoover, tampoco tomó ninguna medida, ni en su etapa anterior como secretario de Comercio, ni al principio de su presidencia antes del colapso, y mucho menos después. Siempre pensó que era una crisis pasajera y apoyó las ideas liberales de que era mejor no intervenir. Aunque después en sus memorias explicó una posición diferente, lo que viene a confirmar, una vez más, que retrospectivamente se entienden mucho mejor las cosas. Perdió la presidencia frente a Franklin Delano Roosevelt, que llegó con un plan de recuperación, el New Deal, nuevamente de moda por el New Green Deal propuesto ahora por los demócratas estadounidenses. John Kenneth Galbraith, en el libro que escribió dedicado al colapso de 1929, apunta acertadamente que pinchar una burbuja y hacerla estallar no es una tarea difícil; sin embargo, conseguir que vaya rebajando su volumen poco a poco es una tarea «extremadamente delicada». De todas formas, la dificultad de la tarea no justifica la inacción de los que nada intentaron.