JAN. 05 2020 gastroteka Garum romano MIKEL SOTO Tras varias semanas de bacanal gastronómica navideña, merece la pena recordar que el libro de cocina romano más antiguo que conservamos es “De re coquinaria”, del siglo I, que se le atribuye de forma errónea a Marco Gavio Apicio. El manuscrito es una antología compuesta por 465 recetas de las cuales la inmensa mayoría llevan garum, una salsa preparada con vísceras fermentadas de pescado que volvía locatis a los romanos. El pasado julio un bañista hizo realidad el sueño de cualquiera de los gañanes que nos ponemos unas gafas de bucear y nos creemos Jacques Cousteau, encontrándose junto a la playa de Can Pastilla, en Palma de Mallorca, el pecio de un barco romano del siglo III que tenía selladas 93 ánforas llenas todavía de aceite, vino y garum. Así, volvió a saltar a los medios el sueño un tanto absurdo de “reproducir fielmente” el garum romano, que grupos de investigadores llevan décadas reproduciendo mediante evidencias documentales y arqueológicas con fortuna necesariamente incierta. El pescado utilizado para la elaboración del garum dependía de la región en la que se hacía y de su disponibilidad, pero se utilizaba básicamente pescado azul y la receta consistía en alternar capas de hierbas aromáticas tales como el apio, hierbabuena, cilantro, orégano, eneldo o hinojo con capas de pescado compuestas por hígado, intestinos, esperma, huevas, sangre y recortes de pescado y, finalmente, capas de unos cinco centímetros de alto de sal. Así, se iban llenando contenedores de piedra o madera sobre los que se colocaban tapas para mantener los ingredientes sumergidos en el líquido que producían ellos mismos. Se dejaba la mezcla al sol una semana y, a partir de ahí, se removía a diario durante no menos de tres semanas. La combinación de sal y ausencia de aire suprimía el crecimiento de bacterias y hongos, haciendo que la fermentación se debiera exclusivamente a enzimas liberadas por el pescado. Así obtenían el preciado y salado líquido, rico en umami, que se filtraba y se embotellaba listo para echárselo a todo ser comestible o bebestible que se les pusiera por delante. De hecho, solía combinarse con diversos líquidos para dar distintas salsas: mezclada con vino daba oenogarum, con agua hydrogarum, con vinagre oxygarum y con aceite oleogarum, según los gustos y el poder adquisitivo de cada cual. La investigadora Sally Grainger, profundizando en los textos de Marcial, Galeno y Plinio entre otros, ha llegado a decodificar los diferentes usos dados a distintos tipos de salsas o derivados tales como liquamen o muria. Garum, no en mi patio trasero. Siguiendo los principios NIMBY (Not In My Back Yard, no en mi patio trasero) que nos llevan a los humanos a desear cuantos más vertederos o cárceles mejor siempre y cuando no estén en mi pueblo, los romanos tenían una relación amor-odio con el garum debido al olor que producía, y así pues, su fabricación fue prohibida en algunos pueblos y su producción acabó concentrándose en otros, como por ejemplo en Sexi (Almuñécar). En Hispania se produjo en cantidades importantes en Gades (Cádiz), Baelo Claudia (Cádiz) o Ficaria (Murcia) y se hizo básicamente con anchoas, sardinas, jureles y caballas. El garum es sin duda una de las industrias a gran escala que tuvo la Antigüedad: se han encontrado ánforas por todo el imperio romano, incluso más allá del Muro de Adriano, en el norte inglés. Como las lujosas salsas actuales, las mejores viajaron por todo el Imperium, por ejemplo, las de Aulus Umbricius Scaurus, un magnate pompeyo cuyas botellas de terracota han sido halladas en el sur de Francia. Si algún día os sentís romanos y queréis probarla, buscad en Youtube la receta “Garum sauce by Heston Blumenthal”.