FEB. 02 2020 PSICOLOGÍA Camino al olvido IGOR FERNÁNDEZ Cuando contamos nuestra historia, o cuando conocemos a una persona nueva, lo primero que tratamos de hacer es construir un sentido de lo que hemos vivido o de lo que vemos, intentar dibujar un retrato más o menos preciso, más o menos interesante, de lo que percibimos o de las características que mejor describen nuestra naturaleza. Capturamos hoy una sola imagen, que se nos presenta como la parte visible de todo lo que uno –o el otro– es, que parece describirlo todo. Entonces, el pensamiento empieza a crear. Con lo que vemos, creamos un relato que llega a sustituir la realidad a falta de datos de otra índole, que completen o den tridimensionalidad o temporalidad a lo que parece estático cuando lo retratamos. “Yo soy” de esta o de la otra manera, “Ella siempre será” impulsiva, tenaz, superficial, introspectiva... Este estatismo, esta permanencia del “ser”, sin embargo, solo está en nuestra descripción, si acaso es una limitación de nuestros sentidos y del conocimiento que tenemos. Por decirlo de algún modo, llegamos hasta ahí. Sin embargo, como todo en la vida, tiene su antes, su después, su por qué y su para qué, y esa característica que hoy juzgamos como una carencia, o una característica inmutable en el comportamiento o carácter de otra persona, es una cristalización de algo que fue fluido en el pasado. Porque al principio, todos estamos movidos por una necesidad, por un deseo espontáneo que nos mueve hacia el descubrimiento, es un movimiento intenso, vivo, libre. Cuando algo en el entorno se opone a ese movimiento, cuando, de forma rotunda, e innegable nuestro movimiento se topa con un obstáculo suficientemente intenso, algo le sucede a esa espontaneidad, a ese movimiento libre. Para empezar, el flujo de nuestro cuerpo se ve interrumpido y se frena para entender mejor y calibrar ese obstáculo. Si este es de magnitud, probablemente habrá producido un impacto, un choque que nos confunde o aturde. Entonces, con intención de volver a la normalidad y a restablecer el equilibrio, suceden dos cosas: por un lado, adoptaremos una acción defensiva de mantenimiento, intentaremos minimizar el impacto peleando, huyendo o esperando; por otro, nos olvidaremos de la necesidad inicial de explorar, de movernos a descubrir –o más bien la desplazaremos a favor del manejo de ese impacto–. Si aún así la realidad parece querer quedarse entre nosotros y nuestros objetivos, si no sirve lo que hagamos y esa oposición sigue siendo intensa, crecerá paulatinamente la tensión, repetiremos y crearemos nuevas maneras de zafarnos para seguir adelante, pero si la energía puesta en ello es mucha, como si de un agujero negro se tratara, nos robará el ímpetu de la motivación primera, del deseo primero, y nos requerirá más y más atención. Esa “distracción” de nuestro deseo inicial generará su propia dinámica, desarrollaremos un hábito que nos requerirá en sí mismo esfuerzo y tiempo, y que terminará por sustituir a nuestra búsqueda inicial, como si de un sucedáneo se tratase. Esa herida, esa sensación de obstáculo sustituirá a ese anhelo que a estas alturas se habrá alejado de nosotros, difuminándose en algo “que un día me importó”. Entonces, esta historia de imposibilidad y deseo lejano se cristaliza, se enquista, y se aleja. Se aleja a tal punto que aceptamos esa sustitución como “lo posible” dentro de lo real, algo así como “si no puedo explorar libremente, seré cuidadoso en su lugar” –o estallaré a la primera, me enamoraré perdidamente una vez tras otra, o me aislaré; por lo menos así...–. La buena noticia es que las buenas historias contienen en sí mismas su esencia, y precisamente en aquello que señalamos y nos señalan como “un fallo”, está la puerta a deshacer el cristal, a recuperar el deseo genuino.