La guerra de los muchachos
La guerrilla más antigua de Asia acaba de cumplir 50 años de existencia, y lo hace con una gran cantidad de jóvenes en sus filas. Viajar a las entrañas de este conflicto, caminar con sus frentes móviles y escuchar sus motivaciones es descubrir la cara menos paradisíaca de las siete mil islas que componen las Filipinas.
Más que llover diluvia, pero nada impide al camarada Drigo terminar su arriesgada tarea. «Mira, la única forma de llegar a donde hemos acampado es mediante este sendero. Si un operativo del Ejército se acerca, cojo estos dos cables, los pego a la batería, y la carga explosiva que he dejado a un lado del camino, estalla. Con eso tenemos unos cuantos minutos extra para escapar tan lejos como podamos». Drigo, de 23 años, complexión fuerte y bigotillo incipiente, es miembro del Nuevo Ejército del Pueblo (o NPA, según sus siglas en inglés), la guerrilla más antigua de todo Asia.
Fundada en 1969 por el profesor de Literatura y Ciencias Políticas, José María Sisón, esta estructura armada está formada por unos 5.000 hombres y mujeres que responden a las directrices del ilegalizado Partido Comunista filipino. Sisón, que a sus 80 años sigue gozando de buena salud, reside desde 1987 en Holanda, país de una Unión Europea que en 2009 decidió suprimirlo de su lista de líderes y organizaciones “terroristas”. Ajena a cómo la puedan juzgar los gobernantes de unos estados tan ricos como distantes, la guerrilla es capaz de mantener combatientes en todas las islas más importantes del archipiélago. En el caso del “Frente Apolonio Mendoza”, del que es parte el camarada Drigo, esta presencia significa vivir a las faldas de la Sierra Madre, en la Isla de Luzón, no muy lejos de esa metrópoli de 21 millones de almas a la que sus habitantes se refieren como “la Gran Manila”.
El recodo de un río, y mejor aún, si este está protegido por alguna cota desde la que divisar la posible llegada de militares, es el lugar ideal donde poder instalarse durante unas pocas semanas. Allí, mientras una unidad peina el perímetro, los oficiales de inteligencia definen sus próximas acciones armadas junto a los integrantes del bureau político.
Sentada sobre un banco hecho con juncos (todo el mobiliario de la guerrilla se construye a golpe de machete) y tejiendo una bandera roja con la hoz y el martillo, está Cleo del Mundo, una mujer curtida en mil batallas, y ya hoy, pese a su juventud, uno de los rostros más visibles del NPA. Con más de un década en el frente bélico, Cleo (o Ka Cleo, pues aquí el Ka de camarada se antepone a todo nombre de guerra) expone los motivos por los que se sumó a la insurrección. «En Filipinas la mayoría de los campesinos siguen viviendo en un régimen semifeudal. Ni poseen la tierra que trabajan ni su esfuerzo les da para salir del ciclo de pobreza que se releva generación tras generación. Por eso decimos que el régimen es semifeudal. Porque la tierra aún está en poder de una élite que gana mucho y paga poco. Y ese fue el primer objetivo de nuestra lucha armada. Destruir los mecanismos militares que los oligarcas tienen para dar continuidad al sistema que sigue manteniendo al país en la pobreza».
Preguntada por las escasas posibilidades de lograr amplias victorias en el terreno militar, responde: «Cierto, pero podemos debilitarlos. Desestabilizarlos para que cedan en algunos aspectos, cosa que a menudo conseguimos. La nuestra es la guerra popular. Ellos llevan casi medio siglo diciendo que van a terminar con nosotros, pero aquí seguimos. Nunca nos rendiremos».
Impuesto revolucionario. Las acciones armadas que habitualmente se llevan a cabo son la quema de maquinaria agroindustrial en plantaciones, «donde se explota al proletariado rural», y ataques, «a proyectos de minería que destruyen el medio ambiente, el futuro del país y la vida de sus operarios explotados». Admiten aquello que el Gobierno califica de “extorsión” y ellos tildan de simple “impuesto revolucionario”. No en vano, a lo largo de los días pasados en el campamento era común ver cómo los jóvenes guerrilleros –algunos de ellos incluso menores– simulaban atentados con sus armas ligeras de 9 mm. En ocasiones a empresarios que no pagan lo que se les pide. En otras, a presuntos confidentes que avisan al Ejército de sus planes, rutas de suministros o escondites habituales. Según Ka Apo, uno de los oficiales políticos del frente Apolonio Mendoza, «el dinero se pide a dos sectores. Primero a la burguesía que comercia y trafica con lo que producen los grandes industriales, y luego a los industriales terratenientes que poseen el territorio donde se produce la explotación». Este joven con la cabeza rapada y aspecto intelectual, asegura que «ambos tienen representación en los grupos de burócratas capitalistas», que ostentan el poder, «gracias a la financiación de los anteriormente citados. Así ellos hacen el juego de la democracia mientras se valen del poder ejecutivo y legislativo para hacer la guerra al pueblo y seguir lucrándose». En Filipinas lo del “régimen semifeudal” no es retórica marxista. Organizaciones No Gubernamentales, como la británica Oxfam, también se refieren en esos términos a una realidad que en muchas zonas del país mantiene a siete de cada diez familias bajo el umbral de la pobreza.
El NPA se ha definido como maoísta. Para ellos, dos de los principales problemas que históricamente atraviesa el archipiélago son el reparto de la tierra y las políticas neocolonialistas. Con 105 millones de habitantes repartidos fundamentalmente en solo once de sus más de siete mil islas, la pobreza rampante es campo abonado para la continuidad de la guerrilla. Década tras década, generación tras generación, la suya es la guerra prolongada tal y como definió el padre de su ideario, Mao Tse-Tung. Apoyarse en las masas para subsistir; practicar una guerra ligera, donde la capacidad de moverse es mucho más importante que la capacidad de fuego; y por encima de todo, valerse del factor sorpresa. Dadas estas condiciones, encontrarse con estos combatientes exige meses de preparación, algunas formalidades y seguir un protocolo de actuación una vez se aterriza en el archipiélago.
Relativamente aislada del exterior, y siempre en zonas remotas, la insurgencia delega en su base social el contacto con lo urbano, de ahí aquello de que “el pueblo es a la guerrilla, lo que el agua al pez” que dejó escrito Mao. Saliendo en autobús desde Manila se llega a un municipio acordado, lugar en el que, ya sí, se es recibido por alguien con quien nuevamente se toma un jeep colectivo hasta alcanzar un segundo punto de encuentro, por lo general, una infravivienda del campo. Con la noche encima y una vez cenados, se hacen los preparativos para iniciar un camino que, dependiendo del lugar y terreno, no suele durar más de tres o cuatro horas.
Los primeros rebeldes. Selva a dentro se terminan escuchando unos silbidos, un santo y seña, y por fin, la presencia de unos guerrilleros con pistolas de 9mm asomando en la cadera. «El secreto de nuestra supervivencia es muy sencillo. Conocemos el terreno al detalle y nos movemos donde las masas simpatizan con nosotros. Aquí particularmente nos apoyan desde hace mucho», afirma la curtida Ka Cleo. De hecho, el embrión del NPA bebe de estas selvas, y se remonta a la experiencia del Hukbalahap, que primero fue resistencia armada contra la ocupación japonesa durante la II Guerra Mundial y después, ya en los cincuenta, contra el neocolonialismo estadounidense que terminó erradicándolos. Esos “Huks” (tal y como se les conoció popularmente) fueron, de alguna manera, el origen del pálpito rebelde que recorre las aldeas de esta región.
«De todos modos, en el NPA no solo hay campesinos. En nuestros cuadros hay también muchos universitarios que han renunciado a una vida pequeño burguesa para cambiar el país. Yo misma vengo de ese proceso», afirma Ka Yumi, una joven de gafas, «aún en proceso de adaptación a este frente de guerra». Una guerra que entre insurgentes, soldados y civiles ya ha costado 40.000 vidas.
El legado del imperialismo español está bien presente, no solo en algunos edificios y topónimos, sino en la propia guerrilla que en días de fiesta hace “cocido con chorizo”, dicho tal y como suena en la lengua de Cervantes, o celebrando la boda entre los camaradas con nombres castellanos como José y Andrés, pues el NPA acepta y celebra matrimonios civiles entre combatientes del mismo sexo. Es algo que lleva haciendo desde 2005, años antes de que la mayoría de países europeos aprobaran este tipo de derechos para el colectivo LGTB. Una mirada progresista del mundo que en las filas del Ejército que los combate fue vista como «inmoral y cuestionable».
Así las cosas, mientras otros países de la región, como China o Vietnam, hacen tímidos progresos en relación a la pobreza entendida como falta de acceso a la salud, nutrición y vivienda, Filipinas no termina de sacudirse una desigualdad que empuja a sus ciudadanos a ser mano de obra barata en otros rincones de Asia como Hong Kong o Emiratos Árabes, donde se han reportado casos de semiesclavitud. En las ciudades más pobladas del archipiélago, como Cebú o Manila, son innumerables los menores que sobreviven solos en la calle, desnutridos y a merced de todo tipo de abusos. Tierra adentro y lejos de las urbes, la situación no es mejor. En las aldeas de campesinos que a lo largo de la elaboración de este reportaje frecuentó el NPA, se vieron aldeas alumbradas a la luz del fuego y niños con heridas por sanar.
De vuelta en el campamento, los muchachos del NPA viven en unas condiciones no menos difíciles que las del campesinado. Buena prueba de ello es la visión del camarada Lito bajo una lluvia implacable, comiendo arroz blanco servido en una cascara de coco, que es lo que usa como platos la guerrilla. En el Frente Apolonio Mendoza, el arroz es la base del desayuno, comida y cena. Este se sirve junto a un exiguo trozo de piel de cerdo, y en ocasiones especiales, con unas sardinas en lata o un trozo de lagarto a la brasa. Además de la comida, aquí el mundo de los objetos también brilla por su ausencia. Un pequeño pedazo de cristal viene a ser un espejo; un peine se comparte cada mañana, y toda bala es un objeto codiciado que se cuenta en poco más de un puñado por cada militante armado. Aunque unos viejos M16 de fabricación estadounidense son los fusiles más populares, también se ven reliquias con más de 60 años de batalla a cuestas. Tal es el caso del M14 que se usó en la guerra de Corea y hoy tiene en las manos un combatiente con rostro de niño.
Las pocas granadas que atesoran estas unidades sirven o bien para esconder trampas en el camino, o bien para persuadir al enemigo en caso de encontronazo. Sin embargo, y aún con carencias, el buen humor es el espíritu que aparentemente predomina en el campamento. Desde que se inicia el día con la gimnasia colectiva al ritmo del, “un, dos, tres, un, dos, tres, derecho, otra, derecho…”, dicho así, en castellano, hasta el pequeño “desayuno”, las bromas y risas forman parte del despertar cotidiano. Luego, tras tomarse un respiro, la tropa, que no está comprometida con ninguna responsabilidad concreta, se reúne para programar las actividades del día. Asimismo, el trabajo de alfabetización y formación de cuadros políticos también es diario, tanto para los militantes como para aquellos civiles de confianza que se encuentren en el área. En fechas como las presentes, las clases coinciden con el aprendizaje de canciones y consignas que serán entonadas en las celebraciones de su próximo aniversario. Con gran ahínco y determinación, los muchachos se vuelcan con temas como la Internacional, el himno del NPA y otras canciones que relatan los sacrificios de la vida revolucionaria.
Reunión en el aula. Escribiendo con un rotulador sobre una bolsa de basura verde, el siempre animado camarada Lito instruye a una unidad de muchachos imberbes y algún que otro varón maduro. La tropa parece pasarlo en grande. «Aquí, salir de la rutina siempre nos gusta», afirma Lito, que dice haber sobrevivido a una infancia de penurias en Makati. Mientras tanto, la dirección política se reúne en ese cuadrilátero de bambú y toldo al que llaman “aula”. Hoy hablan de los campesinos y de los problemas a los que se enfrentan con los grandes hacendados por la tenencia de vacas. No lejos de aquí, hay una empresa que cede las vacas a los campesinos para que estos las críen y engorden. Sin embargo, los pequeños granjeros están notablemente insatisfechos. Por lo que cuentan, la empresa les paga mucho menos de lo acordado. Sin sindicatos ni cooperativas eficaces, el campesino con sobrecarga familiar se encuentra a expensas de lo que decida el empresario. Alertada la guerrilla, «se esperan consecuencias», afirma Ka Cleo sin dar más explicaciones.
Filipinas, hoy una república y, según hallazgos científicos, territorio habitado desde hace 67.000 años, mantiene esta denominación desde el siglo XVI, cuando los colonizadores peninsulares la impusieron como homenaje a la hispanidad y Felipe II. Hoy el presidente Rodrigo Duterte, un abogado que ha puesto precio a las cabezas de los guerrilleros muertos, quiere cambiar el nombre del país, recuperando una propuesta de un senador que en los setenta propuso Maharlika, un término no menos polémico dado que los historiadores no se ponen de acuerdo sobre su significado real. Para Ka Wino, uno de los más veteranos combatientes del Frente Apolonio Mendoza, «el nombre de Filipinas nos recuerda cada día que el hecho colonial aún no se puede decir que sea pasado, pues tenemos multinacionales saqueando como de costumbre y fuerzas de Estados Unidos en nuestro archipiélago... De todos modos y aún siendo un viejo debate, lo importante no son tanto los nombres, sino las políticas. Decir que se deja de ser una colonia por el simple hecho de cambiar el nombre es querer ganarse a las masas con propaganda barata». Duterte, quien nada más llegar al poder detuvo las últimas negociaciones de paz auspiciadas por Noruega, ha declarado la “guerra total” al NPA, asegurando que terminará con la guerrilla para el 2022, año en el que termina su mandato. Esta previsión suena optimista, dado que la guerrilla sigue operando en todos sus frentes y causando bajas en las filas del Estado.