MAY. 17 2020 PSICOLOGÍA Les completamos IGOR FERNÁNDEZ Una de estas respuestas geniales, que a veces tienen los niños, me dejó un rato pensando (y sonriendo) el otro día. Un niño de seis años le cuenta sorprendido a su aita al recogerle en la ikastola que su amiguito Eneko es negro. El padre, sorprendido, le pregunta «¿Y?», a lo que el niño responde «¡Es que no lo sabía!». Esto me hacía pensar en cómo las personas construimos discursos sobre nosotros mismos, nosotras mismas, apoyados en las percepciones, etiquetas, juicios y análisis de las personas a las que admiramos o queremos, o, en situaciones más extremas, las que tenemos alrededor interactuando con nosotros. Gracias a los estímulos que nos vienen de fuera, podemos vivir, los necesitamos y vamos en su búsqueda. Necesitamos eso que está fuera de nosotros para nutrirnos, para explorarnos y ponernos a prueba, pero también para evaluarnos, y refutar nuestras sensaciones y pensamientos o confirmarlos. Y es que, a lo largo de la vida, son muchas las ocasiones en las que nuestro propio juicio no basta para completar una idea del mundo exterior, o tener siquiera un retrato de nosotros mismos. En el caso del chaval que traía al inicio de estas líneas, el adjetivo descriptivo que otorgó la profesora a Eneko no habría sido el que usaría él para describirse a sí mismo o su amigo. Ambos habrían tirado por otras características, actividades o gustos para comunicar una característica que les importará del otro. Probablemente, el impacto que le causó a este niño pensar en poner esa característica primero para describir a su amigo radique en que la profesora es una referencia y, como con el resto de cosas que dice, hay que pararse y plantearse si lo que está diciendo es así, ¡incluso en contra de las percepciones propias! Las imágenes que tienen nuestros niños y adolescentes dependen mucho –a veces más de lo que pensamos y ellos nos hacen creer– de lo que nosotros les transmitamos sobre sí mismos. Nuestras palabras tienen un peso en aquellos momentos de la vida en que la persona que las oye está especialmente “blandita”, y el tono o la repetición de las mismas llevan consigo un mensaje más allá de las palabras. Y es cierto que, al oírlas, el interlocutor tiene cierto margen de maniobra para admitirlas o no –siempre y cuando quien las dice no sea la única fuente de información a ese respecto–. Por ejemplo, puede que una palabra aparentemente banal como “¡Quita!”, depende del número de veces que se repita y el tono, puede dejar una sensación de ser un estorbo, por lo menos para esa persona. Si esta sensación coincide en el tiempo con otras afirmaciones o acciones similares, tratándose de un niño, como que nunca le escojan en el recreo para jugar a balonmano, la tristeza en reacción al “¡quita!” repetido de mamá y su tono de molestia, se aviva cuando “nunca” le eligen. Esas dos fuentes de autodefinición, por decirlo así, esos dos lugares en los que un niño y un adolescente aprende y descubre quién es, emiten mensajes parecidos, por razones y con intenciones distintas, pero que el niño condensa en su mente en una idea que le define: «soy un estorbo, soy prescindible». A no ser que otras personas con igual rango, por decirlo así, le manden otros mensajes (y los mensajes más potentes a este respecto son los actos), que les demuestren, por ejemplo, que les gusta estar en su compañía, que aprecian su opinión o que les preguntan por «esa cara» al salir de la escuela. Por esta razón es tan importante transmitirles mensajes de confianza y afecto pase lo que pase, y priorizar esto a cualquier resultado académico o dificultad. En esas edades, el descubrimiento y construcción de la identidad es un paso inevitable, de modo que, si prestamos mucha atención a las formas condicionales pero no al fondo incondicional, pueden colocarse etiquetas sobre sí de las que nunca oiremos hablar pero que condicionarán su camino.