JUL. 12 2020 PSICOLOGÍA Momento de recuperar relaciones IGOR FERNÁNDEZ Todos estamos bastante saturados a estas alturas de lidiar con situaciones desafiantes que nos ha traído la situación del coronavirus. Llegamos a la fase de lo que llaman nueva normalidad con sensaciones muy distintas, pero con la vivencia de tener que reconstruir algo, rehacer lo deshecho, reactivar lo que se ha parado y adaptarnos a un escenario post-impacto. Un impacto que ha sido profundo en lo macro pero con efectos palpables en lo micro, en la cercanía entre personas, en la propia manera de pensar sobre el mundo, los demás y uno mismo, una misma. Se habla por todas partes de recuperación, principalmente en términos económicos –como si este indicador definiera la vida toda, los objetivos a tener como sociedad o como individuos–, pero al caminar por las calles, al coger el transporte, al pensar en volver a trabajar presencialmente o al hacerlo de facto, al reunirnos, al salir de bares, se nos hace evidente que hay algo más primario que recuperar: las relaciones. Si ha habido algo que nos ha traído este tiempo ha sido el temor al encuentro con el virus, residente en las personas. Hemos tomado medidas de aislamiento físico que nos han protegido presumiblemente, pero que han afectado a nuestra necesidad del otro, del desconocido, para el desarrollo de la vida en general. A nadie le habrá pasado desapercibido el efecto que tiene el uso de mascarillas en la comunicación cotidiana, y en este regreso a la vida sin recortes oficiales de nuestra movilidad, nos quedamos con los oficiosos, de los cuales nosotros y solo nosotros seremos responsables en adelante. De algún modo necesitaremos recuperar nuestra curiosidad por el otro que desconocemos, ese otro con quien tendremos que establecer tratos comerciales en estos momentos difíciles para él o ella y para mí, pero también ese otro al que necesitaremos seguir pidiendo ayuda si algo inesperado nos pasa, ese otro a quien querremos conocer si queremos tener pareja, ese otro con quien compartir el espacio social de los rituales culturales, de las propuestas ciudadanas, ese otro, cuya colaboración nos es indispensable. Algo que habremos podido percibir es que mucha gente ha confiado a las tecnologías su vida social, usándolas como medio para contactar con los propios, pero también para limitar el acceso a los extraños (mientras miro mi móvil durante todo el trayecto de autobús, no reparo en ese niño de dos años sentado en un carrito que me mira curioso, o a esa mujer mayor que necesita que le ceda el asiento). Lo hacemos apoyados en una supuesta libertad y aparente necesidad de estar conectados, entretenidos, “a nuestros asuntos”. Sin embargo, lo que corre el riesgo de establecerse en esta crisis, como en otras similares a lo largo de la historia, es la ilusión de la ausencia de “necesidad de ti”. Que yo pueda disponer de todo lo material a un clic en un dispositivo individual que dice saber todo lo que necesito, que yo piense en vosotros como “la gente”, como una masa que cumple o no las normas, que yo decida limitar mi uso del espacio físico público por una seguridad ficticia, y que todo eso lo acepte entregado a un dictado externo a la experiencia directa, genera en mí tendencia, desapropiándome de mi capacidad humana natural de conectarme y organizarme para afrontar un reto conjunto. Hoy más que nunca, mirar a los ojos por encima de la mascarilla, saludar con alegría del encuentro (si no nos ven, que nos oigan), dar las gracias; hacerse presentes en definitiva y reconocer la presencia del otro (máxime si ese otro es desconocido) es imprescindible para recuperarnos como grupo y volver a notar nuestro poder, el nuestro, no el que nos dicen unos y otros que tenemos o no. Sin relaciones de piel (sea tocando o sin tocar), sin incluirme en tu mundo y yo a ti en el mío, la soledad y la vulnerabilidad se abren paso para ti y para mí como una mancha de aceite, lo que nos deja a merced.