AUG. 23 2020 vestigios de Un modo de vida Trashumancia, a paso de vaca en el Pirineo Oriental Cada año desde hace doce, con la llegada del verano, alrededor de 300 vacas del Mas La Moira, en el pueblo de Llanars (comarca del Ripollès), emprenden el camino que los llevará desde las llanuras del Alt Empordà hasta la alta montaña ripollesa, en el Pirineo Oriental. Les acompañamos durante cinco días y casi cien kilómetros en busca de mejores pastos. Oriol Clavera Son las seis de la mañana de un jueves de principios de junio. Los faros de unas rancheras y la tenue luz de un cobertizo iluminan una escena en la que bailan, también, las haces de algunos frontales. Se respira cierta excitación en el ambiente. Aquellos nervios de cuando algo está a punto de empezar. Da la sensación de estar en medio de la nada. Habiendo llegado de negra noche es como si a uno le hubieran dejado en un punto desconocido del mapa. Lo único que sé es que estamos en los alrededores de Avinyonet de Puigventós, a cinco kilómetros de la ciudad de Figueres, y que la previsión del tiempo, reafirmada por un cielo más que encapotado, es contundente: lluvia, lluvia y más lluvia. “En marxa!” susurra Joan, como si no quisiera espantar los pájaros que empiezan a despertar con el alba, pero con autoridad. Y el grupo de una docena de hombres y una mujer se pone en camino. Subimos a las rancheras y en unos pocos minutos nos plantamos en la dehesa donde se despereza el ganado. La escasez de pasto en la finca donde han pasado el invierno y la promesa de las temperaturas frescas de la alta y frondosa montaña, hacen fácil movilizar las, este año, 184 vacas de raza bruna del Pirineu, con 80 terneros (otros 80 vendidos dos semanas antes, ya subieron en camión) y un único buey. Como si fuera la salida del cole de un viernes, los animales salen en desbandada infantil y a los pocos metros son desviados por los vaqueros (que no pastores, que son los que cuidan de las ovejas) campo a través entre matorrales, remontando lo que parece un pequeño barranco. En seguida, pasados quince minutos llegamos a una estrecha carretera que asciende serpenteante mientras se aleja de la llanura empordanesa. Y los animales se distribuyen, cada uno a su paso, durante un trayecto corto por el asfalto hasta que lo volvemos a dejar para desviarnos por senderos y caminos que discurren entre un mosaico de campos de olivos, matorrales y de un cereal ya a punto para la cosecha a estas alturas del calendario. En ese momento empieza a llover y ya no nos libraremos del agua hasta el final de la jornada menos, casi como si fuera por contrato, el rato que paramos a comer apostados al lado de una carretera casi intransitada, pasados casi dos kilómetros del pueblo de Sant Llorenç de la Muga. El paraguas, pues, se hace compañero imprescindible del trashumante. En la otra mano, un largo bastón de avellano es a la par apoyo y ayuda para arriar a los animales. La primera jornada la andamos en un 90% por carretera, escoltados por una patrulla de tráfico de los Mossos que nos acompañarán hasta el final de etapa. Por el camino, los pocos coches que transitan por aquí se ven sorprendidos por la procesión. Las trashumancias, antaño normales, son ahora rareza y espectáculo. La Moixa. Joan y Carles Fontdecaba Torrent son los dos hermanos de Llanars (el Ripollès) que, junto a Teresa, su madre, decidieron hace doce años emprender esta aventura. Su padre, Pere, siempre había dicho que la quería hacer desde que en el año 2000 compraran una finca en el Alt Empordà para que el ganado pasara los inviernos. Pero una muerte aún joven, a los 57 años de edad, le impidió realizar su sueño. Fueron pues, Joan, Carles y Teresa quienes recuperaron la cañada con la ayuda de un antiguo trashumante que les enseñó el camino. Desde entonces nunca han dejado de hacerlo. «Es muy duro y si un año, por lo que sea, dejáramos de hacerla, sé que no la volveríamos a hacer. Así que cada año nos liamos», comenta Carles mientras encabeza la manada y va poniendo hilo para evitar que las vacas se salgan de la pista forestal (carretera, le llaman ellos) atraídas por la hierba de los márgenes y el sotobosque. Ya estamos en la segunda etapa. Después de haber pasado la noche en el local ofrecido por la Societat de Caçadors d'Albanyà, no volveremos a ver asfalto hasta el último día. Ahora todo son pistas, senderos y descensos bosque a través cruzando la Alta Garrotxa, la subcomarca que no abandonaremos hasta que, llegados al Coll de les Falgueres (de los helechos, en català) nos adentramos en el Vallespir, ya en la Catalunya Nord. Durante el camino hay pasos lentos y peligrosos para las vacas como Les Escaletes (las escaleritas), en esta etapa, o el Mal Pas (el mal paso), en la cuarta, «donde el año pasado nos cayó una vaca. No murió al momento, pero sí al cabo de unos días», recuerda Joan. «En estos pasos, sobretodo, no nos podemos parar. Si las vacas dan la vuelta l'hem parit (la hemos fastidiado)», remata. El hilo que va poniendo Carles mientras abre camino lo quita Josep Miquel, médico jubilado de Barcelona que los acompaña por segundo año desde que lo invitó a unirse a la aventura Josep, amigo de los hermanos Fontdecaba. Cada año son unos cuantos quienes les acompañan para echar una mano. Con tantas vacas es importante el apoyo de varias personas a lo largo de la manada para que no se desperdiguen. Aunque hay momentos en que es inevitable. Las vacas son muchas, y tozudas, y basta que una se desvíe para que el resto la sigan. Para esto están Albert, tímido joven del pequeño pueblo de Tregurà (el Ripollès) que a sus 17 años tiene muy claro que se quiere dedicar a esto; Robert y Ricard, ambos de Llagostera (el Gironès); y el más veterano de todos, Josep de Vila, que a sus 75 años acumula a sus espaldas decenas de trashumancias de ovejas desde los 14. «Estábamos ocho días desde Serrat a Pals, con todo encima, pasábamos con vino, pan y queso», repite a lo largo de los días, con su inseparable cigarro, este senyor originario de Rocabruna (Alta Garrotxa). Y Teresa, la serenidad de la cual nos acompaña unos tramos a pie y otros en la ranchera con toda la logística. «Solo con ellos», asegura Carles, «sería suficiente». Y con Tarzan y Mustella, sus fieles perros que no se ahorran los gritos cuando se exceden en su celo de controlar el paso de las vacas. El diluvio. Después de acampar a los pies de La Comella, antiguo mas (caserío) ahora en ruinas, emprendemos la tercera etapa, la más corta de todas, de unos diez kilómetros. A mediodía pastarán en los alrededores del Moretó, otro vestigio de cuando estos montes eran habitados, y donde podremos descansar hasta la mañana. Antes del anochecer, el tintineo de los cencerros que nos viene acompañando como banda sonora día y noche desde el primer momento enmudece bajo los truenos. La tierra no puede absorber todo el agua que cae. El cielo se nos viene encima. Dormir al raso bajo el paraguas abierto, como acostumbran a hacer, es imposible esta noche. El agua lo encharca todo, y también ha filtrado en las pocas tiendas de campaña que llevamos. Los únicos que esta noche no se mojarán son quienes duerman en el jeep. A las cuatro y media de la madrugada nos ponemos en pie dispuestos a reagrupar la vacada para emprender la marcha de nuevo. La jornada de hoy será larga y dura. Por suerte recogemos el campamento sin que llueva, aunque no tardaremos en mojarnos otra vez. Al poco rato de empezar a andar, sin apenas desayunar (estos vaqueros estan hechos de otra madera), nos empapamos para cruzar el río, crecido después del diluvio. Las botas de agua que calzan ellos adquieren su pleno sentido en momentos como estos, aunque tan solo con la humedad de la hierba y el barro de los caminos su uso se hace imprescindible. El cuarto día es el más duro de todos, tal como lo vienen repitiendo desde el primer día, pero sin duda también es el más bonito. Por culpa de un propietario que «està sonat, ni la Gendarmeria francesa ja no vol pujar-hi» instalado en el sinsentido de impedirles el paso por su propiedad (saltándose el derecho a paso de las vías pecuarias), se ven obligados, después de dos horas de exigente subida, a descender al valle hacia el pueblo de La Menera, en el Vallespir, para volver a remontar por el GR-83 dirección sur hasta Coll de Malrem (1.131m) donde el hito fronterizo 521, envuelto por una espesa niebla, marca la vuelta a la Alta Garrotxa. Cuatro horas de camino extra que, aunque lo maldigan, nos regala un paisaje de hayedos que parecen de cuento. La llegada. Cada día, en algún punto del recorrido, se hace recuento de cabezas. Perder ejemplares supone un contratiempo importante que añade cansancio a la ya de por si agotadora caminata. La cuestión, al fin y al cabo, es que al llegar a destino no falte ninguna vaca. Después de pasar la última noche en el pueblo de Rocabruna, el rebaño cruza el pueblo de Camprodón bajo la sorpresa (aunque esperada cada año) de sus habitantes y con la brigada municipal como coche escoba, en el sentido más literal de los términos. La lluvia no podia faltar y bajo una cortina de agua, una vez en Llanars, separan el rebaño en dos mitades que pasarán el verano en dos montañas distintas, la de Feitús i la del Catllar. Mientras, los caminos que recorren las llanuras del Alt Empordà, los montes de la Alta Garrotxa y los hayedos del Vallespir tendrán que esperar un año para que resuene la música de los cencerros y los gritos “vingaaa amuunt!!”, “vaaa, tiiiues, tiues, tiueees!”, “aaaauu passaaa!!” genuinos de cada vaquero, vestigio de un modo de vida que se nos pierde por los senderos de la historia de los pueblos de montaña.