Alberto Pradilla, fotografía: Fred Ramos
Historias de dolor y Horror

Las víctimas de la guerra del narco en Guanajuato

Rosa Alba Santoyo Soria lleva en shock desde el 1 de julio. Aquel día, hombres armados irrumpieron en el centro de rehabilitación Recuperando mi vida de Irapuato, estado de Guanajuato, y ejecutaron a 28 personas. Entre ellos se encontraban tres de sus hijos: Omar Regalado Santoyo, de 39 años; Hugo Cristian, que el 22 de julio hubiese cumplido 31 años y Giovanni, de 27. «No entiendo nada. El lugar estaba bien. Mis hijos estaban bien. Ahora ya se han ido a dormir y nos quedamos nosotros», dice la mujer, de 55 años y con gesto ausente.

Sentada en la silla de una cocina humilde, con las paredes de cemento sin pintar y un altar con las imágenes de sus tres hijos asesinados e iluminadas por varias velas, Santoyo habla de lo ocurrido sin terminar de creérselo. No llora. No levanta la voz. Solo sufre. Ya no irá todos los viernes a comer unos bocadillos con ellos. Tampoco esperará a que el internamiento en el anexo –como se conoce a estos centros en los que personas con problemas de adicción pasan meses para rehabilitarse– los aleje de las drogas. Ahora están muertos. «Dormidos», dice ella, como queriendo suavizar lo irremediable. «El anexo estaba bien. Yo no entiendo nada», repite.

En la fotografía del fondo, de izquierda a derecha, en un altar aparecen los hermanos Regalado Santoyo: Hugo Cristian (30 años), Giovanni (27) y Omar (39), que fueron tres de las 28 personas que murieron en la masacre del 1 de julio en un centro de rehabilitación de Irapuato.

 

Omar, Cristian y Giovanni eran tres albañiles que durante años estuvieron enganchados a la metanfetamina. Pero ahora querían cambiar. El primero llevaba un mes en el centro de rehabilitación, el segundo había vuelto a ser internado apenas una semana antes del atentado después de tener una recaída, mientras que al tercero la desgracia lo atrapó por casualidad: llevaba cinco meses limpio y solo había ido para llevar una Coca Cola a sus hermanos.

Allí estaban los tres cuando un comando con armas largas irrumpió preguntando por alguien relacionado con el local. El anexo es una casa algo destartalada situada en el extrarradio de Irapuato y protegida por una verja. En el piso de arriba, un gran salón con colchonetas. En el de abajo, la zona de atención a mujeres. Como nadie ubicó al tipo al que estaban buscando, pusieron a todos boca abajo y les dispararon uno a uno. Solo permitieron escapar a las mujeres. Cuando terminaron, dejaron ahí los cuerpos, amontonados, en medio de un suelo ensangrentado. Tres días después, tres personas fueron detenidas como presuntos responsables.

La masacre es la última atrocidad de una guerra que golpea México desde hace tres lustros y que ha dejado casi 300.000 muertos. El pasado año, el primero con Andrés Manuel López Obrador en la presidencia, 35.588 personas fueron asesinadas en México, lo que equivaldría a llenar dos veces el estadio El Sadar de Iruñea con cadáveres. El estado de Guanajuato, situado en el centro del país, 300 kilómetros al noreste de la Ciudad de México, es el más violento: el 15% de los asesinatos del país se registran aquí.

Rosa Alva Santoyo que no se explica la muerte de sus tres hijos.

 

Pandemia de violencia. Desde enero de 2019, cuando López Obrador llegó al gobierno, 4.422 personas fueron asesinadas en Guanajuato, lo que supone una tasa de 75 homicidios por cada 100.000 habitantes. Estas cifras casi duplican la media del país, que está en 39 muertes violentas por cada 100.000 habitantes. La Organización Mundial de la Salud (OMS) dice que una tasa de 10 asesinatos por cada 100.000 es considerada pandemia de violencia. Así que México está enfermo, Guanajuato es uno de sus órganos más afectados y los homicidios son su síntoma más terrible.

Aquí, en municipios como Irapuato, Celaya o León, la guerra es entre dos estructuras criminales, pero afecta a toda la sociedad. Por un lado, el cartel Santa Rosa de Lima, una organización local que tradicionalmente se dedicó al huachicol o robo de combustible y que está liderada por José Antonio Yepes Ortiz, “El Marro”. Por otro, el Cartel Jalisco Nueva Generación, que en 2010 se separó del Cartel de Sinaloa y que está encabezado por Nemesio Oseguera Cervantes, “El Mencho”, el hombre más buscado por la DEA norteamericana, que ofrece 10 millones de dólares por su cabeza. Durante años, los primeros se hicieron fuertes vendiendo gasolina de contrabando. Sin embargo, acabar con esta práctica fue uno de los principales objetivos de López Obrador al llegar a la presidencia. Así que les cortó el grifo y el cartel de Santa Rosa tuvo que diversificar sus negocios ilegales: tráfico de drogas y extorsión a los negocios, principalmente. Al mismo tiempo, su plaza, históricamente protegida debido al arraigo de sus integrantes en la región, se vio comprometida por la expansión de Jalisco. Estos tienen una estrategia “atrapalotodo”: irrumpen en los territorios de sus enemigos y les declaran la guerra hasta que se hacen con todo negocio irregular que puedan controlar. Actualmente es considerado como el cartel con mayor capacidad de expansión. Sus sicarios intentaron matar al jefe de la policía de la Ciudad de México, Omar García Harfuch, en un espectacular atentado a finales de junio. Un video grabado apenas 15 días después mostró a decenas de sus integrantes exhibiendo armas de guerra, vehículos blindados y presentándose como “la gente del señor Mencho”.

Ese es el Guanajuato en el que murieron Omar, Cristian, Giovanni y el resto de sus compañeros: el escenario de una guerra sin trincheras que se cobra al menos diez vidas al día. Un lugar de origen agrícola, que en los años 90 del siglo pasado despegó económicamente gracias a industrias como la automotriz y que tiene destinos turísticos de encanto colonial como la capital del estado, del mismo nombre, o San Miguel de Allende. A pesar de ello, cuatro de cada diez de sus habitantes son pobres, según datos del Coneval (Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social). Este es un lugar extraño de guerra. No hay trincheras, aunque sí que se observa al Ejército y a la Guardia Nacional patrullar frecuentemente. Los edificios con marcas de bala son escasos. Sin embargo, las historias de brutalidad son continuas: ejecuciones, secuestros, reclutamiento forzoso, desapariciones y enfrentamientos. No hay día en el que no aparezca un cuerpo en algún punto del estado, o alguien sea tiroteado, o tipos armados se lleven a una persona de una casa y no se la vuelva a ver jamás.

Miembros de la familia de Yatziri Cardona y en medio su madre María del Rosario Zavala ve como la policía está más preocupada de hacer registros en su casa que de saber qué ocurrió con el chaval.   

 

Todo este horror tiene un origen. En 2006, el entonces presidente, Felipe Calderón, anunció la denominada “guerra al narcotráfico” con el beneplácito de Estados Unidos y prometió que sacaría a los militares a las calles a pelear con los cárteles de la droga. Quien entonces era su secretario de Seguridad, Omar García Luna, está actualmente encarcelado en Estados Unidos bajo la acusación de mantener una alianza con Joaquín “el Chapo” Guzmán, entonces todopoderoso líder del Cartel de Sinaloa. García Luna fue quien diseñó la estrategia que desató la violencia: descabezó algunas de las estructuras y provocó que los grupos criminales se multiplicasen. Así, pasaron de seis grandes organizaciones (Cartel de Sinaloa, Cartel de Tijuana o Arellano Félix, Cartel de Juárez, Cartel del Golfo, Familia Michoacana y Cartel de los Beltrán Leyva) a más de 200 y un conflicto total. Narcos contra narcos. Narcos contra el Estado. Policías y militares contra todo el mundo y miles de civiles muertos en un conflicto por las plazas de venta y trasiego de droga y que ha terminado derivando en un enfrentamiento por el control de cualquier negocio ilegal.

«No entiendo. Pagaba 350 pesos semanales (algo más de 13 euros) por cada uno de mis hijos. De despensa les ayudaba con cloro y productos de limpieza», explica Rosa Alba Santoyo desde su casita humilde, ubicada en el extrarradio de Irapuato, muy cerca de donde los mataron. Reconoce que tenía la sospecha de que algo pudiera pasarles. Una semana antes de la masacre, un primo de su esposo también fue asesinado en otro anexo del municipio. Y poco antes ella misma imploró a Don Erasmo, el responsable del centro de rehabilitación, que cuidase de Omar, Christian y Giovanni. «Es como si yo hubiera presentido algo. Pero ellos no me decían nada. Yo les preguntaba y me decían: todo bien jefa», explica.

Solo en el último año, 13 centros han sido atacados por grupos criminales, según Nicolás Pérez Ponce, presidente de la asociación estatal de anexos.

Muchos de los centros de rehabilitación, llamados anexos, son ilegales. La religión está presente en el  Sagrada Familia.

 

Centros de rehabilitación ilegales. Los anexos son centros de rehabilitación en los que los jóvenes se encierran durante al menos tres meses y siguen un programa similar al de Alcohólicos Anónimos. Al frente se encuentran los padrinos, tipos que abusaron del alcohol y de las drogas y que, tras una conversión, se convierten en consejeros de otros que siguen sus pasos. El problema es que algunos de estos centros son cooptados por el narco. Como Recuperando mi vida, hay más de 200 locales ilegales solo en Irapuato. No tienen licencia, solo llega un hombre, coloca algunos colchones y dice que ahí se pueden recuperar los adictos. Para cuando las autoridades quieren establecer un control ellos ya se han movido a otro lugar. Mientras tanto, se escuchan historias espeluznantes sobre algunos de sus tratamientos: golpes, palizas, humillaciones y una cercanía peligrosa con aquellos que venden la droga.

El gobierno estatal, en manos del derechista Partido de Acción Nacional (PAN), asegura que estos centros son lugares de reclutamiento de los carteles. Que están en el punto de mira porque algunos de sus integrantes los utilizan como refugio para vender drogas. Y aquí, en el Guanajuato de la violencia desatada, si vendes droga para el CJNG te conviertes irremediablemente en objetivo para el Cartel Santa Rosa de Lima y viceversa. El propio Nicolás Pérez Ponce reconoce que habían alertado a las autoridades de que la violencia podía desatarse. «Dijimos que esto iba a empeorar. Que necesitábamos trabajar en conjunto. Empezamos a ver que había personas que estos lugares los utilizaban para esconderse y a nosotros nos iba a afectar, pero no nos hicieron caso», se queja.

Internas e internos del Roca Fuerte, cuya imagen también abre este reportaje.

 

Al final, en estos locales se refugia gente humilde que no puede pagarse los 35.000 pesos (algo más de 1.350 euros) que costaría una rehabilitación en uno de los escasos centros homologados. Es la pobreza la que los convierte en carne de cañón, para morir o para matar. Esta es una guerra en la que el territorio tiene precio y en la que la adscripción a los ejércitos es tan frágil como el exiguo salario de un sicario. Quién mató a los tres hermanos termina siendo lo de menos. En un primer momento, los medios apuntaron al CJNG. Posteriormente, los investigadores señalaron hacia Santa Rosa de Lima. El propio Marro hizo un video deslindándose, pero los sobrevivientes aseguran que fue él quien dio la orden. A Rosa Alva Santoyo ya le da igual. «Ya se fueron a dormir. Ahora nos falta a nosotros porque ellos ya se fueron», dice.

«La inseguridad es culpa del gobierno. Ellos mismos lo han permitido», dice Verónica Durán Lara que tiene 57 años y acumula mucho sufrimiento. Hace algo más de tres años, su hijo Daniel Alfonso Silva Durán, de 26, fue encontrado muerto con un balazo en la frente y amarrado de pies y manos. Había ido con un amigo a cobrar una deuda cuando los asesinaron a los dos. El 24 de noviembre de 2019 desapareció otro de sus hijos, Arturo Iván. Salió de casa de Irapuato a por unos tacos y no regresó jamás. Camionetas con hombres armados se lo llevaron a él y a sus amigos. Hubo un joven que regresó, pero nunca le dio ninguna pista. «Le supliqué que me dijera, pero me dice que nada y que nada y que nada. Que no sabe, que estaba vendado, que hicieron recorridos en la ciudad», se queja la madre. En el fondo sabe que no puede hablar. No sería la primera vez que sicarios de algún grupo criminal regresan a por alguien liberado previamente.

«Me quitaron mucha parte de mi vida. No he podido ni poquito sentir felicidad», dice Silva Durán enfundada en una camiseta con el rostro de su hijo Iván. Junto a otros familiares de desaparecidos se ha organizado en el colectivo “Sembrando Comunidad”. Organizan actividades de búsqueda, presionan al gobierno para que ponga a trabajar a las fiscalías y hacen visible un problema que hasta hace poco el estado negaba que existiese.

Hombres armados se llevaron a Yatziri Cardona, de 16 años, –junto a estas líneas– en la madrugada del 23 de diciembre de 2019, de su casa en la ciudad de León.

 

Historias tremendas, datos incompletos. El informe sobre Búsqueda, Identificación y Versión Pública del Registro de Personas Desaparecidas de la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB) señaló a principios de mayo que 73.201 personas están desaparecidas desde 1964. Sin embargo, apenas un millar y medio de ellas son buscadas desde antes de 2006. Esta es otra de las caras de la guerra que inició Calderón: los hombres y mujeres que un día faltaron a sus casas y nunca más se supo de ellos. El mismo documento refleja que se han hallado más de 3.000 fosas clandestinas con cientos de cuerpos.

El informe está incompleto. Guanajuato, por ejemplo, no ha entregado sus datos. Así que el número de desaparecidos todavía es mayor porque no aparece Arturo Iván, el hijo de Verónica Durán Lara, que sigue sin aparecer. «Esto es más difícil aún que cuando mataron a mi otro hijo. Porque es la angustia de no saber qué hicieron con él. No puedo sentarme a comer un taco. ¿Por qué voy a comer si él no ha comido? Tampoco duermo. ¿Por qué voy a dormir en una cama si a lo mejor duerme en la tierra? Esto es algo bien difícil y nada más le pido a Dios que me de fuerzas para seguir buscando», dice la mujer, arropada por varios integrantes del colectivo.

Karla Martínez busca a su hermano Juan Martínez, quien desapareció el pasado 18 de febrero en Irapuato (Guanajuato). El lema de su mascarilla lo dice todo.

 

Abandonados por las instituciones y sin confianza en los fiscales que deberían investigar, los grupos de familiares se han convertido en el refugio de las madres y padres que buscan. En el caso de Irapuato, Sembrando Comunidad es uno de los principales colectivos. Semanalmente se reúnen en un gran parque abandonado. En uno de los costados hay un campo de fútbol. En el otro, unas casetas en los que han escrito: “os seguimos buscando”, con los nombres de algunos de los que faltan. Durán Lara no es ingenua. Sabe que conforme más tiempo transcurre, menos posibilidades tiene de encontrar con vida a su hijo. «Tengo mucho miedo de que me lo hayan matado. Pido mucho a Dios que me lo entreguen en vida. Pero de igual manera, si me lo mataron que me lo entreguen para darle digna sepultura, saber dónde lo tengo», dice, sin contener las lágrimas.

Desde el inicio de esta guerra, todos los gobiernos de todos los colores han terminado por restar importancia a la carnicería asegurando que son los malandros los que se matan entre ellos. López Obrador es el primero que apuntó a la desigualdad como origen del reclutamiento de los carteles, pero el estigma permanece. Como si los muertos y desaparecidos fuesen culpables de su muerte y desaparición. Como si, además de ser víctimas, tuviesen que ser exonerados en un juicio paralelo. Por ejemplo, Durán Lara insiste en que su hijo no andaba metido en problemas, que con la muerte de su hermano le prometió que no se la jugaría. Por eso, cada día recuerda aquel 24 de noviembre en la que le mandó una foto viendo la televisión. Y se culpa, porque «si yo hubiese estado en el domicilio no habría salido a comprar tacos». «Si yo hubiera estado no le hubiera pasado nada», insiste.

Al contrario que en otros estados, en Guanajuato los familiares de desaparecidos todavía no han comenzado a moverse por su cuenta y buscar ellos mismos en las fosas clandestinas. Con el tiempo, es seguro que ocurrirá. Tienen dos dificultades: la falta de apoyo del gobierno y el riesgo. Al ser un territorio en disputa, nadie les garantiza que no se metan en un terreno en el que no les llamaban y sea su propia vida la que esté en peligro. Sin embargo, la urgencia de la búsqueda pesa más que el miedo y si las instituciones no empiezan a remover la tierra lo harán ellas.

Veronica Salas muestra un tatuaje del rostro de su hijo Francisco Resendiz, quien desapareció el 4 de marzo.

 

Historias como la de Rosa Alba Santoyo o Verónica Durán Lara son dolorosamente comunes en Guanajuato, convertido en capital de la violencia en México. A Yatziri Misael Cardona Zavala lo arrancaron de su casa de León un día después de cumplir los 16. Su madre, María del Rosario Zavala Aguilar, había vendido drogas hacía años y pasó un tiempo en la cárcel. Años después, unos tipos armados se llevaron a su hijo y la policía está más preocupada de hacer registros en su casa que de saber qué ocurrió con el chaval. «Tu hijo está ya disuelto en ácido», le dijo un miembro del ministerio público ante sus reclamos. La versión oficial: que su negativa a regresar al negocio fue castigada con la venganza.

A Alberto Guadalupe Vázquez, de 34 años, lo secuestraron de las puertas de su domicilio de Irapuato en noviembre de 2019. Estaba lavando el coche cuando ocurrió el siniestro ritual de hombres con fusiles y ametralladoras y camionetas que se llevan a la gente. Desde entonces, los policías no hacen más que repetir a su hermano Octavio que no entienden por qué se lo llevaron si, tras investigar a la familia, se dieron cuenta de que estaban limpios. A Juan Antonio Ortega Zúñiga, un vendedor de llantas de Irapuato, alguien lo capturó el 7 de mayo de 2020. Su familia pagó 90.000 pesos de rescate (algo menos de 3.500 euros) pero jamás volvió a casa. Su madre y su hija lo siguen buscando.