SEP. 20 2020 PSICOLOGÍA Preguntar, por si las moscas IGOR FERNÁNDEZ Uno de los efectos secundarios de nuestra capacidad para establecer patrones –la especialidad del cerebro por antonomasia– que después convertir en guías de nuestro comportamiento más complejo, es la velocidad a la que llegamos a conclusiones no necesariamente ajustadas a la realidad. La velocidad a la que establecemos una asociación entre dos hechos y agrupamos esta con otras similares de nuestra historia, nos puede ayudar a adaptarnos mejor, reaccionar a tiempo, anticiparnos, o actuar antes del siguiente hecho, esperar al cuál puede resultarnos caro. Por ejemplo, mejor aprender cuanto antes que un perro que gruñe y echa las orejas atrás no nos va a lamer la mano si se la acercamos, sino a mordernos; de hecho, para apartar la mano en dichas situaciones casi con un ensayo nos basta. De hecho, la rapidez de asociación es uno de los parámetros clásicos para medir la inteligencia. Y tiene sentido si tenemos en cuenta el ejemplo del perro. Y, al mismo tiempo, una de nuestras fortalezas mentales nos deja de nuevo en evidencia cuando se trata de la precisión en lo social. Quizá con una lógica análoga al razonamiento que une la posición de las orejas con el mordisco del can, en las conversaciones ambiguas y en los primeros encuentros e impresiones, buscamos las asociaciones que nos aseguren la integridad, y somos raudos al establecerlas. Y en función de nuestro temor inicial a que dicha amenaza se presente, ese que traemos con nosotros a los primeros encuentros y que nos acompaña hasta aquí fruto de nuestra historia de aprendizaje con otras personas, esas primeras asociaciones corren el riesgo de enquistarse como “ciertas” sin el contraste suficiente. En ese momento, la asociación que lleva a una conclusión “cierta” sobre la otra persona, se traslada a la acción casi sin pensar, aplicándole maneras a la relación provenientes de aquel aprendizaje al que hacíamos referencia (coherente con el temor inicial). Al llegarle esta acción al otro, a veces genera una reacción sin pestañear, puede que también impulsiva, en particular si el otro trae también temor, uno que sigue los mismos pasos descritos hasta ahora, uno que parte y termina en un análisis primitivo, de visión corta, fruto de haber vivido situaciones de “peligro social” en otra ocasiones. Si el escenario es este, está liada: ambos interlocutores se temen, ambos buscan en el otro características atemorizantes que se parezcan a lo vivido con otros en otro momento, si las encuentran, ninguno de los dos puede relativizar y la observación lleva a la interpretación amenazante a la velocidad del rayo; entonces ambos se parapetan y ponen en marcha sus defensas, estimulando a su vez el temor inicial del otro, sin que ninguno pueda detener la escalada. A veces, este proceso no llega a mayores, no culmina en un distanciamiento o una agresión como en el ejemplo del perro, aprendemos a convivir con el miedo, pero tomamos nota de nuestras conclusiones viciadas y seguimos adelante. Años más tarde, en una conversación inopinada algo sucede que despierta de nuevo el temor inicial, desencadenando el torrente aquel de conclusiones, acciones y reacciones en una escalada actual que –ahora sí– nadie sabe de dónde viene, una muy alejada de la escalada inicial en la que lo entendimos todo al revés, y no hubo ocasión de rectificar. Y si bien quizá hoy no sepamos de dónde proviene, ni el porqué de su existencia, ni queramos ahondar en el pasado de nuestros temores, el paso del tiempo, crecer, quizá sí nos dé la oportunidad de contrastar ahora nuestra historia y preguntarnos por ella. Y quizá preguntarnos pase inexorablemente por preguntar... Puede que algo así como “¿qué te daba tanto miedo de mí?”.