Igor Fernández
Psicología

Con aguantar no basta

A medida que pasan las semanas tras el primer aniversario de aquel confinamiento que lo cambió todo, las fuerzas flaquean. Nuestro “fuelle” parece soplar más flojo, nuestros brazos siguen accionándolo pero cada movimiento requiere más energía. Mentalmente notamos los efectos de la fatiga en forma de irritación, un estado de ánimo depresivo, de agitación, aislamiento. Todo ello sin que reparemos particularmente en ello hasta que se encienden los pilotos, al notar que empezamos a fallar, a cometer errores en el trabajo o en las relaciones, cuando nos mostramos más despistados o exigentes que de costumbre, o cuando pedimos a quien tenemos al lado que nos sostenga, y lo haga completamente y sin condiciones.

Y a pesar de todo, vamos tirando, asumiendo que nuestras necesidades de vivir una estabilidad interna, poder predecir lo que va a pasar, tener una sensación de que la vida tiene un sentido y una dirección y divertirnos, son necesidades supeditadas a otros intereses, otros objetivos. Racionalmente podemos comprender o justificar las medidas adoptadas que nos mantienen aislados, pero eso tiene un precio, y no pequeño. El efecto de la falta de contacto nos agota, nos deja desnutridos poco a poco, junto con la falta de libertad y el sentido ausente de cuidado psicológico a través de la comunidad.

Nos cuidamos individualmente como podemos, pero el grupo ha dejado estos meses de ser un ente en el que diluirnos, estabilizarnos, del que recibir estímulos o sentir su protección, un ente que siempre estaba ahí. Simplemente la aniquilación de los eventos comunitarios, el aumento de la paranoia en torno a estar juntos, convirtiendo a aquel con quien queríamos bailar en alguien potencialmente peligroso, va a dejar –y está dejando– una herida de la que antes o después tendremos que hacernos cargo. Con aislarnos y aguantar no parece suficiente para mantener la salud, necesitamos esa sensación de grupo emocional, a pesar de que exista un cuidado sanitario o logístico. Parte del sentido de realizar actividades en grupo radica en notar la pertenencia, y sí, el verbo es notar, no pensar o recordar.

Las sensaciones físicas de la cercanía son tan esenciales como pueden serlo el comer o respirar, llegado el caso. Divertirse no es simplemente un exceso como parece retratarse en momento de crisis; cumple un profundo objetivo de alimentar la pertenencia, de acompañamiento. Atravesar un trauma, en términos psicológicos, conlleva inevitablemente tener alguien en quien apoyarnos, alguien que nos pueda prestar su fuerza, su “salud” para recomponernos primero y crecer después; en eso estriba principalmente la diferencia entre que una experiencia sobrepasante se convierta en traumática a largo plazo.

Hasta ahora, cada cual ha hecho lo que ha podido, pero me pregunto si es suficiente a la luz de los datos sobre salud mental en nuestro territorio. Al pensar en macro, quizá sean nuestras instituciones las que tengan la responsabilidad de cuidar de nosotros, pero también de dejarnos hacer, de organizar quizá lo que nosotros mismos tenemos la capacidad de generar para cuidarnos, y confiar en la enorme potencia que tienen los grupos –como la tienen los individuos– de cuidar de sí mismos. Las artes saben de esto.

No es suficiente con organizar las medidas restrictivas, al menos no en términos psicológicos, emocionales, de salud, del mismo modo que no es suficiente instar a la austeridad en momentos de crisis económica en términos de crecimiento o estímulo. Hemos prestado mucha atención a controlar el virus pero hemos dejado la puerta abierta al miedo. Hemos recortado los encuentros y aletargado con ello también la sensación de pertenencia grupal. Sin ese sentido, y por ende, sin invertir en él en momentos difíciles, consciente, abiertamente, quizá sea imposible cerrar heridas, crecer a partir de esta adversidad, crear nuestra propia resiliencia, nuestra propia salud y estar más unidos para la próxima. No hay salud sin salud mental.