MAY. 09 2021 Algo más que letras Krutwig, el académico subversivo El 15 de mayo se cumplen cien años del nacimiento de uno de los personajes vascos más influyentes del siglo XX, Federico Krutwig Sagredo. Natural de Getxo, de padre alemán y madre de origen italiano, comenzó a colaborar con Euskaltzaindia de muy joven y tuvo que marchar al exilio, precisamente por un discurso en su sede, en 1952. Una década más tarde, su libro “Vasconia” causó sensación. Fue ideólogo de ETA y autor de la ponencia base de su V Asamblea. También fue creador de obras, proyectos y reflexiones singulares, en especial con la fundación de la asociación helénica Jakintza Baitha. Falleció en 1998. Fotografía: Sigfrido Koch Arruti. Fondo familia Koch Elizegi Iñaki Egaña Federico comenzó sus estudios en la escuela francesa y el bachiller, en la alemana. El origen familiar le permitió conocer diversos idiomas en edad temprana. Con 14 años dominaba el euskara. Criado en el ambiente aristocrático de Getxo, realizó estudios mercantiles, de derecho y economía en las universidades de París y Bonn. Con 21 años fue nombrado académico “urgazle” de Euskaltzaindia, y seis años más tarde, “académico de número”. El más joven en la historia de la Academia de la Lengua vasca. Euskaltzaindia fue una excepción durante el franquismo, que sobrevivió de manera discreta gracias a una línea equilibrista. El falangista navarro Juan Miguel Seminario de Rojas, subdirector de “El Correo español” y brazo derecho del gobernador de Bizkaia, Genaro Riestra, fue nombrado miembro de Euskaltzaindia en 1949, lo que acentuó la tolerancia franquista hacia la institución. Krutwig llegó para dinamitar la Academia desde sus cimientos, incluidos los primeros proyectos para la unificación de la lengua escrita, el batua. Krutwig, en su época de estudiante. Fotografía: Fondo Josu Lavin Fue el encargado de leer el discurso de bienvenida al franciscano Luis Villasante. Una disertación espectacular para los tiempos que corrían. Provocativa, como era su personalidad: «Destruir en la escuela la lengua materna es destruir inteligencias, crear disminuidos para la vida y abatir una nación». Cuando su alegato fue traducido al castellano por Seminario de Rojas y entregado al gobernador, la respuesta fue inmediata: procesamiento por propaganda ilegal e insulto a las autoridades. Pero Krutwig ya había huido de los 20 años de cárcel que le pediría el fiscal. El exilio y refugio de Krutwig se prolongó durante 26 años. Marchó a París, donde fue acogido por la diáspora cultural vasca, entre ellos Jon Mirande y Andima Ibiñagabeitia, y luego a Essen (Alemania), donde casó con Johanna Lück, con la que tuvo un hijo que tomó sus dos apellidos: Chandra Alexander Krutwig Sagredo. Seis años más tarde, Federico retornó a Euskal Herria, en 1960, y se asentó en Biarritz, donde la localidad lapurdina conocía el éxodo de una nueva generación surgida en la posguerra. En 1978 en Bergara durante el Congreso de Euskaltzaindia. De izquierda a derecha: Krutwig, Luis Villasante, Piarres Lafitte, J.M. Satrustegi y Koldo Mitxelena. Fotografía: Euskaltzaindia La presencia de Krutwig entre los exiliados vascos, un aristócrata con formación europeísta, parlante de una decena de lenguas, con un físico extravagante para la época y con ideas demoledoras sobre la actividad antifranquista y los modelos de abordarla, creó respuestas intensas. No hubo indiferencia y se granjeó bloques, a favor y en contra. Krutwig puso patas arriba mitos, referencias y santones del nacionalismo vasco y se entrometió en la arena política con propuestas algunas de ellas que rozaban la frivolidad. Paradigma de sus provocaciones fue el primer grupo que creó junto a sus dos principales colaboradores, Paco Mingolarra y Marc Legasse. Lo llamaron KLM, por las iniciales de sus apellidos. Krutwig se revertía en Federico Krytwiski, un filólogo polaco-lituano al que Humboldt había hablado de una misteriosa lengua llamada euskara, que Legasse plasmaría 25 años después en la novela “Las Carabinas de Gastibeltza”. Sobre los exiliados que encontró en Ipar Euskal Herria fue tremendamente crítico. Con los de la guerra, liderados por Joseba Rezola, fue implacable. Los acusó de reunirse únicamente para jugar al mus y desconocer el término resistencia del que tanto alardeaban. Con Juan Ajuriaguerra, presidente del PNV, no le tembló la pluma: «A su alrededor se reúnen una serie de mediocres del color gris más indiferenciado que desde su mediocridad pretendían controlar todo como si la patria vasca fuese un coto privado de ellos». Krutwig con su hijo Chandra. Fotografía: Fondo Josu Lavin Tuvo también desengaños con Iker Gallastegi, con quien quiso preparar un movimiento armado similar al IRA, antes de entrar en ETA. Su amistad con Gallastegi se vio frustrada cuando hubo que pasar a la acción, pero sus coincidencias ideológicas fueron notables. A los primeros liberados de ETA los llamó “ilunpes” (tinieblas) y a su organización, utilizando el acrónimo, Euskal Tenebrosuen Alkartasuna. Se mofó de sus normas de seguridad y percibió que seguían siendo tan religiosos como los militantes del PNV. Marc Legasse, sin duda, le ayudó en estas percepciones. De la primera generación de ETA, en especial de los que provenían de Ekin, no tuvo buen recuerdo, incluso de José Antonio Etxebarrieta. En sus inicios, señaló que el nacimiento de ETA ideológicamente era innecesario, ya que su ideario era idéntico al de ANV. Y, según escribió, su referencia era Eli Gallastegi, Gudari, padre de Iker y uno de los disidentes notables de la estrategia jeltzale pre guerra civil. A instancias de su amigo Mingolarra, ubicado en Lapurdi después de dejar su exilio venezolano, se dedicó a escribir el libro que marcaría su trayectoria vital: “Vasconia, estudio dialéctico de una nacionalidad”. Fue un trabajo icónico, como en tiempos pasados, el “Bizkaia por su independencia” de Sabino Arana o en contemporáneos el “Harri eta Herri” de Gabriel Aresti y “Quosque Tandem” de Jorge Oteiza. Con la salvedad de que Krutwig, utilizando retazos históricos, introducía a Euskal Herria en la modernidad y en la ecuación de los movimientos de liberación anticolonialistas. Krutwig firmó su trabajo con el nombre de Fernando Sarrailh de Ihartza y la edición fue sellada, falsamente, en Buenos Aires, cuando en realidad su impresión se había realizado en Donibane Lohizune. No era algo baldío, ya que cuando se supo la identidad del autor, y bajo presión franquista, el Gobierno francés detuvo y expulsó a Krutwig a Bélgica. Federico no era de ETA y hasta entonces sus críticas hacia la novel organización habían sido frontales. Sin embargo, su expulsión a Bruselas iba a originar que tomase contacto con los nuevos militantes y formase parte de la organización en la que se integraría hasta los prolegómenos de la muerte de Carrero Blanco. El libro aportaba cinco elementos que se convirtieron precisamente en los que más violentamente desencadenaron el debate con el entorno jeltzale y posaron en la que sería estrategia de ETA: anticlericalismo, antiimperialismo, responsabilidad directa del PNV en la desidia nacional, euskara como eje de un proyecto nacional, y la lucha armada no como base de la resistencia, sino como vehículo para la liberación nacional. Y sucedió lo que hemos visto en otras ocasiones. Madrid enfocó el libro como si se tratara de la fuente principal ideológica de ETA. La publicidad gratuita, los artículos en diarios y la difusión en los informes de los servicios policiales de sus pautas conformaron el éxito de un trabajo que hasta entonces había pasado desapercibido. Todavía hace unos meses, en 2020, el histórico ultraderechista Jaime Ignacio del Burgo escribía sobre “Vasconia”: «Federico Krutwig reformula el nacionalismo vasco y lo inserta en el marco de la lucha de clases y de la revolución proletaria. El castellano es el idioma de los burgueses vizcainos y demás opresores del pueblo trabajador vasco. Y la liberación de la opresión es un derecho y un deber del pueblo trabajador vasco. Marxismo y nacionalismo se abrazan. El euskara se convierte así en el elemento esencial de la lucha por la independencia». Retrato de Krutwig en 1997 en los Jardines de Albia, Bilbao. Foto: Euskaltzaindia Aportaciones. La edición original de “Vasconia” contaba con dos partes bien diferenciadas. La primera de ellas era “la parte teórica” y la segunda reflejaba, a través de diversos anexos, algunos aspectos parciales de la historia vasca más reciente. El cuerpo ideológico constaba de siete partes: étnica, oeconómica (sic), dynámica, histórica, política, bellica y dialéctica. Krutwig hizo acopio de distintas aportaciones en boga, desde el anarquista Prouhdon hasta los clásicos marxistas e insurgentes de actualidad como Ho Chi Min, Che Guevara y en especial Mao Zedong, cuya revolución había triunfado recientemente, modificando el repertorio de la izquierda extraparlamentaria europea. Y creó un léxico propio, un tanto extravagante desde la perspectiva actual: hirurkos (comandos) y plastikolaris (expertos en explosivos). Y una liturgia bélica de raigambre carlista: «La guerrilla de asfalto solo puede ser preparación a la de monte. En los lugares inaccesibles de la montaña de Vasconia deberán organizarse reductos y bases de operaciones». Tuvo semejante impacto en los cubículos del Estado franquista que Xabier Arzalluz se sorprendió cuando, en la negociación del Estatuto de Autonomía de 1979, la parte española asistió a las primeras reuniones suponiendo que la correspondiente vasca reivindicaba un territorio desde La Rioja y Cantabria hasta Burdeos, como Krutwig había marcado en su libro. José Manuel Pagoaga, Peixoto, recordaba en una entrevista que en la formación ideológica de los militantes de ETA se les ofrecía la lectura de dos libros: el “Vasconia” de Krutwig y el de “Los condenados de la tierra” de Franz Fanon. La expulsión de Krutwig de Biarritz se materializó en mayo de 1964. Se ubicó en Amberes y luego en Bruselas, donde recibió la propuesta de integrarse en ETA a través de Osane Belaustegogoitia, hija del exilio de una familia de raigambre aristócrata también, refugiada en México. Osane había sido, a su manera, una revolucionaria en su tiempo, olvidada por la historia. Cuando llegó a Bilbo, a comienzos de la década de 1960, hablaba euskara perfectamente, a pesar de haber nacido en México, mientras que el grupo fundador de ETA apenas chapurreaba unas palabras en la lengua vasca. Fue pareja de Julen Madariaga. Desde Bruselas, Krutwig viajó clandestinamente a Biarritz, donde se alojó en casa de Agurtzane Arregi y Juanjo Etxabe, hasta la segunda parte de la V Asamblea en la que su Informe Verde y su propuesta organizativa marcarían el futuro de ETA. Los cuatro frentes clásicos, siguiendo la estela del vietnamita Truòng Chinh, fueron su aportación: político, económico, cultural y militar. Fue elegido miembro de la dirección de la organización y volvió a Bélgica de nuevo. Había redactado dos nuevos trabajos, “La Cuestión Vasca” y “Nacionalismo Revolucionario”, este último sobre los ejes ideológicos de la Revolución cubana, de gran impacto interno. Con una idea central que ha llegado hasta nuestros días: «El combate nacional vasco es algo con personalidad propia y que, aun cuando tiene que desarrollarse en el marco de los estados español y francés, su estrategia no puede subordinarse a las necesidades generales de los partidos de estos estados». Jean Louis Davant y Federico Krutwig durante una reunión de Euskaltzaindia en la Diputación de Gipuzkoa en el año 1993. Fotografía: Juantxo Egaña Vivió el Proceso de Burgos y el secuestro del cónsul Beihl desde Roma, y negoció directamente con el secretario del canciller alemán Willy Brandt la suerte del diplomático. En la capital italiana, como en Bélgica, logró contactos con organizaciones insurgentes, así como con traficantes de armas, por lo que la dirección de su organización lo envió a Argel. Una experiencia que completó con numerosas entrevistas en las embajadas de países asiáticos para lograr apoyos a la causa vasca. Sin embargo, seguía siendo un escritor impenitente: «Al igual que para cualquier teórico de la guerrilla o guerra revolucionaria, por cada kilo de pólvora hay que emplear de diez a cien kilos de papel impreso». Cuando abandonó Argelia, con una impresión pobre de la situación, apuntando que habían logrado la independencia de Francia, pero no así la revolución, se encontró con problemas para enviar su equipaje a Roma. Nada menos que media tonelada de papeles y libros. Tras casi cinco años entre Italia y Argel, volvió a Bélgica, donde se casó nuevamente, con Agnes Caers. Fue entonces, por esa razón y por lo que consideró “infiltración marxista” en ETA, que abandonó la organización. Narró en cierta ocasión que en su alejamiento «les recordé aquel principio de von Clausewitz de que vale más perder una batalla dentro de la propia estrategia, que ganar una dentro de la estrategia del enemigo, puesto que las guerras se ganan por estrategia y no por táctica». Federico Krutwig siguió escribiendo, traduciendo textos de diversas lenguas y dedicándose a su pasión, la fotografía. En algún desconocido lugar se encontrará su inmenso archivo fotográfico si no es que fue vendido a su muerte. Tras su regreso al sur de Euskal Herria, se ubicó en Zarautz y más tarde, en Bilbo, trabajando casi en exclusiva para Euskaltzaindia, y desde 1985 en la asociación helenística Jakintza Baitha, en compañía de Josu Lavin, Alfonso Irigoyen y Manu Erzilla, entre otros. La obra ingente de Krutwig no fue únicamente la que abarcó sus “Años de peregrinación y lucha” que comprende bajo ese título su autobiografía política. Algunos de sus trabajos, como “Garaldea”, que incidía en la tesis de un pueblo preindoeuropeo que hablaba euskara y se extendía desde Sumeria hasta las islas Canarias con alusiones al mito de la Atlántida, rozaron la excentricidad. Otros, como “Computer shock Vasconia año 2001”, en línea de ciencia ficción. Los escritos de Krutwig, tanto en sus libros como en “Gernika”, “Egan”, “Euzko Gogoa”, “Branka”, “Egin” o “Deia”, fueron de un estilo directo, en ocasiones insultante, marcados con cierta altanería. El 17 de noviembre de 1998 Krutwig es despedido con una ceremonia civil en el cementerio de Derio. De izquierda a derecha: Manuel Antonio Federico Etxabe, Jean Haritxelhar, Xabier Amuriza y Patxi Goenaga. Llevando la caja: Juan José Puiana, Andolin Eguzkitza, Xabier Kintana y Txema Larrea. Fotografía: Euskaltzaindia Desde el pedestal de su sabiduría enciclopédica. Semejante imagen a través de sus párrafos a veces hirientes, no se correspondía con su estilo de vida, abierto al diálogo y a la compañía permanente. No soportaba la soledad. En ETA le pusieron el mote de “El baúl” porque era incapaz de trasladarse por su cuenta. Siempre le debían llevar de un lugar a otro. Lo suyo era observar, analizar e interpretar. Fue sumamente crítico con los suyos, como había sido con el PNV, con ETA y en particular con Herri Batasuna, pero antes de morir pidió el voto para Euskal Herritarrok. Falleció un domingo de noviembre de 1998, después de unos meses en los que se había abandonado a su destino. Lo visité en esta última etapa, cuando ya no dejaba siquiera entrar en su vivienda de Bilbo a su asistenta. Vivía de sus recuerdos, y de sus fotografías, obsesionado con ordenar sus miles de apuntes y fichas. Sus cenizas fueron aventadas en la playa de Laida, en Atenas y en el mar Egeo, en las cercanías de la isla de Creta. Dejó escrito que no somos más que letras y las suyas aún siguen esparcidas por bibliotecas particulares y públicas. De aquella media tonelada de material que trasladó a Roma se perdió parte en los viajes siguientes, pero siguió acumulando historias y reflexiones en su piso de Bilbo. Un pequeño reguero de su producción quedó depositado años más tarde en el Archivo Histórico de Euskadi. Su hijo Chandra se llevó el resto. Cien años después de su nacimiento, Federico Krutwig continúa siendo algo más que unas letras.