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Nina Simone, «música clásica negra»

Balada de la infelicidad

Se cumplen cincuenta primaveras del disco “Here’s Comes the Sun” de Nina Simone y dieciocho de su muerte. Medio siglo después se recuerda que aquel álbum fue el canto del cisne de la gran dama de la canción. La influyente cantante, que puso música al rebelde levantamiento de la comunidad negra, vivió una doliente existencia.

Fotografía: Jack Robinson

El LP apareció en la primavera de 1971 con un sol pintado en capas y titulado “Here’s Comes the Sun”, cálida melodía de los Beatles. La intérprete, Nina Simone, no era exactamente popera, sino la “High Priestess of Soul”, la sacerdotisa mayor de la música negra. Pero su decimotercer disco, con orquesta completa y coros, era una colección de standards o gemas popularizadas por los cuatro de Liverpool, Bob Dylan, Frank Sinatra y otros populares intérpretes.

Nina tenía 38 años y vivía una grave crisis personal. El disco dividió a la crítica y hubo quien habló del “canto del cisne” de una intérprete cansada. El cronista francés David Brun-Lambert valoró en su libro “La vida a muerte de Nina Simone” que la obra anunció su declive artístico. El contraste entre la luminosidad de la presentación, lo oscuro del momento de su autora y los negativos augurios de los especialistas parecen sintetizar los claroscuros vitales de la notable vocalista.

La cantante falleció hace dieciocho abriles y su disco conoció la reedición “Expanded Edition”, con siete temas más, o el recopilatorio “Here’s Come the Sun and Other Great Hits” con 17 títulos. Medio siglo después es rememorado con nostálgicas alabanzas.

Nina Simone en 1965 en el edificio Philips de Londres. A la derecha, póster y portada del LP «The Very Best of Nina Simone». Fotografía: Getty Images, Mirrorpix

 

Amarga lección. La ecléctica pianista-cantante era en realidad Eunice Kathleen Waymon, sexta hija de los ocho que engendraron el diácono John Divine Waymon y la reverenda Mary Kate. Nacida en 1933 en Tryon, Carolina del Norte, las palmas y canturreos de aquel bebé al ritmo del góspel en la iglesia familiar se interpretaron como un milagro divino. Sus piadosos progenitores la enfocaron hacia la música clásica para que fuera «la primera pianista negra de América».

A los diez años practicaba siete horas diarias y en días festivos tocaba en la iglesia. La permanente ausencia materna y la cerrada disciplina la convertirían en una niña afectivamente desamparada y sin infancia. Una distancia maternal que ella misma reproduciría después con su única hija.

Invitada a actuar en el Ayuntamiento, sus satisfechos padres, situados en las primeras filas, fueron conminados a ceder el sitio a una pareja de blancos. En la sumisa chiquilla asomó el orgullo rebelde y exigió que permanecieran en su sitio. Una experiencia que la marcaría de por vida: «De golpe, el mundo se me apareció bajo una luz distinta y ya nada fue fácil». Se había entreabierto el telón tras el que se le escondía la realidad racista.

Entró en un pensionado femenino y a los 16 años fue la primera de la promoción. Residió en verano en la Juilliard School de Nueva York y sus mentores apuntaron alto enfocándola al Music Curtis Institute de Filadelfia. Se preparó a fondo, tras los ecos de Bach, Beethoven, Schumann, Ravel, Debussy, Mozart, Haydn, Liszt, Prokófiev o Chopin, y contra todo pronóstico fue rechazada.

Un mazazo personal, familiar y social: «No me recuperé del golpe y no lo haré jamás. Todos esos años para nada. Era como si mis profesores, mi comunidad y mis padres me hubieran traicionado». Siempre pensó que hubo un motivo racista: «Nadie me había dicho que el color de mi piel marcaría para siempre una diferencia en todo lo que hiciera. Fue una amarga lección».

Música del diablo. No se rindió y trabajó como acompañante instrumental y profesora mientras seguía con los estudios particulares. Pero, estrenada la mayoría de edad, su existencia se abrió torrencial cuando una prostituta de lujo de Atlantic City le convenció de que actuar en clubs lucraba más que dar clases.

Su primer empleador le exigió cantar para la clientela y se convirtió en vocalista. La ecléctica pianista que recordaba los modos instrumentales de Duke Ellington, pero mezclaba jazz con Bach, góspel y tonadas de moda y pedía un vaso de leche era una rareza en aquel antro masculinamente alcohólico. Fue adquiriendo tablas y sus hechuras vocales de contralto, con una ronca capacidad de emocionar, su soltura en la improvisación y su teatralidad para con la audiencia serían sus fundamentos artísticos.

Al inicio ocultó su nombre («mi madre debía ignorar que tocaba y cantaba lo que llamaba la música del diablo») y se convirtió en Nina –un novio latino la llamaba “Niña”– y Simone por la actriz francesa Simone Signoret. Pero un día prefirió confesar en casa su nueva vida para disgusto de su madre, con quien apenas habló el resto de su vida. En 1956 firmó un ilusionado acuerdo con Bethlehem Records que escondía su primer desengaño con el music business.

Aquel contrato le privaría en las próximas tres décadas de aproximadamente un millón de dólares. En 1959 salió el debut “Little Girl Blue”, con versiones de “I Love You, Porgy” (de la ópera “Porgy And Bess”) o “My Baby Just Cares for Me”, sus primeros éxitos comerciales.

Se trasladó a Nueva York y se casó con un novio que fue una carga afectiva y económica: tuvo que rebajarse a servir de asistente en una casa blanca para redondear sus magros ingresos como artista y enviar una parte a su familia. La relación duró un par de años. Un primer batacazo sentimental de una lista de fracasos amatorios que iba a ser definitivamente larga.

Sobre estas líneas, portada del LP «Here’s Comes the Sun» (1971), póster y Nina Simone actuando en los años 60. Fotografía: Getty Images, Mirrorpix

 

Maltrato. Su andadura se afianzó con un nuevo contrato para diez discos que supuso un permanente conflicto con su anterior discográfica. El éxito cabalgó enfrentado al negocio de lo que definió como «pequeños estafadores despreciables» y confrontado con “un público desconsiderado” («odio la complacencia de esas gentes tan fácilmente satisfechas por canciones estúpidas y sin interés»).

A los 27 actuó en el Town Hall neoyorquino, un sueño desde que era pianista clásica, aunque lo hacía en formato de trío jazzy. Había saltado de los humeantes tugurios al teatro más valorado y de vivir en estrechos cuartos a un suntuoso apartamento sobre Central Park. Envió una buena suma de dinero a su familia que nadie agradeció; mamá nunca aceptó sus desvíos mundanos.

Greenwich Village era corazón cultural de la Gran Manzana y la nueva estrella se codeó con pensadores-creadores negros como James Baldwin, Langston Hughes, Odetta... En otoño, conoció a Andrew Stroud, un policía corrupto que había pasado por tres matrimonios. Nina creyó encontrar al hombre adecuado como amante y protector. Se prometieron públicamente en verano del 61 y la fiesta de presentación en un club acabó en maltrato y violación a cargo de su borracho pretendiente. Pero se casaron en diciembre.

Portada del disco «The Montreaux Years», que se publica este mes, con grabaciones de los años 1976, 1981, 1986 y 1990 en ese festival suizo.

 

Maldito Misisipi. Sus relaciones con el activismo negro compensaban la incipiente sordidez hogareña cuando James Baldwin la invitó a volar a Nigeria para unas celebraciones de reafirmación de la africanidad. Mientras, su marido se autonombraba controlador mayor del negocio. Abrió una oficina en la Quinta Avenida con 37 personas y compró una villa con una pizarra en la cocina y el lema “¡Un día, mi Nina será una gorda negra repleta de pasta!”.

Durante 1962 avanzaron en paralelo el embarazo del que nacería Lisa Celeste y un álbum de homenaje a Duke Ellington. Con ese importante cambio vital y el fondo de las luchas anti racistas, Nina profundizó en su conciencia social. En verano de 1963, el asesinato del activista Medgar Evers y el atentado contra una iglesia afroamericana de Birmingham con cuatro niñas muertas la indujeron a componer la descarnada “Mississippi Goddam”. Después vendrían “Old Jim Crow”, “To Be Young, Gifted and Black”, “Four Women”, “I Wish I Knew”, “Backlash Blues”…

«Podía cantar para ayudar a mi gente y eso se convirtió en el pilar de mi vida. Ya no era música clásica, jazz o popular, era música por los derechos civiles», diría una Nina que apoyó las tesis radicales de los Panteras Negras. La CIA la investigó siguiendo el rastro de su nueva amistad: la cantante exiliada surafricana Miriam Makeba, artista exitosa y pareja del líder revolucionario Stokely Carmichael.

Nina era la estrella musical que necesitaba su gente en lucha contra cuatro siglos de ignominia. Ella proclamaría: «Jazz es un término de los blancos para definir la música negra. Yo hago música clásica negra»… «Me sentía más viva porque me necesitaban. Podía cantar para ayudar a mi pueblo. Era un pilar en mi vida que me sostenía». Convencida o no de lo que decía, por determinación o pose, clamaba también: «tengo ganas de coger un fúsil y matar a alguien, simplemente para descargar mi odio». La escritora premio Nobel Toni Morrison diría de ella que «daba incluso miedo, nos decía que adiós Martin Luther King y la no violencia, que tomáramos las armas con los Panteras Negras para hacer la revolución».

Nina con su hija Lisa Zeleste en los años 70, con Miriam Makeba en 1989 en el festival francés Banlieues Bleues Jazz de Saint Denis y con el activista James Baldwin a comienzos de los 60. Fotografía: Essence Magazine, New York Public Library

 

Arte y locura. A mediados de los sesenta Simone se fue acercando a Europa. Trabajó para la discográfica holandesa Philips y grabó un par de versiones de Charles Aznavour, “Ne me quitte pas” de Jacques Brel y alguna canción posterior en francés. El ritmo profesional era infernal, con grandes discos (“Pastel Blue”, “Piano!”, “Black Gold”), mientras la vida personal crecía en desequilibrios.

Su amiga londinense Silvia Hampton sería años después la primera en explicar los problemas en la biografía “Nina Simone. Break Down & Let It All Out” (“un trastorno químico que la sumía en fases depresivas”). Una bipolaridad mental «celosamente guardada por unos pocos íntimos». ¿Arte y locura estrechamente ligados?

En otoño de 1969 estalló contra su marido y voló a Barbados, sus primeras vacaciones en siete años. En la isla caribeña ejerció de estrella y tuvo amores con el primer ministro Errol Barrow. La relación matrimonial se fue resquebrajando y ese “Here’s Comes the Sun” que ahora cumple el quincuagésimo aniversario fue el álbum de ruptura profesional con su marido. El divorcio se oficializó un año después, el mismo en el que falleció su padre, a quien fue incapaz de despedir antes de morir. Ese año perdió también a su hermana mayor, la que cuando Nina era pequeña y la madre no paraba en casa la había suplido en las funciones maternas.

Fue avisada además de que el fisco norteamericano le reclamaba una buena deuda por la polémica gestión como manager de su exmarido. El título del siguiente disco en directo, “It Is Finished”, parecía una apropiada descripción del complicado momento por el que pasaba.

Su vida cambió cuando Miriam Makeba la invitó en 1974 a Liberia, donde fueron recibidas como embajadoras. La afroamericana bailó desnuda en el club más concurrido de Monrovia y encamada con el rico C. C. Dennis, padre de un ministro. Se quedó en el continente de sus antepasados hasta 1976 y de aquellos días nació la alegre “Liberian Calypso”.

Su vuelta a USA acabó en un calabozo policial por los problemas fiscales y eligió Suiza como refugio, buscando un caro internado para su hija. El cambio de residencia le salvó quizás la vida porque en abril de 1980 un motín militar desató el terror en Liberia, todos los ministros fueron asesinados y el notable C. C. Dennis incendió su castillo y murió días después.

Mural en Poblenou del grafitero barcelonés Conse.

 

Escándalo en la Ciudadela. En pleno zarandeo vital, geográfico y artístico, en julio de 1982 Nina cruzó por primera y única vez los Pirineos. El promotor de origen neoyorquino Raymond González (que después fue su manager) la había contratado para un festival en la Ciudadela iruindarra.

Se dijo que viajó muy puesta de coñac y con un cuchillo, que al aterrizar en Noain echó en falta un recibimiento con fans y pidió ser trasladada en silla de ruedas, pero luego se puso a cortar las flores del aeropuerto. Perdió sus maletas, buscó en vano un vestido ad-hoc en una tienda local y bajó, desnuda y con tres botellas de champán, a bañarse en la piscina del hotel Tres Reyes.

Llegó tarde al concierto y la sesión fue un caos: había que transportarla hasta el piano, más que cantar (por ejemplo, un deslavazado “No Woman No Cry”) profirió incoherencias, aporreó las teclas, orinó tras el escenario, insultó («No me gusta la gente de vuestra raza») y se despidió con un «Os quiero, pero no pienso volver nunca más». Había exigido cobrar previamente en efectivo y la organización la denunció, pero el avispado Raymond consiguió sacarla a la mañana siguiente hasta el aeropuerto de Biarritz.

Nina Simone actuando en Morlaix (Bretaña) en 1982. Fotografía: Roland Godefroy

Solo un poquito de amor. Tras más de quince años con escaso eco público, en 1987 un spot publicitario del perfume Chanel nº 5 con su “My Baby Just Care for Me” la reflotó comercialmente. Mientras se acentuaban sus desarreglos de salud mental, siguió girando por escenarios y en 1998 participó en la fiesta del 80 cumpleaños de Nelson Mandela junto a Stevie Wonder o Michael Jackson. Su último LP sería “A Single Woman” (1993) y el último recital fue en Polonia en 2002.

Con 15 nominaciones a los Premio Grammy, el Grame Hall Of Fame y un sinfín de distinciones, su influencia se ha reflejado en las nuevas generaciones de cantantes negras o en el hip-hop, que ha sampleado sus canciones. Amplia es la lista de biografías sobre la influyente creadora, escritas por Sylvia Hampton, Stephen Cleary, J. M. Coetzee o el citado Brun-Lambert. Hay también documentales de Frank Lords o Liz Bargu y el polémico biopic de Cynthia Mort, con Zoe Saldana, quien se excusó a posteriori de haber protagonizado la película.

Alejada de su hija (que se hizo cantante y con la que compartió algún momento escénico), sin conseguir un mínimo de sosiego afectivo y rodeada de colaboradores poco fiables, su última época fue tristemente decadente. Había estado internada en un psiquiátrico californiano e insinuaba que poseía poderes mentales especiales: «Moriré a los setenta años, porque después solo hay dolor. Moriré cuando yo quiera». Lo curioso es que la “loca americana” falleció a esa exacta edad el 21 de abril de 2003 en su casa de Carry-le-Rouet, cerca de Marsella.

La había consumido un doble cáncer de pecho que invadió su cerebro. Dos días antes de morir le concedieron un diploma honorario del Instituto Curtis de Filadelfia que la había rechazado con 19 años. Como confesaría su fiel músico Al Schackman, «desde el principio noté que algo la devoraba por dentro, en plan ¿qué te corroe Nina?». La clave de sus desequilibrios y de la honda tristeza de su voz se resumía quizás en lo que ella mismo escribió: «Solamente he tenido un poquito de amor, muy poco tiempo para el amor. Esto me obsesiona especialmente por la noche, cuando estoy sola».