7K - zazpika astekaria
PSICOLOGÍA

En un lugar tranquilo


Llevar el ritmo es una habilidad que no solo es necesaria para cantar o tocar un instrumento, también lo es para relacionarse con las personas cercanas. Como en el baile, también en las relaciones el ritmo es relevante, y no todas las personas tienen el mismo. La velocidad de procesamiento, la capacidad para gestionar la confusión o la incertidumbre, el umbral de dolor, la ventana de tolerancia, son algunas de las cualidades que marcan el ritmo que cada persona necesita para sentirse segura en presencia de otros, en particular en una presencia íntima. Esta “velocidad” también convive con la sensibilidad a la intensidad de los estímulos, o el umbral según el cual un estímulo es o no relevante para alguien. Es decir, un mismo estímulo puede ser significativo para una persona y para otra no. Por ejemplo, un jugador de rugby tiene una sensación de dolor distinta a la de un ciclista, o una persona habituada a las negociaciones, recibirá de manera diferente un desplante a otra que siempre consigue lo que quiere. En definitiva, la manera en que experimentamos lo que nos pasa es distinta entre individuos, incluso aunque el estímulo parezca el mismo, y necesitamos ajustarnos para que las relaciones fluyan.

Hay ciertas relaciones en las que esto es particularmente relevante, como son las relaciones de crianza o tutela, en las que una persona ya ha atravesado un momento vital al que otra se está aún asomando. La experiencia previa puede hacer olvidar que existe un ritmo necesario para absorber o procesar lo nuevo, de tal manera que ese contenido o vivencia sea asimilable; de una manera similar a cuánta agua podemos beber de un solo trago sin interrupción. No tener en cuenta las diferencias en el ritmo puede llevar a una de las dos partes a forzar sus maneras o a sobrepasar sus capacidades, lo cual incide directamente en su sensación de agencia, es decir, su experiencia de ser dueño o dueña de las propias acciones.

Cuando una madre es demasiado insistente con respecto a las tareas que debería acometer un hijo y la manera de hacerlo, e insiste con contundencia, o cerrando cualquier posibilidad de ser rebatida, dicha insistencia se vive como una transgresión incluso del propio sentido del yo, sin que sea necesario un gran gesto. Si, en cambio, la misma madre está pendiente de cuándo su hijo dice no y puede congeniarlo con su criterio, si puede gestionar su autoridad de manera que los límites que ponga estén ajustados a las necesidades y no a sus propios deseos o dificultades, si la protección que brinda no sustituye la capacidad de su hijo para sobreponerse por sí mismo a la frustración, por ejemplo, entonces, la relación va a promover una diferenciación que permitirá –y exigirá– al hijo sentir la responsabilidad y necesidad de crear la propia vida.

De un modo similar a cómo una canción tiene letra y melodía, también las relaciones tienen un componente de proceso, de dinámica “melódica” que pone al contenido en un contexto de conexión más o menos sintonizada con las necesidades de las partes. Cuánto es suficiente, cuánto demasiado, en qué momento podemos tolerar esto o aquello y cuándo no es pertinente, cómo lo que hacemos afecta a las personas que tenemos alrededor, son preguntas importantes que implican ser sensibles al ritmo propio y del otro. No solo el sí o el no son palabras de autodefinición, también lo son el “ahora”, el “más tarde”, “más despacio”, “más deprisa” o “ten cuidado”. Esos adverbios describen tanto el proceso de estar juntos como el contenido o la necesidad que el primero sostiene. El cómo y el qué se convierten en lo mismo.