«… los rojos y separatistas vascos son considerados los más peligrosos …»
Un Estado tiene el derecho y el deber de velar por el bien de sus ciudadanos, también en el extranjero. El régimen franquista se desentendió de esta obligación entregando a unas 120.000 personas a la arbitrariedad del Reich alemán de Adolf Hitler y del État Français de Philippe Pétain. Una exposición en Berlín recuerda a los “Rotspanier”, olvidados por los Estados español y francés, pero indemnizados por el alemán. 7K pone el foco en las vascas y vascos.
El Centro de Documentación Trabajo Forzado Nacionalsocialista de Berlín ha acogido la exposición itinerante “Rotspanier”, el término peyorativo de la jerga nazi se traduce por “rojo-español(es)”. La exposición fue promovida por el grupo “Ay Carmela” de Burdeos, creado por descendientes de refugiados republicanos; los historiadores Antonio Muñoz Sánchez y Peter Gaida dieron a la muestra una base académica, mientras la Fundación “Memoria. Responsabilidad. Futuro” del Estado alemán la financió. El mencionado centro pertenece a la Topografía del Terror que documenta, estudia y recuerda la labor represiva del régimen nazi en el solar donde se hallaban las sedes de las SS y de la Gestapo.
La obra informa –en alemán, francés y castellano– a través de veinte torretas iluminadas sobre un tema que en Alemania conocerán las personas que se han interesado por la Guerra del 36. La desaparecida República Demócrata Alemana (RDA) basó parte de su razón de ser en la lucha de las Brigadas Internacionales contra el fascismo internacional. Pero, según Gaida, las generaciones jóvenes no saben nada de los “Rotspanier”. Además quiere recordar que no sólo el régimen nazi explotó a aquel grupo de refugiados, sino también el Estado francés que se niega a admitirlo. Sólo la República Federal de Alemania (RFA) reconoció a este grupo como víctimas del nazismo ya en 1954.
En la inauguración han quedado patentes los problemas que la exposición causa al Estado español. Su embajador en Berlín, Ricardo Martínez, dijo en alemán, que «para un español es muy importante tener tal exposición» aunque en su intervención no precisó a qué se debe esta importancia. Siguiendo la línea general de su gobierno, el diplomático puso el foco en las víctimas, que cifró en 50.000, que sufrieron el trabajo forzado en obras públicas o empresas privadas alemanas o en los campos de concentración. Martínez afirmó que «el régimen de Franco no tenía interés en el sufrimiento de estas personas», sólo en las pensiones que la RFA pagaba a los soldados españoles de la División Azul o a sus familias.
Sus palabras reflejan el dilema del Estado español con la Memoria Histórica: el foco ha de estar, como mucho, en las víctimas pero no en los autores responsables de su situación. Estos últimos desaparecen en generalidades como “el régimen”, “los nazis”, las SS, la Gestapo, etcétera. Investigar responsabilidades individuales significaría desatar lo que Franco dejó “atado y bien atado” y abrir grietas en el Pacto del Silencio de 1981. Además, el caso de los “Rotspanier” desvela la principal contradicción del Estado español que por su sacrosanta “indisoluble unidad nacional” no permite que Euskal Herria y Catalunya decidan su destino pero sí se desentiende de aquellos y otros ciudadanos suyos cuando le conviene, como ocurrió en 1940.
Después de una ofensiva relámpago los militares alemanes sellaron su victoria sobre los franceses con el armisticio que dividió el Estado francés en una zona “libre” y en otra ocupada. El control sobre esta última lo asumió la Administración Militar alemana. Entonces las FFAA pensaban que con su policía militar y su servicio de inteligencia –el Abwehr– podrían mantener el orden público en el territorio ocupado. Inmersas en una pugna por el poder, no quisieron entregar esa tarea a las SS que en Alemania y en los demás países ocupados dirigían la labor policial desde su Oficina General de Seguridad del Reich (RSHA).
Preparando la salida, una imagen fechada en noviembre de 1937. Fotografía: Jesús Elosegui (Aranzadi).
Enemigos del Reich. Ni al máximo líder de las SS, Heinrich Himmler, ni al jefe de la RSHA, Reinhard Heydrich, les gustó que los rivales militares les apartasen de su principal razón de ser, la de velar por la seguridad del imperio nazi. Retaron a las FFAA enviando comandos de su policía de seguridad (Sipo) y del servicio de espionaje (SD) a París y Bruselas aunque éstos no podrían ir a por las y los “enemigos del Reich” hasta que no se hubiera legalizado su situación. Mientras tanto los militares daban prioridad a hacerse con los archivos militares franceses, desmantelar las estructuras de la inteligencia inglesa y a preparar la invasión de Gran Bretaña. Ignoraban los casi 120.000 ciudadanos del Estado español que por la Guerra Civil se habían refugiado en el Estado francés desde 1936.
Por la caída de Catalunya, en 1939, llegaron otras 450.000 personas. Buena parte de ellas quedó hacinada en campos al aire libre, una de las muchas maneras con las que París presionaba a los refugiados para que regresasen a su país de origen. El Gobierno de Euzkadi en el exilio asistía a 150.000 vascos después de la conquista de Bilbo en 1937. Más tarde el ejecutivo del lehendakari José Antonio Agirre (PNV) organizó la emigración masiva de familias vascas, cercanas al nacionalismo, hacia América Latina. Quería darles un futuro económico y personal, y dotarse a si mismo de una base financiera y política. En 1939 envió tres grupos a Venezuela –alrededor de 274 personas, según los historiadores Koldo San Sebastián y Xabier Irujo–, para erigir una industria de pesca. Todo se paró definitivamente en 1940 cuando, a causa de la ofensiva alemana, París internó a las y los vascos junto con otros extranjeros en campos como el de Gurs.
Después de la derrota, México intervino en Berlín para hacerse cargo de todos los refugiados españoles en el Estado francés. Venezuela hizo lo mismo centrándose en las familias vascas que desde Burdeos querían embarcar a la República de Bolívar.
Llegada de refugiados a Hendaia el 6 de septiembre de 1936. University of California San Diego
Por imperativo legal, el Auswärtiges Amt (AA) –Ministerio de Exterior– de Joachim von Ribbentrop, pasó las respectivas notas al Ministerio de Asuntos Exteriores (MAE) del coronel Juan Luis Beigbeder. A la par, el Ministerio de Gobernación del falangista Ramón Serrano Súñer, a la sazón cuñado de Franco, tomaba cartas en el asunto. A principios de julio, su director general de Seguridad, José Finat y Escrivá de Romaní, conde de Mayalde, mandó a su Secretario General, el coronel Gabriel Coronado Zaragoza con dos capitanes de la Guardia Civil a Burdeos para que detuvieran a líderes republicanos que por el caos no habían podido abandonar a tiempo la sede provisional del gobierno galo hacia Inglaterra o la zona no-ocupada.
Para que Coronado pudiera operar en la zona ocupada, la Embajada española de París, al mando del falangista bilbaíno José Félix de Lequerica, tenía que solicitar permiso a la Administración Militar alemana y ésta a la prefectura francesa. Pero en aquel momento, el Estado francés se hallaba en un limbo constitucional causado por su refundación a manos del mariscal Pétain y la existencia de un gobierno en el exilio. Así las y los exiliados de ciudadanía española perdieron la protección del país que les había acogido. De ello se aprovechó la DGS iniciando sus redadas con ayuda alemana. Primero detuvo a familiares del expresidente Manuel Azaña, luego al exalcalde socialista de Bilbo Julián Zugazagoitia entre otros y más tarde al president catalán Lluis Companys. La Embajada española se encargó de los trámites burocráticos de las entregas a las autoridades españolas en Irun. Desde su Oficina de Recuperación de Bienes –al mando del agregado militar, el teniente coronel Antonio Barroso Sánchez-Guerra–, el policía Pedro Urraca intervenía junto con otros falangistas en los operativos llegando a ocupar la sede del Euzkadi’ko Jaurlaritza en el n°11, Avenue Marceau.
Sin embargo, la actividad represiva de la DGS no se veía respaldada por el MAE que mostraba cierta ambigüedad cuando trataba el tema con los alemanes. Por un lado no ponía pegas a que ciudadanos suyos abandonasen el Estado francés «siempre y cuando previamente sean detenidos y puestos a disposición» de las autoridades españolas aquellos que figuraban en una lista de 209 nombres. Pero por otro, no aclaraba quién organizaría la labor de busca y captura más el registro de los otros miles de exiliados del Estado español.
En esta situación la delegación venezolana volvió a intervenir expresamente en favor de las familias vascas que cifró en mil personas. Por eso la Embajada alemana de Madrid le dio un ultimátum al MAE: en caso de no recibir hasta mediados de septiembre ninguna comunicación a este respecto supondría «que el Gobierno Español no tiene interés en las familias vascongadas». Desde el Palacio de Santa Cruz se respondió que la DGS sí tenía interés en conocer sus identidades pero nada más. Esa respuesta sentó fatal a la diplomacia alemana que no cesaba en insistir que la española se posicionara por fin sabiendo que el Reich quería librarse de las decenas de miles de españoles en el Estado francés.
En este impasse las SS tomaron las riendas. A finales de agosto, la RSHA deportó, así sin más, a 927 refugiados republicanos –excombatientes, mujeres y niños– de un campo de Angulema al campo de concentración de Mauthausen. Poco después, Himmler mostró a Finat el campo de Sachsenhausen, para que viese el modelo que permitía a pocos guardias controlar a una población carcelaria multiplicada por su número. El 18 de septiembre, Himmler aprovechó la visita oficial que Serrano Súñer hacía a Alemania para enseñarle al “enviado del Caudillo” su aparato de represión, incluido su parte fundamental, el fichero automático.
Cosiendo en La Rosarie. Fotografía: Archivo Histórico de Euskadi.
Exactamente una semana más tarde, el 25 de septiembre, Heydrich emitió el decreto B.Nr. 7740/38 -IV A 2- respecto al «trato de los excombatientes rojo-españoles alemanes y extranjeros». El documento lo firma en su nombre el jefe de la Gestapo, Heinrich Müller, cuya sección IV A 2 se dedicaba a la «lucha contra el sabotaje». Más tarde Müller explicaría al AA la razón del decreto con que «el Gobierno español no se interesa por los combatientes rojo-españoles que actualmente se hallan en Francia y que sólo quiere tener entregadas a aquellas personas que se menciona en una lista que se ha mandado hasta aquí». La medida afectaba a todos aquellos que habían luchado «con el arma en la mano contra las tropas de Franco», menores de 55 años y «cuyo examen médico les considera aptos para ser encarcelados en un campo o en una prisión».
El decreto de Heydrich eliminó la protección legal que los convenios internacionales brindaban a los prisioneros de guerra. Varios miles entraban en esta categoría porque habían formado parte del Ejército francés o de sus batallones de trabajo. En varias tandas la Wehrmacht entregó los respectivos presos a la RSHA. Por eso el bilbaíno Marcelino Bilbao Bilbao –cuya biografía está contada por su sobrino nieto Etxahun Galparsoro– acabó junto con otros en Mauthausen.
Serrano Súñer, aún en Berlín, y tan defensor de la unidad territorial de su España frente a las demandas alemanas de una base en las Canarias, tendría que haber intervenido, no por simpatías políticas, sino porque se trataba de una cuestión de soberanía: un Estado pierde su razón de ser si deja que otro decida sobre sus ciudadanos.
Por este “quien calla-otorga” del ministro español, las SS se animaron a ir a por los demás refugiados, empezando por los vascos. En Burdeos, su comando especial contactó con el cónsul Erich von Luckwald –el enlace del Ministerio de Exterior con el 7º Ejército alemán–, para evitar que «los separatistas españoles» pudiesen embarcar rumbo a Venezuela. A finales de septiembre, el diplomático informó a su central que las SS planeaban llevarse a todos los refugiados para que trabajasen en Alemania.
Otras tres semanas más tarde, Himmler avanzó en esta línea cuando durante su visita oficial a Madrid selló con Serrano Súñer, ahora ministro de Asuntos Exteriores, definitivamente la suerte de aquel grupo de personas. «Asunto de los rojo-españoles residentes o sea internados en Francia tratado ayer con todo detalle por el Reichsführer SS y el ministro de Asuntos Exteriores español», telegrafió el embajador Eberhard von Stohrer a Berlín el 22 de octubre de 1940. La “opinión unánime” era que se debería evitar incluso la salida «de hasta 15.000 refugiados españoles a México porque esos elementos podrían reforzar el bando de los comunistas en México y hacer daño al movimiento nacional de ahí». El embajador promete «más [información, IN], después de otra toma de contacto con el Ministerio de Asuntos Exteriores español».
Aún así, el MAE no aportaba ninguna propuesta factible. Cuando los alemanes preguntaron por enésima vez qué hacer con las familias vascas, repitió su negativa a que salieran. Al menos se esforzó en dar una explicación. En su nota verbal del 25 de noviembre decía que «precisamente los rojos y separatistas vascos son considerados por el Gobierno español como los más peligrosos de entre los mencionados refugiados» añadiendo «ya que por su falsa religiosidad y su peligroso alarde de catolicismo son, de todos aquellos, los que más daño han hecho y pueden hacer a la causa nacional». Eran palabras tan vacías como las que Hitler había escuchado personalmente de Serrano Súñer y de Franco, cuando esperaba de ellos gestos concretos como el permiso de trasladar sus divisiones desde Hendaia hasta la Línea para atacar Gibraltar.
Indemnizaciones. Con aquella nota se pierde la pista de las familias vascas. Quizás los alemanes, ya hartos de sus indecisos socios no-beligerantes, las dejaron marcharse a Marsella, desde donde, el 15 de enero de 1941, el vapor Alsina salió con 800 refugiados a bordo, de los cuales 180 eran vascos, entre ellos el exconsejero de Gobernación Telesforo Monzon. En agosto de 1941, los militares alemanes pararon cualquier salida de personas con ciudadanía española. Las querían como mano de obra en la fortificación de la costa atlántica. Entre los más de 9.160 presos de las SS, provenientes del Estado español, unos 310 provenían de Hego Euskal Herria, 60 eran navarros.
Que después de la caída del nazismo, los trabajadores forzados, sobrevivientes de los campos nazis o los familiares de los represaliados obtuvieran alguna indemnización se lo debían a la Federación Española de Deportados e Internados Políticos (FEDIP) y al letrado francés François Herzfelder. En 1954 lograron que el Tribunal Superior de Colonia reconociera a los “Rotspanier” como víctimas del nazismo. Así se les abrió un complicado proceso burocrático de indemnización, que cargaba a las y los interesados con la labor de aportar ellos mismos las pruebas que demostraran que habían sido víctimas del nazismo.
Está por ver de cuánto de todo ello se hablará en el seminario que el Instituto Cervantes y el Dokumentationszentrum NS-Zwangsarbeit que se celebrará coincidiendo con el cierre de la exposición el próximo mes de octubre.