IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Te uso

Amenudo hablamos de relaciones, de cómo hacer para que funcionen, de su importancia para el desarrollo de la vida individual. Sin embargo, pocas veces hemos hablado de la parte oscura, de cómo las relaciones son escenarios donde se despliegan otros impulsos como la manipulación, la posesión, la descalificación, el sometimiento o el ‘chantaje emocional’. Y es que, no siempre que nos asociamos lo hacemos en pos del beneficio mutuo ni por los resultados que declaramos.

En ocasiones usamos las relaciones para poner en marcha otros ‘dramas’ y que conllevan un punto de desagrado pero que alivian, nos dan una extraña satisfacción similar a rascarse con fuerza sobre un sarpullido, aunque nos hagamos sangrar. Para acercarnos a este tema es preciso tratar de entender la lógica interna de esas relaciones curiosas, que pretenden en última instancia mantener algún tipo de equilibrio, cubrir otras debilidades, e incluso obtener algún beneficio secundario.

Hablamos de esas relaciones que nadie parece entender pero que se prolongan, de esas sensaciones sin sentido de las que parece que no podemos prescindir aunque nos hagan daño. Así que, cuando vemos a alguien enredado en una relación repetitiva, que parece no satisfacerle, cabe cuestionarse que debe de pasar algo muy poderoso dentro de esa persona –y el sometimiento o el miedo es solo una de las posibilidades– para que no ponga en marcha todos sus recursos personales y sociales que hagan falta para salir y cambiar. Que esto no suceda no quiere decir que esa persona no querría otra cosa, sino que se mantiene en un circuito cerrado de opciones en las que “aquí y de esta manera primitiva” mantendrá el equilibrio.

Por ejemplo, quizá conocemos a alguien a quien le gusta hacer de menos sistemáticamente las opiniones de su pareja –sea hombre o mujer–, y la otra parte parece plegarse o discutir sin que nada cambie. Quizá conozcamos parejas que tienen hijos para intentar así salvar la relación o individuos que temen no trascender y quieren tener un hijo a toda costa, todos ellos sin pensar en la vida posterior de ese niño con ese ‘propósito’ a sus espaldas; o hijos que eligen las carreras que sus padres les señalan con tal de no enfrentarse a la idea de que la confrontación para imponer el propio deseo pueda resultar en una ruptura grave en la relación, así que hay que elegir entre pertenecer o ser uno mismo.

Quizá elegimos pertenecer a un grupo en el que nos sentimos inferiores en algún grado, pero lo cual nos beneficia al no tener que tomar decisiones relevantes entonces, nos llevan de la mano. Esos pagos no parecen razonables o sanos si los juzgamos pero si ‘funcionan’ para mantener el equilibrio. No uno sofisticado, argumentable, sino algo más instintivo, un equilibrio de fuerzas casi físico, al que sirven las interacciones sociales en esos casos, vehículos para otros grandes temas sin palabras y que no se pueden tratar frontalmente pero que viven claramente en los tonos o las formas, las miradas, y que todos percibimos inmediatamente: la lucha de poder, la pertenencia, la envidia, el sometimiento, la expiación, la prevalencia, la soledad…

Cuando leemos lo que vemos en estos términos nos desvela una faceta normalmente oculta pero muy real del ser humano, y es que pasamos la vida regulando nuestro lugar en el grupo, nuestro poder o nuestra competencia. Esa pugna que es tan visible en los niños pequeños pero que luego se va sofisticando. Entre humanos, a menudo estos dramas existenciales, cuando no se resolvieron en su momento, cuando la persona no pudo prevalecer como individuo de pleno derecho ante los otros, se siguen desarrollando sin palabras –y por tanto sin consciencia plena– a lo largo del tiempo, como una confirmación constante de “este, esta, soy yo y este es el lugar en el mundo por el que debo pugnar o el que me pertenece”, en equilibrio con quien tengo enfrente… Quien, por cierto, tiene sus propios dramas a menudo complementarios. Nos invitamos inconscientemente a jugar a ello, y aceptamos o no.