Javi Rivero
Cocinero
gastroteka

Entre gildas y tortillas de camarón

A migos, familia, vamos a desmontar en unos pocos párrafos eso de que no hay segundas buenas partes. El domingo pasado os hablaba sobre el porqué del viaje a Cádiz, os contaba cuál era la razón de ser de unas jornadas que nacen de la mano de Iñaki Larrainzar y Xabier Zabaleta y también os prometía que este domingo, hoy mismo, os contaría con pelos, vinos finos y señales lo que nos metimos entre pecho y espalda en dichas jornadas. Pues aquí estamos, dispuestos a compartir el placer vivido por lo comido los días que acompañamos a los promotores de dichas jornadas.

De verdad que hubo bocados que no olvidaré en la vida, conocí personas que me llevaría conmigo allá donde fuera y vivimos momentos que se quedan para siempre. Y ojo, todo esto, alrededor de una mesa. Curioso, ¿verdad? No somos los únicos que escriben su historia sentados y rodeados de comida y buen beber. “Dios los cría y ellos se juntan”, ¿no es así? Esto es lo que ocurre cuando dos culturas y gentes viven de igual manera y lo que supone el comer en la tierra que los ha visto nacer. ¡Qué grande Cádiz! Qué pedazo de anfitriona has sido. Espero redactar las siguientes líneas a la altura de lo vivido. ¡Allá voy!

Llegamos a Sevilla desde Bilbo, y de ahí a El Puerto de Santa María, donde todo se inicia. Habiendo llegado temprano, la grupeta que acudimos a las jornadas, decidimos salir a dar una vuelta hasta la hora de la comida. Habíamos visitado antes el restaurante El faro de Cádiz, donde se iban a llevar a cabo las jornadas al día siguiente. Lo dicho, habiendo visto la plaza en la que se jugaba el partido del viaje, nos decidimos por pasear y buscar una terraza por la zona. Pasamos por al lado de algunas grandes bodegas y algún que otro restaurante conocido, pero lo cierto es que para el calor que hacía, cualquier terraza era divina. Así fue. Lo primero en Cádiz fue una buena cerveza fresquita con unas patatas de bolsa andaluzas con ajillo que estaban riquísimas. Amigos, familia, se abrió la veda.

Volvimos a juntarnos en el hotel para ir a comer al restaurante El Laul, donde nos recibieron de maravilla y, además de comer bien, bebimos de maravilla. Fino Coquinero de la bodega Osborne. Todo en aquella mesa acompañaba a la armonía que se respiraba en el ambiente, también el aire acondicionado aportaba su granito, pero sobre todo y todos los allí presentes coincidimos en que aquel vino estaba para ponerle un piso en Miraconcha.

Continuamos la tarde en una maravillosa terraza, donde personalmente me decanté por una tónica y después una IPA local. Hicimos algo de tiempo hasta que llegó el momento de la cena. Os digo de verdad que probablemente sea una de las cenas más especiales que he tenido nunca. Fernando, capitán de barco del restaurante El faro de Cádiz, donde cenamos, nos ofreció con una humildad tremenda lo que para él estaba en su mejor momento. ¡Y vaya si lo estaba! No voy a olvidar en la vida el tartar de tomate. Parecía carne y se trataba de un tomate pera que el mismo Fernando cultivaba detrás del restaurante. ¡Qué textura y qué sabor! Ya quisieran muchos solomillos ser tomate (si fueran como el que nos comimos). Siguieron varios entrantes ricos y, de repente, se hizo el silencio. Langostinos templados de Sanlúcar de Barrameda. Otro gol por toda la escuadra. Si el tartar era de llorar de placer, lo de los langostinos era para morirse uno tranquilo ya.

Si esto fuera poco, aluciné con el siguiente plato: huevos rotos con tirabeques y langostinos. Creo que no me he comido un tirabeque así en la vida. No es que me haya comido muchos, pero estoy seguro de que hasta que no vuelva a casa de Fernando, no me voy a volver a comer unos así. El plato funcionaba a las mil maravillas, pero destacaba el sabor y la textura del tirabeque. Brutal. ¡Ah! Y no os he contado cómo fue el recibimiento. Antes de sentarnos a la mesa, nos pasaron a la bodega, donde nos ofrecieron un fantástico cabecero de lomo de cerdo y la mejor tortilla de camarones del mundo. Y si alguien no está de acuerdo, no sabe lo que es una tortila de camarones. Ni un rastro de aceite en la bandeja, fritura perfecta, camarones unidos por una fina masa con trocitos de alga y un sabor espectacular. Para comerse 1.000 y no aburrirse nunca.

Grandes anfitriones. A destacar también la amabilidad de este señor y su saber estar. Estuvo sentado a la mesa con nosotros, pero pendiente de que no le faltara nada a nadie. Me recordó personalmente a lo que Hilario Arbelaiz hace cuando despide a la gente después de haber comido y pregunta, «¿qué tal?». Es un interés sincero por ser un buen anfitrión y cuidar bien a la gente.

Al día siguiente celebramos las jornadas, en las que se sirvió un aperitivo en el jardín del mismo restaurante: jamón, queso Idiazabal y gildas. Un aperitivo en formato cóctel regado con sidra y vino fino. “Euskadiz puro y duro”. La comida sentada se compuso de unos fantásticos hongos con foie, un bacalao al pilpil y chuleta. Todo riquísimo. La gente quedó maravillada con el género allí presente, previo al asado, pero sobre todo, después de este.

Pues amigos, las jornadas terminaron bien y nosotros seguimos comiendo y bebiendo. Nos invitaron a un “txoko” en el que sin haber pasado apenas una hora desde la comida, nos invitaron a una copita de champagne y más jamón. El jamón en el sur tiene otra grasia amigos. No sé si era el buen tiempo o qué, pero el jamón que pudimos probar por allí era de otra galaxia.

Pues de la merienda a la cena y tiro porque me toca. Terminamos en La buena vida, restaurante donde se celebraron por primera vez las jornadas gastronómicas. Arrancaron con unas croquetas tremendas. ¡Buenísimas! Me hubiera comido otras diez.

Siguió un atún marinado también riquísimo y, pese a que todos los platos estaban ricos, la tarta de chocolate con tofe salado y dulce de leche me levantó de la silla. Esa tarta tiene que ser patrimonio gastronómico reconocido, ¡ya! Lo cierto es que fue un cierre de jornadas brillante.

Muchos estaréis pensando en lo “bien” que vive, aquí, un servidor. No vivo mal, no, pero el haberos contado esto es el trabajo que me traigo de aquel viaje. El poder contaros lo que viví, las emociones, los sabores, lo que vi… que es al final a lo que quiero llegar. Quiero que disfrutéis leyendo lo que yo comiendo. Obviamente comerte un bocata de chorizo es mejor que leer “bocata de chorizo”, pero ya sabéis por dónde voy. Yo llegaba con la incertidumbre de ver qué iba a vivir. Y lo vivido ha sido de un nivel humano que pocas veces se ve y que hace que la cocina sea aún más grande si cabe. Gracias a personas como Fernando, Xabier, Iker, Iñaki o Jon, la cocina sigue siendo un reflejo del entorno en el que uno no elige dónde nace. Lo comido, placer en el hacer y placer en el comer. Más de lo mismo, un reflejo perfecto del potencial de la cocina para unir culturas, historias, sabores e identidades.

Gora “Euskadiz” eta Fernandoren tortilak!

On egin!