Mikel Insausti
Crítico cinematográfico
CINE

«The Fabelmans»

El último gran cineasta vivo de Hollywood se llama Steven Spielberg, y en su vejez está demostrando su categoría magistral y disposición a dejar un incalculable legado fílmico. Con “West Side Story” (2021) lograba el más difícil todavía, porque parecía imposible igualar o superar el clásico homónimo de 1961, que firmaron para la posteridad Robert Wise y el coreógrafo Jerome Robbins. Ahora sabemos que se trataba de su particular homenaje a sesenta años de cine en la gran pantalla, el equivalente a seis largas décadas escuchando aquello de que el cine iba a desaparecer. Porque Spielberg ha comprendido que ya no pude seguir luchando desde su puesto en la Academia por la continuidad de un arte que se ha transformado, y antes de quedarse solo en su cruzada contra las plataformas digitales por la defensa de los estrenos en salas de exhibición, ha preferido morir matando y haciendo lo que mejor sabe, que son sus maravillosas películas mediante las cuales transmite el inmenso amor por el cine que atesora desde su más tierna infancia.

A punto de cumplir los 76 años, y mientras prepara su próximo proyecto “The Kidnapping of Edgardo Mortara” (2023), ambientado en la Bolonia de 1858 en torno a conversiones religiosas de judíos cristianizados según la novela de Davi I. Kertzer, Spielberg ha volcado su actual estado emocional en “The Fabelmans” (2022), que de momento se ha llevado en el festival de Toronto el Premio del Público como Mejor Película, con el refrendo de la crítica internacional. Ha habido una total unanimidad para señalar que nos encontramos ante la culminación de la carrera del cineasta, y la que es sin duda su obra más personal, si no la mejor.

El entusiasmo generalizado se explica debido a que, tras más de cincuenta años dirigiendo cine, “The Fabelmans” (2022) es su primera realización autobiográfica. Spielberg siempre se había refugiado en otros niños de ficción, en títulos claves como “E.T.” (1982) o “El imperio del sol” (1987), así como en aventuras inspiradas en las películas que le gustaban de niño, influencias que cristalizaron en “En busca del arca perdida” (1981). Pero nunca jamás se había atrevido a hablar de sí mismo, y menos aún a narrar su propia historia en primera persona. De ahí que su nuevo trabajo sea contemplado como un alumbramiento, una puerta abierta a la niñez y adolescencia que podíamos llegar a intuir, pero de la que no había plena constancia ni conocimiento.

El cambio de apellido de la familia protagonista indica un cierto pudor por su parte, lo que explica que le haya costado tanto tiempo abrirse, consciente de que no es un Bergman, y que su refugio ha sido el entretenimiento elevado a un nivel artístico. Pero su madurez creativa le ha permitido dar por fin el paso, y no le podemos estar más agradecido por ello. El autor sale de la encrucijada en la que se ha metido haciendo valer una vez más su estilo fabulador, a través del cual consigue un realismo mágico marca de la casa, que le permite superar el doloroso trance nostálgico consistente en resucitar a sus seres queridos que ya no están.

De este modo regresa a su Arizona natal para recrear sus primeros cortos en Súper 8, rodados con familiares, amigos y colegas de los Boy Scouts. Todo ello en el seno de una familia dividida entre el interés científico por la parte paterna y el artístico por la materna, que es la que más pudo finalmente. El maestro Spielberg alcanza un perfecto equilibrio entre las anécdotas divertidas y los momentos dramáticos, como la separación de sus padres.

El joven actor canadiense Gabriel LaBelle se convierte en su alter ego, pero la mayor veracidad la transmiten Paul Dano como el padre y Michelle Williams como la madre. Rodeados, cómo no, de otros roles cinéfilos, el que desempeña el veterano Judd Hirsch como el tío excéntrico, o la recuperada Jeannie Berlin haciendo de abuela. Recordamos que estuvo nominada al Óscar con su madre Elaine May.