Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

Hablar de verdad

En las películas de parejas, cuando una de las partes dice aquello de “tenemos que hablar” se suele anticipar una secuencia de terror. Al menos es el retrato popular que nos hemos montado, anticipando algún tipo de desasosiego o vergüenza. En esos casos, una de las cosas que imaginamos es una crítica o humillación; o recibir impotentemente el hartazgo de alguien que no puede soportar más el efecto de lo que no sabemos hacer de otra manera; y cómo esas experiencias se volverán profundamente desagradables, y serán descontroladas, sobrepasantes. En definitiva, la fantasía de esa frase, “tenemos que hablar” es que anticipa algún tipo de ruptura o punto de no retorno al menos. Sin embargo, esa misma frase puede ser, aparte de lo anterior, también una enorme oportunidad para afinar las cosas, cambiarlas, ajustarlas de forma que quien la dice y quien la recibe construyan algo nuevo.

Es cierto que, para quien no tiene la costumbre de hablar de la relación, de los sentimientos, de las necesidades o de los límites que de forma natural todos experimentamos en el encuentro con otra persona, el temor de encontrarse con todo lo sentido y no dicho en una descarga insoportable, es una situación plausible. Y es que, para hablar de verdad, para que esa charla sirva para unir más que para separar, tienen que darse unas circunstancias mínimas determinadas. Si alguna de ellas no se da, es probable que una o ambas partes entren en una espiral de acusaciones, de explosiones emocionales que dificulten mucho el encuentro.

Para empezar, e independientemente del dolor o malestar que se quiera comunicar o se reciba, de base tiene que estar presente para ambos que hay valores que no vamos a transgredir y, en caso de duda, recurriremos a ellos. Por ejemplo el hecho de que ambas personas merecen el mismo valor, por el hecho de ser personas. Esto, que parece básico, está en la base del entendimiento o la suspicacia, ya que la emoción intensa o la sensación de deuda puede llevarnos a tratar a la otra persona como si fuera menos –o más– que nosotros. En cuanto eso se da, el encuentro sufre, y las conclusiones incluirán en parte este desequilibrio. Otra de las circunstancias que deben darse es que ambas partes acepten esa charla como una oportunidad de que las cosas mejoren. Para llegar a ese punto es cierto que habrá que atravesar un camino y hablar de cosas incómodas, o sentir cosas incómodas pero tener este fin claro. Nos ayudará a soportar lo incómodo. También necesitaremos hacernos cargo de nuestras propias emociones, saber que siempre hablamos de nosotros mismos incluso cuando estamos hablando del otro.

Frases como “me haces sentir…” o “me obligas a…”, son realmente abdicaciones de nuestra decisión de manejar la discrepancia de otra manera, de una manera que nos sirva mejor. También tendremos que dar lugar a estas emociones de algún modo, cada cual a las suyas, recordando la primera circunstancia, y cuando esas emociones estén presentes, cuando podamos identificar que la persona está triste, enfadada, tiene miedo, dudas, etc. mostrar empatía en algún grado –que no es lo mismo que estar de acuerdo–; mostrar comprensión ayuda a que la emoción descienda y podamos entonces hablar de necesidades.

Así que la siguiente circunstancia es que no hablemos de lo que queremos decir, de los acuerdos a los que queremos llegar, de las restauraciones que queremos obtener y de los compromisos sin haber ventilado suficientemente la emoción, con responsabilidad suficiente como para no invadirnos ni invadir la conversación de tal manera que nunca lleguemos a transmitir lo que realmente queremos. Si queremos que las cosas mejoren, en algún punto tenemos que renunciar a volver a la situación cero, cuando todavía no había pasado nada. Nuestro objetivo es crear una situación que defina un nuevo cero, en la que ambas partes se sientan tenidas en cuenta y ambas puedan hacer el duelo de lo que no se pudo, supo o quiso hacer de otro modo.