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PSICOLOGÍA

El olvido


El olvido es una función esencial del cerebro, por la cual somos capaces de adaptarnos con mayor flexibilidad al entorno actual. Recordar nos permite aferrarnos a lo vivido, en un principio como una fuente de conocimiento, una referencia de archivo de lo que aprendimos en su momento, con el objetivo de ser de nuevo utilizado para una mejor adaptación; sin embargo, precisamente la potencia del recuerdo puede ser francamente desadaptativa según las situaciones. Lo que guardamos bajo llave en las células del cerebro y que después nos va a dar la predicción que necesitamos para prepararnos ante un mundo que no conocemos, o nos va a servir para tener una sensación de continuidad, estabilidad o identidad; lo recogimos en unas condiciones determinadas, por las razones pertinentes en aquel momento. Memorizar, aprender y después recordar, lejos de tratarse de mecanismos objetivos, están íntima y profundamente mediados por lo que estábamos viviendo en ese momento, lo que nos resultaba relevante para el estado de nuestra emoción, de nuestras preferencias y objetivos en ese momento concreto de la vida.

Cuando pensamos en recordar parece que hablamos de un gesto análogo a abrir un álbum de fotos o reproducir un video en el ordenador, sin embargo, la memoria es una constante fábrica de versiones de la realidad vivida, y la mayor parte de dicho recuerdo es más bien un proceso inconsciente. Sin duda todos los lectores podrían evocar un recuerdo de infancia, de un bien muy preciado en aquella época; quizá una bicicleta, un muñeco, una mantita. En esa época, si algo le sucedía a dicho objeto el resultado podía ser un auténtico disgusto, si bien hoy, lo veríamos más como una entrañable rabieta.

Sin embargo, en lo referente a las relaciones, lo que recordamos de la infancia adquiere mucha mayor relevancia, llevando su significado profundo, su utilidad, de fase en fase, y reeditando esta para que siga siendo útil en la etapa posterior. Lo que sucede entonces es que perdemos la noción de cómo, por qué y para qué fue necesario recordar lo que recordamos sobre las conclusiones acerca de los demás, el mundo o nosotros mismos. Sin embargo, al igual que sucede con las millones de imágenes que consumimos al año, los recuerdos fueron fabricados en un momento determinado, con un propósito determinado y en unas circunstancias determinadas tanto por dentro como por fuera. Si bien el recuerdo nos da continuidad, también ese mismo hecho nos puede arrebatar nuestra capacidad para adaptarnos a situaciones nuevas, o desentrañar qué es lo realmente importante en la actualidad.

Los conflictos de relación –familiares por ejemplo–, esos que se enconan y que derivan en que una o ambas partes mantengan el rencor, pueden tener un sentido en la intimidad de la mente quizá por el orgullo o la vivencia de lo que debería ser la justicia, pero después de un tiempo, en particular después de que el conflicto abierto acabe y tengamos que continuar conviviendo, y después de que el entorno externo también cambie, mantener obsesivamente vivo el dolor a través de ‘ver’ las escenas una y otra vez en la mente, tiene más inconvenientes que ventajas. No hablo aquí del recuerdo intrusivo tras la vivencia de un trauma, sino más bien del recuerdo de lo que no puedo ser.

Olvidar en esos casos podría ser más un pacto con el presente que una dejación con el pasado, ya que a menudo necesitamos todos los recursos que disponemos para adaptarnos a una vida que continúa, con sus retos apremiantes y sus realidades palpables, de forma que ‘vivir’ mentalmente en otro lugar puede lastrarnos y hacernos sufrir sin un impacto real en el presente, uno que haga que la vida sea mejor hoy, cuando la vivimos. La libertad es fundamental para adaptarnos y quizá siempre pensamos en amenazas externas a la misma pero nuestros propios recuerdos, y nuestra lealtad a ellos como si de una hemeroteca se tratara, pueden ser la fuente de esa opresión.