Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

Mi participación

Uno de los caminos más escabrosos hacia la autonomía y la cura de viejas heridas o la toma de decisiones en libertad es el que recorre los roles de los que hemos participado activamente. Si nos paramos a pensar en las situaciones difíciles que se han mantenido y que nos han hecho sufrir, prolongándose más de lo que habríamos considerado deseable, podremos retratarnos en una posición estable a lo largo de ese tiempo.

Nos vemos en un papel determinado que se mantuvo. Por ejemplo, quizá pensemos que en ese tiempo hemos sido víctimas de algún tipo de abuso, o que no podemos fiarnos de la gente a partir de aquella experiencia; o quizá nos ‘vimos obligados, obligadas’ a actuar con excesiva frialdad o agresividad durante esa época. Entonces cabe decir que, si esas posiciones se mantuvieron durante el tiempo suficiente, se convirtieron en roles que asumimos, en papeles, como decíamos. Descripciones como “yo fui la víctima, el desconfiado, la agresiva… en aquella época” le dan un sentido a nuestra experiencia de aquella situación, pero también hablan de nuestra participación en aquella dinámica, nuestra parte de responsabilidad. Tener un papel en una situación no implica necesariamente elegirlo, nadie elige ser la víctima o la agresora, pero participa de ese papel.

Es una tentación simplificar las cosas en términos reactivos, es decir: tal persona, tal situación, tal estado ‘me obligaba a posicionarme así’, y en cierto modo es cierto, pero no completamente. En ocasiones se nos puede amedrentar, manipular, someter, seducir, invitar, dirigir, en un sentido determinado; pero también es imprescindible nuestra participación complementaria al asustarnos, confundirnos, acatar, seducir, aceptar o seguir. Es incómodo, e incluso, si lo juzgáramos en términos éticos, injusto el hablar de ‘tener elección’ o de ‘participación’ en ciertas situaciones de claro abuso, pero también una tentación quedarnos en ese lugar en el que solo se nos debe o debió un trato particular –que nunca se podrá dar, al hablar del pasado–.

Esta deuda parece justificar el que no tengamos que revisar nuestro papel. Sin embargo, es solo la asunción de nuestra participación, en el grado que haya sido, lo que nos puede liberar de los efectos aprisionantes del recuerdo o el relato, y del rol asociado, cuyo ejercicio puede no haber acabado. Si nos aferramos a la deuda, a la herida, a la imposibilidad, como seña de identidad personal en nuestra propia historia, y llevamos con nosotros el rol de víctima, desconfiado, agresiva… a las nuevas relaciones, es evidente el efecto restrictivo sobre nuestras elecciones para conectar, conocer, crear intimidad real en esos nuevos escenarios. Si no queremos llevarnos esas etiquetas a otros lugares, si queremos mantener la esperanza de no ser la víctima de nada, de confiar en lo nuevo, o reservar la agresión para cuando haya una amenaza real, tendremos que liberarnos de lo que hicimos, que no haremos esta vez.

Siguiendo los roles de los que hablábamos y por poner algunos ejemplos, quizá podamos vigilar el intento de abuso del otro para no aceptarlo como muestra retorcida de amor, lo que nos colocó en una posición de víctima; o quizá podamos tomar precaución para que no nos traicionen antes que desconfiar de base; o quizá podamos decir las cosas a tiempo antes de acumular tanta rabia que al final explote fuera de su momento de forma agresiva. Cualquiera de estas acciones son formas de participación, cosas que quizá hicimos entonces sin darnos cuenta, por desconocimiento o como parte de la cultura que habíamos experimentado, o intencionadamente para conseguir nuestros objetivos, pero que finalmente demostraron ser fuente de algún tipo de sufrimiento. Fue necesario responder a lo que nos hicieron, y tuvimos que elegir. Hoy, para volver a tener esa elección es imprescindible admitirnos qué quisimos y qué medios utilizamos, para que podamos aprender de nuestros errores, los nuestros. Y reescribir luego, sin encabezamiento previo.