El silencio vasco
Iñaki no era el ídolo casi de masas en el que le convirtió su muerte y el fantástico intento de rescate, además de las películas y homenajes y libros, todo eso hermoso que sucede tras su doloroso fallecimiento –reniego de todo lo bello, me gustaría tanto tenerlo aquí cerca, contándome sus planes y sus novias y esa chispa irrepetible en los ojos–.
Un día fuimos a Ondarroa, en su viejo coche, con cintas de Bob Dylan y pelos de su perro por todas partes. Sería 2005. O 2006. La proyección era en el antiguo Kafe Antzokia, en mitad del pueblo. Se le daban bien las proyecciones. Era su manera de comunicar al mundo por qué hacía lo que hacía, en aquellos años en los que ser como era él era totalmente contracorriente. Desde la crisis del 2008 y desde la pandemia, se ha universalizado más salirse de los márgenes. Entonces, era casi imposible. Iñaki lo logró.
Gracias a su talento, sus dotes comunicativas, sus logros y a algún que otro amigo, consiguió un patrocinio que le permitió sobrevivir varios años hasta que la mala suerte se le cruzó un lunes de mediados de mayo de 2008. Pero estábamos en 2005. O 2006. Aparcamos en Ondarroa y localizamos el lugar. Entonces, hicimos lo que otras veces: nos despedimos, Iñaki se fue con su material a preparar la proyección y yo me fui a dar un paseo, hasta que llegara la hora de la proyección y pudiera entrar en la sala. Así hice, colocándome detrás del todo, al fondo, donde pude observar que la entrada era bastante buena. Habría más de 100 personas. Hubo días que estábamos diez. O veinte.
Iñaki no era el ídolo casi de masas en el que le convirtió su muerte y el fantástico intento de rescate, además de las películas y homenajes y libros todo eso hermoso que sucede tras su doloroso fallecimiento –reniego de todo lo bello, me gustaría tanto tenerlo aquí cerca, contándome sus planes y sus novias y esa chispa irrepetible en los ojos–. Era un montañero conocido, pero eso, un tarao, un medio hippy con teorías alocadas. Eran unos 100. Iñaki terminó la charla. Lo daba todo. En todas. Amén de explicarse y comunicar, también le servía como ayuda económica los meses de otoño e invierno. No cobraba mucho, más bien poco, pero todos los organizadores le trataban bien. Él respondía con creces.
Luego, tras acabar, comentó lo de siempre: «¿Alguna pregunta?». Llegó el silencio vasco. El silencio vasco puede durar entre 1 minuto y 15 años. Yo era el antídoto. Si nadie preguntaba nada en un minuto, levantaba la mano y hacía una pregunta. Iñaki se explayaba. Preguntaba otra. La gente ya se destensaba y varios se animaban. Iñaki se reía. El público, encantado. Nos invitaron a cenar. Le echo de menos como escritor, como fotógrafo, como expedicionario, como amigo, como conferenciante, como vecino de mi ciudad. Espero verte en el otro lado. Tengo tantas preguntas que hacerte.