Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

Pasar el testigo

Pasar el testigo o pasar la patata caliente. Cualquiera de las dos opciones se da en lo que a la transmisión cultural se refiere. La que se da entre miembros de un mismo grupo humano, más grande o más pequeño, incluso en un grupo de dos. Junto con los valores que han permitido a un determinado conjunto de personas mantener su cohesión a los largo del tiempo, también se transmiten otros procesos, creencias y actitudes que han sido y pueden ser, un peso para los presentes.

Cada generación tiene la responsabilidad y el reto de digerir lo que se le entrega, adaptarlo o rechazarlo para sus circunstancias vitales, las concretas que ellos y nadie antes ni nadie después, vivirá. Sin embargo, a todas las generaciones se les pide que mantengan tal cual un aspecto de la cultura, que lo conserven congelado en el tiempo, inmutable. Quizá por su utilidad en momentos de peligro, por su naturaleza identitaria o su asentada creencia en ese grupo, se entrega, tal cual, una idea, una actitud o un paquetito con unas «gafas» de ideas, actitudes, emociones y fantasías que dará un aspecto concreto a la realidad que se mire.

Otras veces, lo que se entrega al siguiente no es ni algo valioso ni algo asentado con convicción, sino algo que nunca se pudo resolver en la generación anterior. A veces se deja en herencia un conflicto, una confusión, un temor, una limitación -probablemente también recibido sin explicación por ellos- y, como si de la herencia de castas se tratara, una generación concreta se vive a sí misma como obligada a mantenerse en unas determinadas maneras de ser y actuar sin saber por qué. Esa «patata caliente» no se entrega necesariamente con mala intención, con el deseo de cargar al siguiente torticeramente con algo que a uno le ha hecho sufrir, sino, simplemente porque no se supo qué hacer con ello y quizá, en el escenario mejor intencionado, con la esperanza de que esa vida nueva lo resuelva.

El miedo a lo nuevo, a viajar lejos, a dejar entrar a los diferentes, a defender lo propio; el miedo a destacar, a significarse, a dejarse amilanar… Todos ellos son miedos que programan una forma de actuar, a menudo no particularmente sofisticada, ni abierta a cuestionamiento, y junto con ella, también una forma de perpetuar sin preguntarse “¿Por qué? ¿Para qué?”, o “¿Me sirve esta programación en el mundo en el que yo vivo?”.

Si pudiéramos entrevistar en profundidad a quien nos lo dio, si le hiciéramos esas dos preguntas iniciales, probablemente nos hablaría de su historia, o de la de sus antepasados, y entonces notaríamos la distancia temporal, el cambio generacional. Entonces tendremos un dilema: si rechazamos los temores recibidos romperemos una cadena, nos desconectaremos en parte de nuestro pasado; si los aceptamos, perpetuaremos en nuestro propio cuerpo una limitación, aceptaremos un destino. Sea como fuere, al menos hacerse las preguntas es imprescindible.