«En el Adamant»
El crítico de cine Jonathan Romney señala en su crítica un aspecto anecdótico pero muy definitorio del barco que retrata “En el Adamant”: «Flota libre, separado de la ciudad que lo rodea y, al mismo tiempo, se sitúa en el centro mismo de la metrópolis». También la poesía, detecta Romney, ocupa un lugar destacado de la biblioteca de este buque vuelto centro de día para personas con diversidad intelectual y funcional. Vidas insulares, marginadas por no caminar al ritmo (militar) de un cuerpo social normativo. Hoy las vemos.
El francés Nicolas Philibert es más reconocido por el retrato sensible de una clase de primaria de “Ser y tener” (2002), pero también ha firmado “El país de los sordos” (1992) y “La ínfima cosa” (1997), justo sobre un hospital psiquiátrico. En cada una de ellas, la cámara trata de convertirse en una mosca en la pared que nos dé un acceso limpio, transparente, a los espacios que habita: la forma llana (deudora del fantástico cine de Frederick Wiseman, que nos ha llevado a comisarías, hospitales, ayuntamientos…), entonces, elimina las turbulencias de sabernos intrusos, permite que cada situación brille con luz propia y que juzguemos a los gestos de cada cual por lo que son.
El Adamant guarda un espacio seguro destinado a la creatividad, al cuidado propio y compartido, a la cultura en el sentido más paliativo y comunitario del término. El Adamant es el hogar flotante de quienes han sido apartados de los trasiegos de la rue. Es una utopía renacentista y de eso que llaman “Estado del bienestar”, un oasis calmado donde brillo y locura llegan, en efecto, a confundirse: recordaréis con toda seguridad a Frédéric, aquel dandy de voz sedosa que se compara con Van Gogh y Jim Morrison mientras se inventa rimas que, oye, no están nada mal.
A bordo hay clases de yoga, clubes de cine y pintura, una pequeña cafetería autogestionada. Todo se discute, incluso cuando alguien se deja llevar por la rabia. “En el Adamant” puede pecar de naíf, descuidando en montaje lo farragoso o feo de una institución que tendrá sus sombras. Sin embargo, la calidez que transpira es muy poco habitual en un cine que aún es poco amable con la diversidad funcional e intelectual. Soleada y tranquila, quizás suavice esta dichosa cuesta de enero.
Así lo reconocían en Berlín, donde ganó el Oso de Oro a Mejor Película gracias al jurado capitaneado por Kristen Stewart. “¿Estáis locos, o qué?”, bromeaba Philibert, que nos recordaba: «Los locos no son quienes creemos». Si su victoria en la Berlinale fue vivida con sorpresa (¿cómo podía ganar una película tan deliberadamente pequeña?), su nominación a Mejor Documental en los Premios del Cine Europeo ya no lo fue tanto. Las victorias tranquilas del Adamant y la maravillosa acogida de “Fallen Leaves” nos demuestran que aún falta cine humanista, del de verdad.