Mikel Zubimendi • Fotografías: Marisol Ramirez
Interview
Raul Zelik
Politólogo y escritor

«Hay necesidad de pensar en otro materialismo»

Somos como las personas entre la vida y la muerte, no trabajamos para vivir bien, sino para reproducir el capital que invade nuestro ser, pensamiento y emociones. Pero ahí está también ese otro muerto viviente, mil veces enterrado y desenterrado: el socialismo. Raul Zelik presenta su último ensayo, donde su apuesta por la vida pasa por la propiedad común, el impulso democrático y el anhelo de luchar contra una sociedad de clase y la desigualdad de género.

(FOKU)

Nacido en Múnich en 1968, Zelik es un mugalari que traspasa fronteras y géneros literarios. Viaja de la crónica a la ficción, del ensayo a la novela, de la narrativa a la teoría, reivindicando ser uno mismo y varios a la vez, escribiendo por una doble necesidad: la presión de contar, de explicar, cuestionar y ridiculizar la realidad; y porque le ayuda a soportar este mundo que está tan lejos de lo deseable.

Politólogo y escritor, se expresa en castellano con fluidez y conoce de primera mano la realidad latinoamericana. Solidario y comprometido con la causa vasca, presenta el libro “Zombis del capital, sobre monstruos políticos y un socialismo verde” (editorial Txalaparta), donde habla de muertos vivientes y de monstruos, de un capitalismo que se autoorganiza sin tener un único centro político donde se toman las decisiones y que, por ello, quizá, es un sistema tan apto para regenerarse. Y habla también del ideal socialista, de nuevas formas de vida, de contar desde abajo, de propiedad común, de un metabolismo natural sostenible. En definitiva, de un socialismo que haya realizado la crítica y el análisis de las razones del fracaso del llamado socialismo del siglo XX.

Atiende a 7K en Bilbo, en el emblemático Café Bilbao de la Plaza Barria, en el corazón del Casco Viejo. Se muestra accesible y sonriente. Pedimos un buen café para acompañar la entrevista, y Zelik, suelto y libre, responde a las preguntas de manera punzante.

¿Cómo llega a su mente esa idea de presentarnos como «zombis del capital», de hablar de muertos vivientes que nos controlan? No son figuras muy comunes en los ensayos políticos. El punto de partida fue contribuir a un debate dentro de la izquierda porque he notado en los últimos siete años que, en el gremio dirigente, ha habido una fuerte desorientación. ¿Qué es hoy ser de izquierdas? ¿Qué es un proyecto progresista y emancipatorio? Se cuestionaba todo. Por ejemplo, en Alemania hemos tenido la decisión de esa corriente -en alusión a la traumática escisión en el partido Die Linke (La Izquierda) de un sector capitaneado por una de sus figuras más relevantes, la diputada Sahra Wagenknecht, que en políticas sociales reivindica posiciones de izquierda, en políticas económicas reivindica más o menos lo que dice la democracia cristiana, y en políticas de inmigración diría que es ultraderechista. El libro es una aportación para defender que sí hay valores fundamentales que tienen vigencia y que tenemos que tenerlos claros.

Pero para que también sea leíble para personas fuera de ese mundo de la izquierda, lo he montado como un ensayo que habla de cine, de la cultura pop, de la literatura, de las telenovelas, de las series. Y para describir la crisis actual del capitalismo, la del zombi creo que es una buena analogía. Por ejemplo, hay mucho debate sobre cómo cambiar la urbanística, el turismo masificado, las grandes superficies, y se dice que son problemas de una mala planificación urbanística, cuando en realidad son procesos propios del capital. Al final, la incapacidad de solucionar la crisis ecológica, la crisis democrática, todo eso creo que tiene que ver con las leyes del capital. En ese sentido, el zombi es la imagen de que no somos dueños de nuestro futuro y de nuestra sociedad, es el capital que lo teledirige. Somos como las personas entre la vida y la muerte, no trabajamos para vivir bien, sino para reproducir el capital.

En esta epidemia zombi de ciudades sin alma, con modelos que destruyen el buen vivir, en ese juego de dos mundos, de luces y sombras, toman especial relieve los monstruos políticos. Y hay víctima llamativa: la política, a la que se condena a la irrelevancia. No creo que sea una epidemia, en el sentido de que estemos contagiados. Estamos sometidos a una lógica social donde lo que cuenta es la generación de ganancia para los grandes propietarios. Muchas veces se ha discutido el fascismo como si fuese una amenaza, un ataque monstruoso a las sociedades liberales. Pienso que, en cierta medida, es consecuencia de esas sociedades. Las democracias liberales tienen una contradicción que son incapaces de resolver: plantean una democracia pero limitada a lo político, supuestamente somos una sociedad de iguales, pero al mismo tiempo garantiza la desigualdad mediante la propiedad y la concentración de riqueza.

En ese sentido, con la profundización de la democracia llega a una bifurcación: o tomas muy en serio la igualdad y la democracia, y entonces, tras un tiempo, como liberal, tienes que plantear también reivindicaciones socialistas de mejor distribución de los patrimonios; u optas por la vía fascista. El monstruo político es un poco eso: la democracia de hoy se está derrumbando justamente porque no es posible una democracia real junto a una sociedad económicamente tan desigual, con tanta concentración de poder en manos de propietarios.

Defiende que «lo personal es político», esa premisa histórica del feminismo. Pero una cosa es lo que queremos ser y otra cosa lo que somos por las condiciones materiales concretas. Planteo la necesidad de pensar en otro materialismo. Uno que tenga en cuenta el metabolismo de la naturaleza, que tome mucho más en serio lo ecológico, y también que sea un materialismo feminista. El análisis marxista solo ha hablado del sector productivo, y hay una crítica feminista casi desde los años 60 que plantea también la necesidad de entender la economía de los cuidados como pilar fundamental de esta sociedad. En ese sentido, creo que es muy importante que la izquierda se reinvente como feminista. La consigna de ‘lo personal es político’ ha sido muy importante a partir del 68, pero hoy vemos que a veces ese discurso se alía con un discurso individualizante, no tanto por el feminismo u otras corrientes, sino por la propia mentalidad de nuestra sociedad. Por ejemplo, en lo ecológico está claro. Es un absurdo pensar que solo con cambiar los hábitos de consumo vamos a parar la crisis ecológica, que es consecuencia de las relaciones socioeconómicas existentes y de la necesidad del capitalismo de expandirse a nuevos territorios y de colonizar nuevos espacios de la vida. Ahí vemos muy claro que, si cambiamos nuestras vidas, no vamos a cambiar la sociedad como tal. Creo que es bueno exigirse cambiar, pero uno tiene que tener claro que también es producto de lo que nos rodea, de las relaciones sociales dominantes de una sociedad.

Defiende una izquierda que vaya más allá de los géneros, profundamente feminista y antirracista, que opere en una matriz de cambio radical... los conservadores de EEUU dirían que plantea una «izquierda woke». En absoluto. No tiene nada que ver con el discurso woke. La izquierda siempre se ha caracterizado por integrar otros anhelos, deseos y luchas de emancipación. El socialismo del siglo XIX también integró las luchas de las mujeres y el feminismo. La liberación de los esclavos en Haití, quizá al principio no fue entendida por los jacobinos, pero la izquierda que nació en el siglo XIX vio que esa lucha evidentemente tenía que formar parte de su praxis. Porque la izquierda, como tal, se caracteriza por demandas universales: la libertad, la solidaridad, la igualdad para todos y todas, siempre plantea un proyecto incluyente que ofrece posibilidades para todos y todas, mientras que la derecha quiere construir entidades que compiten con otras. Cuando digo que hay que acoger nuevos impulsos de luchas emancipatorias, en absoluto cuestiono la necesidad de desarrollar luchas más tradicionales, como las sindicales.

Para mí la izquierda woke es aquella que se mira al ombligo, que mira hacia adentro sin entender lo que son relaciones estructurales en la sociedad. Un discurso clasista que lo mira como un problema individual sería para mí la expresión de una izquierda identitaria woke, mientras que una izquierda que entiende que detrás hay relaciones estructurales en la sociedad que hay que cambiar, creo que eso es totalmente marxista. En ese sentido, me reivindico profundamente marxista.

También plantea que la izquierda será democrática o no será izquierda. La gran crítica del socialismo al liberalismo es que este tiene un proyecto limitado, que tiene un discurso de libertad e igualdad que al final nunca se cumple, porque las verdaderas relaciones de poder están basadas en el patrimonio, en la gran concentración de riqueza. En ese sentido, un movimiento socialista lo que quiere siempre es radicalizar la democracia y llevarla a la economía, donde hoy está excluida. Democratizar la sociedad es el punto de partida del socialismo. Y teniendo la experiencia de los países socialistas, es doblemente necesaria esa consigna, porque el socialismo nos ha mostrado que puede haber perfectamente sociedades de propiedad común, donde todo está en manos del Estado, pero que han sido terribles sociedades de clase. Pensemos en Rumanía, con Ceaucescu, donde fue prácticamente un estado feudal.

Para entender esta época que nos ha tocado vivir, donde pasamos de una pandemia a una guerra en un telediario, utiliza el término de «época bisagra», donde parece, como dicen los anglosajones, que el cambio será «o por diseño o por desastre». Parto de un análisis de un sociólogo alemán, Klaus Dörre, que plantea que estamos ante una crisis de pinza o de tenaza. Por un lado, es una crisis socioeconómica, que tiene que ver con que el capital, que, por lo menos en los países industrializados, lo tiene cada vez más difícil de invertir exitosamente en la producción, y entonces hay mucho capital que se invierte en burbujas especulativas; la vivienda, las materias primas... hay muchísimas burbujas. Eso conlleva a que vuelve una forma de modelo rentista, que tiene similitudes con el feudalismo. Antes en una economía productiva crecía el bienestar para todos y todas, aunque había desigualdad. Hoy en día si sube el precio de la vivienda, para unos mejora la vida y para la mayoría empeora, cada vez es más inaccesible. Eso lo vemos en muchos campos. La economía rentista conlleva más conflicto, porque la tortilla no se hace mayor y tienes que luchar más por sus pedazos.

También los conflictos geopolíticos nos demuestran que en una economía globalizada cada vez es más difícil una colaboración fructífera para todos. Por otro lado, es la crisis ecológica, el metabolismo de nuestras sociedades con su entorno es insostenible. Porque el cambio climático no es lo único, la biodiversidad probablemente es más peligrosa todavía, su pérdida puede hacer colapsar ecosistemas, y no es un tema abstracto, va a tener graves consecuencias también para la producción de alimentos. Lo social y lo ecológico no son dos problemas aparte, están inseparablemente entrelazados. Y muy rápidamente se convierte también en un conflicto de clase, son los pobres los que no pueden pagar el precio del aceite.

Si no cambiamos rápidamente estas estructuras que impulsan la crisis, vendrá de forma más brutal. Cada vez tenemos menos tiempo para un proceso de transición. Vivimos múltiples crisis, la guerras geopolíticas son la expresión de que la economía globalizada no funciona, la inflación es la expresión de que la era de recursos naturales abundantes y baratos está terminándose. Necesitamos una transición y, si no la hacemos de manera planificada y organizada, vamos a sufrir de golpe la crisis, en toda su escala, en pocos años.

Hablaba de conflictos geopolíticos. Este libro empieza a escribirse en la pandemia y nos llega en medio de la guerra de Ucrania. Dice que la OTAN y la Rusia de Putin son dos caras de la misma moneda, ¿en qué sentido? La caída de la URSS cambió paradigmas. Ya no existía el antagonismo y las antípodas, acabó con el reformismo porque este funcionaba porque había otra alternativa al capitalismo. Pero a la vez, vuelve esa vieja competencia imperialista. Lenin en 1914 no defendía ni a Inglaterra, ni a Francia, ni a Alemania, decía que era una guerra entre potencias imperialistas y que la consigna debía ser ni un soldado para esas guerras. Creo que hemos vuelto, en cierta medida, a esta fase. Ves cómo en Ucrania tienen una guerra de trincheras que es igual de inútil que la Primera Guerra Mundial.

Pero hay cosas muy diferentes también. Todavía Rusia no es una potencia que sea una amenaza real en economía, o en atracción político-cultural, o sea, no es contrapoder real, el único contrapoder que mantiene es en recursos naturales y en la esfera militar. Podemos ver cómo sub-imperios, Irán o Turquía podrían entrar en esa categoría, que son potencias regionales, tratan de subir en importancia a través de la agresión militar. Creo que la izquierda debería ser mucho más crítica con Rusia, y también, por ejemplo, con Irán. Es muy claro que la OTAN es la gran amenaza, el mayor poderío militar en el planeta. Es verdad, desde la lógica de los ucranianos, tienen pleno derecho a autodefenderse, hay necesidad de ser solidario con la población ucraniana frente a la agresión militar. Pero sobre esa guerra, se sobrepone otra: que es la de la OTAN sobre el control geopolítico, para debilitar una posible alianza China-Rusia.

No deberíamos tomar partido por estar al lado de los gobiernos o de los estados, sino optar, como hizo Lenin en 1914, por estar al lado de las personas, y plantear una perspectiva desde abajo. Con el agravante de que hoy no hay movimiento obrero, hay clases populares que no se entienden como tales, que tienen un terrible vacío de conciencia y organización. Pero, al final, es eso, si la Rusia de Putin y la OTAN se declaran la guerra, deberíamos llamar a la deserción en ambos lados, ser antimilitaristas, no es nuestra guerra.

Incide en el concepto «desde abajo». Le da importancia a las narrativas, relatos, a una historia contada desde abajo, a la fuerza de los sujetos subalternos. Sí. Eso lo podemos identificar en muchos contextos históricos, los grandes logros sociales no han sido frutos de gobiernos benévolos, sino de las conquistas y resistencias sociales. Por ejemplo, el fin de la esclavitud en EEUU no es consecuencia de las ideas de Abraham Lincoln, sino de que antes hubo una revolución haitiana y rebeliones constantes en las plantaciones estadounidenses, había también contradicciones internas, desobediencia civil de grupos religiosos, y todo esto, la amenaza de una revolución negra en EEUU y esas resistencias traen el fin de la esclavitud, aunque el racismo haya seguido durante muchas décadas. Esto mismo lo vemos en muchos campos. El liberalismo no nos ha dado el derecho a voto a todos, los liberales hasta 1918 defendían el derecho a voto en Inglaterra y en Prusia solamente para los que tenían patrimonio. No solo las mujeres, un 50%, estaban excluidas, sino que del otro 50% de los hombres, la mitad también lo estaba. El voto igual para todos es una conquista de los movimientos feministas y de los movimientos socialistas que dijeron ‘el obrero también tiene derecho’.

La democracia del bienestar social en Alemania no es consecuencia de Ludwig Erhard, que era un neoliberal, sino que hubo una cadena de huelgas generales en los años 1947-48 que obligaron al Gobierno a ceder en algunas cosas. Lo que pasa es que de esas huelgas ya nadie sabe nada, es prácticamente una historia desaparecida, fueron masivas, y no tenemos esa narrativa desde abajo. Las clases de abajo se han autoconstruido con sus tejidos sociales, las organizaciones, los partidos, los sindicatos, muchas veces, vinieron luego, pero lo primero ha sido la capacidad de la gente de abajo de desarrollar y cultivar sus lazos solidarios.

Defiende el socialismo y se reivindica de una cultura marxista, ¿pero qué concepto de socialismo y con qué claves? Socialismo es menos el modelo terminado y menos el poder del Estado. Muchas veces se ha identificado el poder del Estado con el socialismo, y creo que lo importante para los socialistas era democracia y una sociedad sin clases. Son los dos objetivos principales y para lograr eso lo principal es contrarrestar la propiedad privada. El anarquismo insistía más en hacer desaparecer el Estado, el socialismo decía que tenemos que luchar y combatir la concentración de la propiedad privada, de los medios de producción, de los grandes patrimonios. Socialismo es lucha por la propiedad común, porque para llegar a una economía democrática, de bienestar para la sociedad, se necesitan otras relaciones de propiedad. Lo que hace falta es un ecosistema de propiedades comunes, cooperativas, empresas públicas, empresas municipales... Por ejemplo, no tiene ningún sentido privatizar la red de trenes; lo vemos en Suiza, país muy neoliberal, que tiene una red de trenes estatal, que es la mejor de Europa.

Hay otro elemento que deberíamos destacar más: los bienes comunes tradicionales, los sistemas de pastoreo comunal, el de los bosques... permite que todos tengan algún acceso a los recursos, es una forma de tener una economía relativamente democratizada, todos lo cuidan para que sea sostenible ecológicamente en el tiempo. Y estos bienes comunes han tenido su renacimiento en la esfera digital. Wikipedia o Linux son dos ejemplos que muestran que puede haber comunidades globales de propiedad común donde la gente con su contribución produce productos muy adelantados, Linux es un sistema operativo muy potente, que funciona muy bien, construido sin beneficio privado.

Puede haber diferentes formas de propiedad común, una propiedad democrática donde las comunidades controlan y se apoderan de estos tejidos económicos. Luego, evidentemente, surgirán muchas preguntas: ¿cómo será el intercambio entre una cooperativa y una empresa municipal? ¿A través del dinero? ¿Qué tipo de mercado es? ¿Precios regulados o precios libres? Son los viejos debates, pero hay herramientas y experiencias que conocemos. No todos los mercados son iguales, ni todas las planificaciones son socialistas. Lo principal es la propiedad común, el impulso democrático, y el anhelo de luchar contra una sociedad de clase y la desigualdad de género.

Para terminar, en todo este debate, dígame que los pesimistas también se equivocan. La ventana de oportunidad que existió en el sur de Europa hace 10-15 años con la crisis financiera evidentemente se ha cerrado. El optimismo que yo tenía en aquel momento, viendo lo de Grecia, Portugal o el Estado español, no fue tan justificado. Pero, por otro lado, hay que partir de que la situación es mucho más seria de lo que la sociedad cree, que sigue como si todo fuese normal. Gramsci decía que hay que ser pesimistas de mente, del sentido, pero hay que mantener también un optimismo de corazón. Es muy cierto que en una crisis siempre hay diferentes posibilidades, en cualquier colapso puede haber soluciones más solidarias, o soluciones más violentas y excluyentes. Por ejemplo, si ahora empeorara la situación de los alimentos para las capas populares, hay posibilidades de resolverlo de manera relativamente solidaria y reconstruir tejidos sociales, y hay posibilidades de que se declare una guerra de todos contra todos. Y como izquierda, y también como personas con valores fundamentales, como musulmán, cristiano o judío que tienen en serio su ética, no me importa, siempre hay la posibilidad de optar por vías solidarias y humanas.