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LA MÚSICA POPULAR AMERICANA EN UN NOMBRE DE MUJER

Ella Fitzgerald, la voz que universalizó el jazz

Reconocida actualmente como una de las grandes intérpretes de la música popular, su carrera tuvo que avanzar enfrentada a restricciones raciales y de género, a las que se sumaron opiniones discordantes respecto a su determinación por mantenerse en continua evolución artística. La consumación de una discografía imponente, donde se reflejan los distintos acentos que ensancharon las fronteras del jazz, sirve de insuperable aval para encumbrar su figura.

Imágenes cedidas por Libros del Kultrum.

William Fitzgerald y Temperance ‘Tempie’ Henry fue una de las muchas parejas que participaron en ese éxodo que abandonó el sur rural de Estados Unidos a principios del siglo XX, acosados por el racismo y el capitalismo más agresivo, para dirigirse hacia zonas industrializadas. Newport News (Virginia), dado su papel de puerto de embarque para una economía que florecía propiciada por las necesidades derivadas del estallido de la I Guerra Mundial, significó su lugar escogido para criar a la recién nacida Ella Jane (25 de abril de 1917-15 de junio de 1996 ). Un “paraíso” al que la llegada del final del armisticio sumió en una recesión que en paralelo multiplicó la segregación racial. Situación global deteriorada que, junto a la separación del matrimonio (no legalizado), encaminó a madre e hija, en compañía de su nuevo “amor”, hacia Yonkers, una ciudad neoyorquina de fuerte arraigo para una inmigración portuguesa que ejercería de efecto llamada para otras muchas nacionalidades, conformando un heterogéneo espacio transformado en un ejemplo de convivencia y tolerancia que anidaría en la conciencia de aquella niña.

Bajo este paisaje precario, implementado por el accidente de coche que dejaría secuelas finalmente fatales en su madre y que supuso quedar al cuidado de un padrastro al que siempre le rodearon las insinuaciones, muy veraces, de abusos sexuales, comienza el relato sobre una de las cantantes más icónicas, Ella Fitzgerald. Biografía que desentraña con una torrencial y esmerada recapitulación de datos el libro, titulado con el nombre de la artista, de Judith Tick (Libros del Kultrum, 2024), tan profuso en detalles que inevitablemente entorpece algo una narrativa que sin embargo no empaña el valor de una obra que desvela, y revela, la trayectoria, más profesional que personal, de una de las voces más destacadas con las que ha contado la música popular.

De izquierda a derecha: Mildred Bailey, Ella Fitzgerald, Count Basie y Helen Humes, en el Savoy Ballroom (1949). Abriendo reportaje, Fitzgerald se presenta como invitada para cantar en la cita de Dizzy Gillespie en el Downbeat Club de Nueva York (1947). Otto F. Hess; cortesía de la Biblioteca Pública de NY. Cortesía de William P. Gottlieb / Fondo Ira y Leonore S. Gershwin, Biblioteca del Congreso

HARLEM, HOGAR MUSICAL

Si las exiguas clases de piano a las que acudió de pequeña fueron suficientes para otorgarle una capacidad bastante avanzada para leer partituras, la escucha de los pocos discos almacenados en su casa, especialmente los realizados por The Mills Brothers o Mamie Smith, y las canciones en boga por aquel entonces, resultando por encima de todas influyente en su memoria la interpretada por Louis Armstrong, “Ain't Misbehavin'”, anticipaban una especial admiración por el trabajo vocal y las melodías, cualidades que expresaría en su propia persona con el paso del tiempo.

Aptitudes, inicialmente encaminadas al baile, que germinarían precozmente con sus visitas al bullicioso barrio de Harlem, insuflado de un espíritu festivo derivado de la derogación de la Ley Seca que locales como el Teatro Apollo aprovecharon para realizar audiciones para intérpretes amateurs, llamada a la que acudió Ella Fitzgerald para, por medio de una nerviosa pero talentosa interpretación del tema “Judy”, hacerse con el premio e iniciar una serie de espectáculos en formato vodevil con los que recogería sus primeras críticas locales elogiosas.

Un paso hacia la profesionalización que, pese a las primeras reticencias, fue apadrinado por Chick Webb, respetado director de orquesta que aglutinaba en su estilo la ascendencia afroamericana y una instrucción clásica, quien no solo la integró en la formación, sino que la posibilitó inaugurar su nómina de grabaciones con “Love And Kisses”. Una trayectoria que, si había partido de una intérprete de apocado carácter sobre las tablas, desembocó en la transformación de un animal escénico. Un itinerario decorado de exitosas canciones, como “If You Can't Sing It”, “You'll Have to Swing It (Mr. Paganini)”, “Sing Me a Swing Song (and Let Me Dance)” o sobre todo la dicción “infantilizada” de la juguetona “A‐Tisket, A‐Tasket”, que, pese a conducirla hasta conquistar el trono del swing, siempre estuvo cuestionada por la elección de sus temas, dado su origen lúdico o poco trascendente. Una problemática que desnudaría las imposiciones a las que su repertorio tantas veces estuvo supeditado en busca de un auge comercial en detrimento del calado artístico.

Ella Fitzgerald con Joe Pass en el Jones Hall de Houston (1983). Cortesía del autor de la fotografía, Tad Hershorn.

REINAR PESE A LAS ADVERSIDADES

En una época tan convulsa como los años cuarenta, la forma de acomodarse en el ámbito musical no estaba exenta de todas las contradicciones que vivía una sociedad tensionada racialmente. Si para escuchar su primer disco en la gramola de un local tuvo que recurrir a un hombre de raza blanca para que lo pusiera con el fin de poder oírlo desde la puerta, dada la prohibición de su acceso al interior, ser mujer al frente de una banda, más allá de la propia condición de mero embellecedor que se le otorgaba, significaba permanecer vetada en ciertos ámbitos de difusión por su color de piel, haciendo que cada grieta por la que colarse en la programación de la radio o en una sala de prestigio suponía, además de insuflar poder de convocatoria, un valor simbólico que la comunidad afroamericana abrazaba como signo reivindicativo. Un rol como referente, alentado por un significativo posicionamiento ideológico que la llevó a hacer campaña por el candidato del Partido Comunista o a participar en revistas de la izquierda radical, que sin embargo albergaba una realidad que hablaba de salarios bajos, poca autonomía y limitada resonancia popular, algo que además se volvía especialmente lacerante cuando resultaba consecuencia de la valoración respecto a un aspecto físico, en constante cambio a la hora de buscar estilizarlo y mostrarse más sugerente, que no encajaba en los llamativos prototipos que buscaba la industria.

El fallecimiento de Chick Webb, y pese al liderazgo heredado de forma natural por la cantante, supuso la paulatina extinción de su banda, no sin antes seguir dejando un reguero de exquisitas composiciones como “Goodnight My Love” o una “I Got It Bad (And That Ain't Good)” que evidenciaba una tendencia por las baladas intimistas. Una propensión que incomodaba a su discográfica, que seguía apostando por temas más triviales y azucarados que además respondían a la demanda de un público que buscaba anestesiar los horrores de la Segunda Guerra Mundial con formas más livianas. Un encasillamiento, alrededor de esa hibridación entre el jazz y el pop, que chocaba con su innegociable vocación aperturista, haciendo caso a los consejos de su mentor, que le instaba siempre a llegar primero y de la mejor forma posible a cualquier novedosa tendencia, que se vio inspirada por el surgimiento del Bebop, engendrado por las talentosas manos de Charlie Parker o Dizzy Gillespie. Un género de nerviosa e improvisada cadencia que se convirtió en su nuevo hogar mientras sublimaba la herramienta que suponía el “scat”, una forma de hilvanar sílabas sin más significado que poner letra a los fraseos instrumentales, acrobacias que se deslizaban gráciles en “Flying Home How”, “Oh Lady Be Good” o “High The Moo”.

Con Louis Armstrong trabajando en su álbum «Ella and Louis» (1956). Cortesía de Bridgeman Images

UNIVERSALIZAR EL JAZZ

La elasticidad con que lograba adaptarse y acaparar las virtudes de diferentes idiomas musicales era al mismo tiempo una condena que le llevaba a ser cuestionada por ciertos espectros de la industria que, consecuencia de ese nomadismo estilístico, se sentían desorientados y ponían en entredicho su identidad. Unas diatribas que, sin embargo, no eran compartidas por un público que demandaba su presencia fuera de Estados Unidos, siendo de las primeras que trasladó el jazz a Gran Bretaña, recogiendo un éxito popular que, no obstante, no se manifestaba, o no de la manera esperada por su entorno, en el incremento de un número de ventas que se buscaría a través de singles que se adherían al florecimiento de nuevos géneros, como el Country & Western, del que adaptaron un “Crying in the Chapel” que desbordó las arcas de una discográfica que mantuvo con la artista un acuerdo de mutuo entendimiento, aceptando “donarle” ciertos espacios creativos a su gusto, manifestado por ejemplo en su primer disco largo, “Ella Sings Gershwin”.

Asumiendo que su hábitat preferido era el contacto con el público, una relación intensa que le hacía vibrar cuando notaba su aliento y sumía en desesperación cuando le daba la espalda, y que su impulso comercial dependía de ello, la construcción de un contundente formato, escoltada por la Jazz at the Philharmonic, dinamitó cualquier frontera y la propulsó a lo largo y ancho de Europa a través de mastodónticas giras. Un viejo continente que entablaba una relación con la música de manera particular según cada país, siendo especialmente emocionante la acogida en Alemania, que veía en estos ritmos de origen afroamericano una forma de purgar su pasado más reciente.

Un recibimiento que sin embargo en Estados Unidos seguía dictado por el racismo y la segregación, manteniéndola alejada de unos grandes auditorios y hoteles que continuaban observando a las intérpretes de este tipo de música bajo una imagen patibularia e indecente. De ahí que cada espacio conquistado suponía una victoria por la normalización, como lo supuso estar cálidamente arropada en el estreno del club Basen Street, donde celebró su decimonoveno aniversario de carrera, o la participación en la primera edición de lo que sería denominado posteriormente el Newport Festival, una localidad de veraneo para las clases pudientes que no ocultaron su animadversión por esos extraños invitados. Pero fue la casualidad, produciendo el encuentro con Marilyn Monroe en el Tiffany, y la buena relación causada mutuamente, la que significó cruzar esa frontera -tras intercesión de la actriz- especialmente espinosa de los clubes selectos para blancos, actuando y triunfando en el lujoso Mocambo.

Acompañada por su hijo y sus sobrinos (1966). Ella Fitzgerald Collection, Archives Center, National Museum of American History, Smithsonian Institution.

EN BUSCA DE LA ESENCIA

Esa tensión siempre latente entre lo que llegaba a ofrecer en la cercanía con lo volcado en el estudio de grabación, acabó por dilapidar su relación con el sello Decca, recalando en el recientemente creado Verve. Un primer paso ya descriptivo de la nueva formulación que tenían pensada para la artista fue propiciar la realización de un disco como ‘‘Ella Fitzgerald Sings the Cole Porter Song Book”, donde asumía la difícil empresa de, sobre todo, trasladar a su idiosincrasia las sofisticadas letras que poblaban esas canciones. Con el temor de alterar la naturaleza de dichas composiciones, el compromiso de Ella para respetar la naturaleza original de estas y no imponer su personalidad, lo que no le impidió ampliar su nervio melódico, fue criticado por la supuesta apatía que reflejaba. Reticencias enterradas con el paso del tiempo debido al magistral resultado alcanzado.

Con mayor seguridad afrontó, dada la conexión personal que existía con Louis Armstrong, el proyecto “Ella and Louis”, un disco que trasladaba hasta al oyente la extensa empatía entre ambos y la felicidad que irradiaban al juntar sus dos tonos particulares a la hora de cantar. Otra alianza, aunque esta vez por separado, se vivió al compartir cartel junto a Billie Holiday, ambas encumbradas como las dos mejores voces del jazz, en una nueva edición del festival de Newport y que sirvió para visibilizar dos formas muy diferentes de adentrarse en el género. De hecho sería a la muerte de la intérprete de “Strange Fruit” cuando se abrió un debate que, si no pretendía descabalgar a Ella de su título, sí señalaba su condición menos pura e intensa, achaques a los que siempre estuvo sujeta y que con la misma rutina resultaban injustos.

Incluso para aquellos más reticentes a la continua mutación a la que se había adscrito, en lo que era una manera de no romper sus lazos de unión con el público, al mismo tiempo que de sentirse en constante renovación, hay una parte de su obra que se mantiene impoluta frente a cualquier desplante, y son la serie de grabaciones denominadas “Song Book”, o lo que es lo mismo, el homenaje personal a los compositores canónicos de la época. Una brillante saga que, tras Cole Porter, tuvo como protagonista a Duke Ellington. Un proyecto que escondía bajo su mayor logro contar con la presencia del propio músico y su banda, el riesgo derivado de la forma de encarar la escritura del compositor, basada en una suerte de improvisación que se amoldaba a quien tenía a su lado, por lo que esa (re)escritura hecha en directo significó una fórmula difícil de seguir. A pesar de ello, el resultado es el de una Ella que asume perfectamente la condición original, pero logrando incluso agrandar el ya excelso repertorio, realizando un sobresaliente ejercicio de historia popular.

Cualquier duda sobre sus méritos quedó huérfana de defensores con un trabajo que le supuso dos premios en la primera edición de los Grammy, galardones que iría acumulando con el paso del tiempo, y que inauguraba toda una serie de álbumes que mantenían el mismo concepto alrededor de los ilustres nombres de Rodgers & Hart, Irving Berlin, George e Ira Gershwin, Harold Arlen, Jerome Kern y el letrista Johnny Mercer. Una formulación reiterada que hacía asomar el fantasma acomodaticio de haber encontrado una receta ganadora, incertidumbre rápidamente resquebrajada asumiendo el reto de adaptar a sus cualidades la ópera “Porgy And Bess”, a la que imprimió, obedeciendo su carácter lírico, todo un muestrario de la tradición musical negra.

Trabajando con Norman Granz en uno de los cancioneros, a finales de los 50. Ella Fitzgerald Papers, Archives Center, National Museum of American History, Smithsonian Institution.

AFERRARSE AL PRESENTE

Acostumbrada como estaba a que su figura engrandeciera en sus abismales giras alrededor del mundo, latía en ella la necesidad de encontrar vehículos que regatearan el circuito exclusivo de sus seguidores, siendo la televisión y la radio su objeto de deseo en busca de hallar un altavoz con mayor proyección a la hora de exportar su creatividad alrededor de todas las personas y, con ella, un mensaje de hermandad y solidaridad colectiva. Pese a algunos resultados históricos, como su aparición en el programa “The Ed Sullivan Show”, la entrada durante los años sesenta de una extensa ola de nuevos géneros suponía una llamada de atención, por supuesto artística, pero principalmente una oportunidad para demostrar su flexibilidad a la hora de congraciarse con el presente. Un aspecto especialmente manifestado con la irrupción de los Beatles, vilipendiados por los exigentes y poco maleables oídos clásicos pero admirados por Ella, hasta el punto de grabar “Can't Buy Me Love” y sumar otros éxitos ‘Fab Four’ a sus actuaciones.

En esa incierta tesitura donde los valores en alza se multiplicaban mostrando su oposición a pasados dogmas, el desinterés por el jazz conllevó su lógica falta de ventas y repercusión, contexto que impulsó a Ella a abandonar el sello Verve, cada vez más centrado en esa savia nueva, para poder trabajar de forma más liberadora. Una decisión que, por una parte, le lleva a esgrimir todo lo que significa el arquetipo clásico, con discos exuberantes como el “Ella at Duke's Place”, donde alternaba su capacidad más sobria con una tendencia de mayor desparpajo, mientras que también busca emparentarse con la sociedad del momento, incluso asumiendo ciertas proclamas políticas, sin perder su reconocible carácter conciliador, relacionadas con el “Black Power”, e igualmente tendiendo la mano a genios en ciernes por aquel entonces como Bob Dylan, Marvin Gaye o James Brown, llegando incluso en pleno concierto en el Lincoln Center a mostrar su respeto, con el consiguiente rechinar de dientes de los más puristas, por los Monkees.

En esa peligrosa tierra de nadie en que se instala, donde tiene su mayor pico de indefinición con el disco “Ella”, recogiendo ciertas sonoridades o acompañamientos rock -de hecho cuenta con el habitual pianista de los Rolling Stones, Nicky Hopkins-, su carrera se mantiene a flote, a pesar de los primeros achaques de salud, especialmente graves los relacionados con su visión y una intervención cardiovascular, por el magnetismo asociado a su propia figura. Un ejemplo de perseverancia y talento, especialmente encomiable para alguien que ya ostenta el membrete de gran icono del jazz, que fue agasajado en el Carnegie Hall por un público poblado de jóvenes que mostraban su reconocimiento con continuos aplausos y vítores.

Es durante esa época a caballo entre los ochenta y noventa, paradójicamente cuando el género sufría cierto repunte apoyado por el éxito de ya voces consolidadas como la de Sarah Vaughan o nuevos proyectos como The Manhattan Transfer, cuando su delicada salud, en la que aparecen las consecuencias de una diabetes que le obliga a tener que amputar un dedo, desaceleran sustancialmente el ritmo de unos conciertos que ya desde hace años mostraban a esa limpia voz aniñada bajo un registro mucho más maduro. Debido a la total incapacidad que le proporcionan los diferentes y graves problemas en sus piernas, decide instalarse durante sus últimos años de vida en Beverly Hills, rodeada de amigos y familiares.

Puede que precisamente esos últimos instantes de existencia, a pesar de estar apagados creativamente, reflejen la verdadera trascendencia de Ella Fitzgerald, más allá de como nombre aupado en la historia, por su íntima vinculación a la música. Imaginarse a su hijo postrado en la cama interpretando alguno de sus temas; la emotiva escena convocando a un trío de instrumentistas tocando una “serenata” en el piso de abajo para que la pudiera oír desde la habitación en que estaba enclaustrada o el trágico romanticismo que significaban sus arrebatos solicitando ser vestida de gala como si se dirigiera a una actuación, desvela ese irrompible vínculo sonoro que nunca abandonó. Incluso cuando ya en su funeral, y sea simbólico o real lo expresado por varios de los presentes, que tras cesar la interpretación de “Poor Butterfly” por parte de Keter Betts, fueran los pájaros quienes tomaran el relevo para romper el silencio entonando sus trinos, es quizás el mejor legado al que puede aspirar una cantante, dejar una huella de belleza dispuesta a ocupar cualquier resquicio existente.