APR. 28 2024 La historia perdida de Daniel Barandiaran, un místico en el olvido Antropólogo, escritor, viajero, religioso y políglota, pero por encima de todo, un generoso explorador del alma humana. Por primera vez, su pareja relata la biografía inédita de “Aushi Walalam”, un guipuzcoano indómito con hechuras de santo. Daniel Barandiaran en 1968 con el niño yanomami, Aushi Posawai. Archivo familiar Unai Aranzadi Archivo familiar Una venezolana de raíces sefardíes abre un álbum fotográfico en Oion, la localidad más meridional de Araba. Las fotografías que este guarda se encuentran desorganizadas, comprendiendo diferentes etapas del siglo XX en tres continentes distintos. Daniel Barandiaran Larrañaga es el protagonista del álbum y, aun así, es difícil dar con una fotografía en la que se distinga bien su rostro. Aparece de lado, borroso, en la lejanía, o simplemente como era él, feliz en el anonimato. Página a página, los maridajes inesperados entre norte y sur, oriente y occidente, se atisban remotos en los ángulos de estas imágenes. Un Cristo propio de la ortodoxia bizantina se levanta en una enorme maloca indígena del Orinoco. Personas con narices aguileñas como las descritas por Charles Hennebutte en su viaje a Gipuzkoa, posan en un oasis beduino. ¿Qué posibilidades existen de reconstruir la biografía perdida de Barandiaran mediante estos retales inconexos? La única pareja que tuvo este antropólogo nacido en Eskoriatza el 11 de diciembre de 1921, es también, quizás, la única persona que puede ayudar a rescatar la historia de un personaje perdido en las brumas del tiempo. Y lo hace por primera vez en su vida pero bajo la condición de permanecer al margen, como siempre le gustó permanecer a su compañero, fallecido en 2011. «A Daniel le ofrecieron escribir su biografía muchas veces, pero él nunca quiso. No tenía ego», asegura esta mujer, veinte años más joven que Barandiaran. «Respondiendo a tu pregunta sobre sus orígenes, creo que el padre de Daniel fue un trabajador ferroviario hecho prisionero por las tropas de Franco y llevado a realizar trabajos forzados en las vías de Sevilla. Su madre era ama de casa. Era una familia numerosa de Eskoriatza con simpatías nacionalistas». Bajo estas líneas, el antropólogo camina flanqueado por sus padres en un homenaje que le hizo el pueblo de Eskoriatza. Eskoriatzako Udala - Archivo Público Daniel Barandiaran. A partir de ahí, poco más acerca de sus primeros años en la época franquista. «También sé que fue estudiante en la Universidad de Zaragoza, y que tuvo problemas por decir lo que pensaba sobre la dictadura. No se callaba nada de lo que sentía. Eso fue así durante toda su vida y lo llevó siempre hasta las últimas consecuencias, causándole no pocos problemas», recuerda. En una fotografía de 1942, el guipuzcoano aparece en Valladolid con 21 años. ¿Otra etapa universitaria lejos de casa? «No lo sé. Pero sí sé que después estuvo exiliado en Francia, y pasó por Loupiac, cerca de Burdeos. También que estaba licenciado en Antropología e Historia y que fue barquero en Mont-Saint-Michel, pasando gente de un lado a otro cuando aquello aún no era una atracción turística». La vocación religiosa, de un cristianismo ecuménico y no sectario, fue una convicción que Barandiaran mantuvo desde su juventud hasta el último día de su vida. Sin embargo, incluso eso lo tuvo que llevar a cabo de forma enigmática. «No sé dónde se ordenó como sacerdote, pero sí que hizo parte de los Hermanos de Jesús franceses. Él miraba a Oriente, y sé que de joven hizo un viaje por Rusia y sentía como suyo lo ortodoxo, pero desconozco los detalles de todo eso. Es que él nunca hablaba de sí mismo», sostiene. Los Hermanos de Jesús son una institución laical y católica inspirada en la vida y los escritos del místico francés Charles de Foucauld, explorador y sacerdote de gran calado espiritual entre los viajeros que buscan respuestas en el desierto, la vida ascética y el compromiso con los humildes. Esta congregación se caracteriza por evitar el proselitismo y predicar mediante la entrega a los demás, mayormente en campos como el del trabajo social o la enseñanza. «Sí, como Foucauld, Daniel amó el desierto», corrobora su compañera en una habitación donde convive una menorah hebraica con un garrote yanomami y pergaminos de Egipto. Al igual que el Jesús histórico descrito por cronistas del periodo romano como Josefo o Tácito tiene unos años perdidos (básicamente toda su juventud), Barandiaran viaja del Estado francés a Oriente Medio sin que su compañera pueda dar muchos detalles de esa etapa. «Llegó primero a Beirut. Allí sabemos que dio clases en la universidad y estuvo con la Media Luna Roja en campamentos de refugiados palestinos como Sabra y Chatila. De ahí pasó por Siria, donde hizo amigos muy entrañables. Después bajó al desierto, estuvo conviviendo con los beduinos y pudo realizar algunas curas a gente que necesitaba atención. Posteriormente estuvo en Jerusalén, y de ahí pasó a Egipto, donde fue profesor en la Universidad de El Cairo». A la izquierda, caminando acompañado en una de sus visitas a Oriente Medio. A la derecha, un texto en hebreo que significa «Bienvenido a casa de los Barandiaran». Unai Aranzadi, Archivo familiar DE ORIENTE MEDIO AL AMAZONAS Su colega, el antropólogo venezolano Miguel Ángel Perera -ya fallecido-, dijo que Barandiaran hizo un doctorado sobre el sabio, místico y viajero andalusí Ibn Arabi (Otro Charles de Foucauld, pero en musulmán y de mil años atrás). También se sabe de diferentes fuentes que el guipuzcoano poseía un árabe fluido. «Lo hablaba muy bien -recuerda su compañera-. Cuando vivíamos en Venezuela, los sirios a los que íbamos a comprar esa comida tan rica que preparan, se sorprendían de ver a Daniel hablándoles en árabe». No solo eso. Perera cita en una revista que, además, podía leer ruso en cirílico. ¿Lo aprendió en Rusia? «No sé dónde lo aprendió», responde su compañera. «Solo sé que hablaba siete u ocho idiomas. Y también que pintó muchos pantocrátor de ese estilo cristiano ortodoxo con el que él se identificaba tanto. Yo aún guardo uno. Es este», y muestra una tabla bellísima, con un Salvator Mundi digno de estar colgado en un templo o museo. De sus años en Oriente Medio no se sabe apenas nada más. Tan solo la breve cronología mencionada. «Daniel me dijo que al final de aquella etapa se puso del lado de los argelinos que comenzaban a buscar la independencia de Francia, y que eso le acarreó problemas, por lo que en un momento dado los Hermanos de Jesús le ofrecieron irse como antropólogo en una expedición de tres meses por Venezuela. Allí sí que se enamoró de todo, y dijo: ¡aquí me quedo!». Y así como el maíz traído de América aumentó la esperanza de vida en Euskal Herria, Barandiaran se convirtió en uno de los mejores aliados que hayan tenido jamás los pueblos originarios de la patria del Libertador. «Debió de ser cuando él ya tenía treinta y pico, a comienzos o mediados de los años cincuenta, que comenzó su estancia con los indígenas makiritare-yekuana del Alto Cauna. Allí fundó el pueblo de Jibitiña o Santa María del Erebato, llamado así porque por ahí pasa el río Erebato». A cientos de kilómetros de la pista forestal más cercana, pasó seis u ocho años tratando de mejorar la vida de los indígenas makiritare, estudiando su lengua, y documentando su cultura en la comunidad indígena de Kadanakuni. Una de las malokas en las que convivió con los yanomami. Aislado en aquella inmensidad virgen, los antropólogos, misioneros y exploradores más reputados del mundo hablaban de un hombre que vivía entre los indígenas, dominando su lengua, caminando descalzo y defendiéndolos con una vehemencia que no todos supieron comprender. Llegado el año 1961, acogió durante meses a un joven científico y explorador llamado Charles Brewer-Carías (hoy sensacionalmente conocido como “el Humboldt del Siglo XXI”), quien posteriormente descubriría la cueva de cuarcita más grande del mundo, exploraría los icónicos tepuis, y daría nombre a nuevas especies de anfibios y plantas. En una de sus memorias, Brewer-Carías ha dejado escrito que Barandiaran se hizo conocido por ser la primera persona aceptada por los makiritare que se aislaron durante casi 200 años tras una revolución contra los españoles. «Luego Daniel se fue aún más al interior con los yanomamis y ahí sí que perdió la cabeza porque fueron su gran amor -recuerda su pareja-. Al contrario que los makiritare, estos eran recolectores, nómadas que iban cambiando de lugar». Aunque la desembocadura del río Orinoco en el Océano Atlántico fue identificada por Cristóbal Colón el 1 de agosto de 1498, las fuentes de ese caudal no fueron totalmente cartografiadas hasta el tiempo en el que Daniel Barandiaran llegó a esa región en la que el bosque tropical se funde con la selva amazónica. Sirva como ejemplo de lo desconocida que era aquella geografía para los no indígenas, que el Kerepakupai Merú (más conocido como “Salto Ángel”, una de las siete maravillas del mundo) no fue visto por los exploradores occidentales hasta una fecha tan reciente como 1933. Sin embargo, lejos de buscar récords, capitalizar su arrojo o conquistar reconocimientos de ningún tipo, Barandiaran vivió su exploración de almas, pueblos y territorios con humildad y al más puro estilo foucauldiano. A la izquierda, Aushi Posawai, muy querido por Barandiaran y su compañera. En medio, a bordo de una curiara de 24 metros hecha de un solo tronco. A la derecha, uno de los yanomami con los que Barandiaran vivió en los años sesenta. Archivo familiar «HOMBRE TRANSPARENTE» Siendo así, su nivel de compenetración con los yanomami fue tal que la comunidad lo adoptó como uno más, poniéndole el nombre de “Aushi Walalam” (hombre transparente) por su honestidad. Dicha compenetración alcanzó su cénit un día que el guipuzcoano sufría un grave episodio de paludismo. El chaman del poblado yanomami que lo acogía le dijo que no se preocupara, pues en caso de morir, lo quemarían para beber sus cenizas. «Sí, esa historia es cierta -recuerda su pareja-. Tras morir, los indígenas te queman y mezclan tus cenizas con sopa de plátano, y al beberla se adquieren las bondades que tenía esa persona, quedando unida a la comunidad por siempre. Eso solo se hacía con la gente más querida del grupo». La negación de su lengua e identidad vasca frente a la castellanización forzada que sufrió durante la dictadura franquista, le hizo entender parte del sentir indígena, y así lo dejó escrito en uno de sus libros: “El hispano procedió como Dios: Sois a mi imagen y semejanza, y si no, no sois nada”. Tal y como rememora su compañera, «selva adentro se quedó deslumbrado con el hombre primitivo. Con el ser, que era lo que verdaderamente le interesaba». Sin embargo, los antropólogos que llegarían tras él tenían otros planes. El francés Jacques Lizot, apadrinado por el gurú de la etnografía Claude Lévi-Strauss, dejó un reguero de acusaciones de pedofilia, además de escopetas con las que presuntamente compró la voluntad de algunas comunidades. Y otros, como el estadounidense Napoleon Chagnon, abordó la cuestión de los yanomamis partiendo de una riada de dinero que lo condicionó todo (al poblado donde vivía se le conocía como “aldea de Chagnon”). Contactos fotográficos del grupo yanomami con el que convivió en Venezuela. Archivo familiar Santa María del Erebato (o Jibitiña), municipio venezolano fundado por Barandiaran. La forma de trasladar al mundo la idea de quiénes eran los yanomamis no podía ser más contrapuesta. Mientras el guipuzcoano tituló su gran obra sobre los indígenas “Los hijos de la luna”, Chagnon llamó a la suya “El pueblo feroz”. Sobra decir que la versión hollywoodiense del norteamericano se convirtió en todo un best seller que precipitó la irrupción de cadenas de televisión y turistas-exploradores, momento en el que Barandiaran decidió hacerse a un lado, y dejar que otros caminaran por las trochas y aldeas que él abrió con los indígenas en solitario. En 1969 lo llamó el ministro de Asuntos Exteriores venezolano, Arístides Calvani (otro ferviente lector de Jacques Maritain y su humanismo cristiano) y lo nombró asesor para temas relacionados con las fronteras. Tal y como recuerda desde Oion su compañera, «el Estado estaba delimitando las fronteras de la Guayana, que no estaban claras del todo y se hizo también la conferencia del mar. Daniel viajó a Nueva York varias veces para trabajar en Naciones Unidas». Ese fue el tiempo en el que se enamoraría de la mujer que lo acompañaría hasta el último instante de su vida. «Cuando le conocí tenía los pies durísimos de ir descalzo por la selva, así que los zapatos no le entraban. Nos costó dar con unos en Caracas. También estaba acostumbrado a ir desnudo. Recuerdo una vez que hubo un temblor sísmico en la ciudad y él bajó a la calle como Dios lo trajo al mundo. Después de tantos años en la selva, para él era lo natural. Su mentalidad ya era la de los indígenas». Barandiaran en los años 50, trabajando como antropólogo en Venezuela; utilizando la radio para comunicarse desde la Orinoquía y en 1972, frente al micrófono mientras participaba en la III Conferencia sobre el mar de Venezuela. Archivo familiar Abajo, parte de los 20 libros que escribió. Unai Aranzadi MALAS NOTICIAS El 16 de octubre de 1982, y ya totalmente instalado en la vida urbana de Caracas, Barandiaran recibiría una terrible noticia. Su hermana María Ángeles murió acribillada junto a su esposo, Victoriano Agiriano. La Policía española había establecido un control de carretera a la entrada de Gasteiz, y tiró a matar cuando el Seat 127 que conducía la pareja se detuvo e intentó dar media vuelta. El matrimonio temía ser sancionado por llevar consigo tabaco de contrabando. Dejaron cinco hijos huérfanos y una profunda huella en Daniel, quien continuó trabajando como asesor del Gobierno y diferentes instituciones venezolanas hasta el año 1998, publicando un total de 20 obras e innumerables artículos. Hoy, el único ejemplar de “Los hijos de la luna” disponible en el mercado se vende a 315 euros en una librería del Estado francés. No en vano, el filósofo y escritor venezolano, Ludovico Silva Michelena, uno de tantos hombres de izquierda con los que Barandiaran mantuvo contacto, lo definió como «uno de esos raros libros que aparecen en un país para honrar la cultura nacional». Otras obras suyas nos hablan de los pueblos de la Guayana Esequiba, la Cosmovisión de los Yekuana o las misiones jesuíticas del Orinoco. Pantocrátor pintado en Oriente Medio por Daniel Barandiaran. Llegando al fin del siglo pasado y con un cáncer diagnosticado, la pareja decide dejar todo atrás, e irse a vivir donde les es posible costearse una vivienda y recibir quimioterapia. Oion sería su nueva casa. «En Caracas le dieron seis meses de vida, y al final vivió mucho más tratándose aquí. Sin embargo, su mente siempre estuvo con los indígenas. Echaba de menos muchísimo Venezuela». Pese a todo se adaptaron, vivieron felices, y en 2008 pudieron hacer un último viaje a Israel, «que ya había cambiado muchísimo de cuando lo conoció él por primera vez con los ingleses aún», recuerda. En esos últimos años Barandiaran se dedicó a dar paseos, a hacer inventarios del arbolado local y a rescatar leyendas eskoriatzarras como la de la cima de Aitxorrotx, una de las fortalezas más estratégicas de Nafarroa hasta la caída de las tierras occidentales en manos de Castilla. Mientras, en los mentideros de la etnografía venezolana, aún le sobrevivía un puñadito de octogenarios que recordaban sus apariciones tras meses desaparecido tierra adentro, así como también por su fraternal amistad con un gran amigo del pueblo vasco, el héroe de la resistencia francesa y mugalari de la Ligne Comète, Jean François Nothomb, quien también se ordenó hermano de Jesús terminada la II Guerra Mundial. Queda en el aire la duda de si Barandiaran colaboró en el paso de refugiados cuando estaba, o bien en Aragón y Gipuzkoa de estudiante, o bien ya en el Estado francés exiliado. Lo que sí se sabe es que, para gran asombro de todos, Nothomb y Barandiaran se comunicaban en lengua yekuana cuando se veían en Caracas. Fuera como fuere, su viaje a pie por veredas invisibles al ojo no experto, terminó el 9 de octubre de 2011 en el hospital alavés de Leza. A su lado estuvieron su compañera y sobrinos. Posteriormente su cuerpo fue puesto a descansar en un nicho de Oion, pueblo con ecos selváticos por su significado en euskara. Sin quererlo, Daniel Barandiaran pasó a engrosar esa lista de héroes que, aun perdidos, están llamados a ser recuperados por la Historia y brillar en la memoria de los pueblos. No obstante, y al margen de todo deseo por ser reconocido, “Aushi Walalam”, el hombre transparente, partió habiendo cumplido su sueño. Un sueño de derviche errante, sencillo y profundo: Dar con uno en el distinto. Como no podría ser de otra manera, su tío, el sacerdote y patriarca de la antropología vasca, José Miguel Barandiaran, lo entendió perfectamente, y con sincera admiración un día, antes de que su sobrino volviera a la selva, le dijo: «Daniel, yo los he buscado, pero tú los has encontrado».