JUN. 09 2024 PSICOLOGÍA Pertenencias (Getty) Igor Fernández Las relaciones son todo un arte, y en un grupo grande, más. Son también un dolor de cabeza, un disfrute, una necesidad o un encierro. Todo lo que nos sucede, lo hace en una relación y, desde ella, nos movemos. Quizá por darla por sentada, no solemos prestarle una atención exhaustiva, pero siempre está. Sin embargo, no todas las relaciones valen para todo. Podemos entender que simplemente por estar juntos en un lugar y un tiempo idénticos, ya existe algún tipo de relación. Y puede que sí, que se dé una muy básica en torno al civismo y la educación propia de cada cultura, con su proxémica, sus ritmos ‘de manada’, por así decirlo, pero sin mayor intimidad. Sin que el otro sea un sujeto con su propia historia e idiosincrasia, sin ser más que una pieza de lo común -igual que nosotros, que nosotras en un nivel de cercanía básico-. Este tipo de relación funcional, no suele ser fuente de satisfacción, y no suele propiciar la creación de nada común, simplemente es un pacto de no agresión. Que la relación despliegue su potencial depende de muchos factores pero uno de ellos es la experiencia de pertenencia a dicha relación. El error de algunos grupos es pensar, por otro lado, que con la jerarquía es suficiente para llevar a cabo una actividad, bien sea profesional o social, siempre y en todas las circunstancias: «si todos tienen claro quién manda y esa persona a su vez, sabe mandar, el resultado está asegurado». De nuevo, en situaciones de estrés o para procesos cortos, esta aproximación puede servir a un ‘para’, pero, de nuevo, los participantes no dejan de ser piezas sin proyección -sin importar el escalafón de esa jerarquía-, asumiendo como objetivo que con la efectividad es suficiente, y con una creencia de inmutabilidad de las cosas. Nadie, en ese tipo de relación, tiene permitido moverse de su sitio -de nuevo, sin importar el escalafón-. Cuando afrontamos entornos nuevos, retos nuevos, o ante procesos más largos, se requiere un paso más, quizá no de tecnificación de la relación («¿Qué más puedo hacer para manipular las relaciones para mis fines?»), sino de intimidad. Y es que, la intimidad crea pertenencia. Cuando hay que inventarse la vida familiar o empresarial, la vida social, todos necesitan ser tenidos en cuenta, porque todos tienen un papel. La pertenencia ofrece una red de seguridad en la que podremos probar y fallar, cambiar, movernos, mirar desde otro punto o animar a quien no puede o sabe -movimientos inevitables en el cambio-. Cuando sabemos que pertenecemos es menos probable que necesitemos aislarnos y defender a capa y espada nuestras posiciones, como si de ello dependiera nuestra identidad. Nos sentimos menos amenazados o solos, porque nuestra forma única de ser está incluida, porque ella se convierte en un rasgo del grupo, así como la ajena, y justo de esa diferencia es de donde surgirá eso nuevo que ambos necesitamos, pero de manera distinta. De la invitación a la diferencia surgirá la pertenencia.