7K - zazpika astekaria
LITERATURA

Vorágine infantil


Siempre resulta un ejercicio estimulante observar cómo los estereotipos sobre los que se asientan determinados géneros literarios son ingeniosamente alterados. Una tarea que abordan -de manera pegadiza e intrigante- a cuatro manos los autores de esta obra, originalmente escrita y ambientada en plena década de los años setenta. Una historia que traslada el habitual contexto del terror gótico, consistente en viejas mansiones y oscuros bosques, hasta una lujosa casa de vacaciones situada en primera línea de una playa californiana.

Cuerpos bronceados y diversiones acuáticas para la familia decoran el paisaje que acota a cinco niños que disfrutan de su época estival sin la presencia de unos padres, afamados actores (profesión nada casual), que ocupan sus días en jornadas de rodaje por la vieja Europa. La trágica desaparición de su niñera, quien ejerce unas limitadas labores de cuidadora restringidas por su nulo conocimiento del idioma pero, sobre todo, incapaz de competir con la dictadura catódica que emana de la omnipresente pantalla de televisión, deriva en el paulatino embrutecimiento de la actitud de los infantes.

Perdida cualquier referencia humana capaz de tutelar sus acciones, cometido asumido por noticiarios alimentados de constantes informaciones respecto a la guerra y una pequeña pantalla que no descansa en su tarea de arrojar contenidos violentos, el comportamiento de la prole adopta similares rituales a los expuestos en “El señor de las moscas”, recayendo en este caso el papel evangelizador en una inacabable guía de programación televisiva. Con una agilidad narrativa que encadena situaciones de tensión y otras tantas estremecedoras soluciones, el transcurrir de las páginas se cubre de aventuras como si de un libro de la saga de “Los Cinco” se tratara, pero escenificado por la siempre perturbadora pluma de Shirley Jackson.

“Los niños están mirando”, por una parte, rompe esa impoluta jaula de cristal en la que tantas veces se tiende a encapsular al mundo de la infancia, dotándole aquí de todo un muestrario de sibilinos impulsos, pero sobre todo significa un ácido y terrorífico reflejo de las consecuencias que supone dejar a la mediática providencia la labor de educar a quienes, por su edad, absorben a un ritmo desaforado los estímulos que observan a su alrededor. Ceder ese primer descubrimiento al mandato de una caótica industria audiovisual resulta una incitación a sus más anómalos instintos, convirtiéndoles en seres casi tan temibles como los adultos.