El destino de nuestros desechos
El periodista británico Oliver Franklin-Wallis convierte su revelador y literario ensayo, «Vertedero» (Capitán Swing), en un extenso mapa sobre el que se despliegan las múltiples -pero conectadas- piezas de todo el entramado surgido alrededor de los desperdicios generados por los seres humanos, un rastro perfectamente capaz de definir la naturaleza consumista de nuestra sociedad.

Del mismo modo que nuestros afectos y cercanías nos definen como individuos, igualmente significativo resulta todo aquello de lo que nos desprendemos o eliminamos de nuestro alrededor. Una consideración que se extiende mucho más allá del ámbito individual, tanto es así que la arqueología traduce a través de los desperdicios encontrados bajo tierra los usos y costumbres de pretéritas civilizaciones. Un concepto esgrimido como eje vertebrador del extraordinario trabajo realizado por Oliver Franklin-Wallis en su libro “Vertedero”, una profunda y minuciosa investigación sobre la importancia que adquiere la basura, y el modo de tratarla, a la hora de entender y dictar un juicio sobre la sociedad actual.
Si aquello que no se habla, por el mero hecho de no ser enunciado en voz alta, no significa que no exista, los restos que deja nuestra vida cotidiana, pese a tomar un destino casi invisible, son también pruebas absolutamente válidas para entender nuestro comportamiento. En busca de esos desperdicios, y de la forma en que son tratados, se ha embarcado durante varios años este periodista británico. El recorrido por múltiples localizaciones alrededor del mundo han sido volcadas, junto a un número ingente de declaraciones tomadas in situ y análisis científicos, en unas apasionantes páginas que el desagradable olor que despiden no es tanto el de aquellos detritos que analiza, sino el generado por la situación global que revelan.

¿DÓNDE ESTÁN NUESTROS RESIDUOS?
Aunque nuestras ciudades y pueblos aspiran a mostrarse cada vez más limpios e impolutos, más allá de los contenedores que acogen o los camiones de basura que interrumpen el silencio nocturno, resulta una evidencia que algún destino deben de tener todos los desperdicios generados por nuestro constante y desmedido consumo. Pero incluso en ese proceso tan natural, existente desde los primeros albores de la historia, la diferenciación entre norte o sur, o por ser más explícitos entre ricos o pobres, es sustancial.
Nada tiene que ver el vertedero de Ellington, en Newcastle, dividido en estancos autónomos sellados y regidos por una constante evaluación sanitaria, con el de Ghazipur, en Nueva Delhi, denominado como Monte Everest por sus enormes dimensiones creadas al aire libre por los materiales apilados, consecuencia de las más de 2.500 toneladas de ellos que recibe diariamente. Un paisaje proclive a los incendios -consecuencia del calor desprendido por los diferentes objetos en descomposición- y provisto de una constante carga tóxica sobre el que deben transitar millones de ilegales recicladores, jóvenes, incluso niños, de extracción humilde que interrumpen su extenuante jornada laboral únicamente para comer algunos de los frutos que consiguen brotar en ese putrefacto ecosistema.

Al margen de ese retrato humano desolador, medioambientalmente, la mayor rentabilidad que supone para estos enclaves tirar los residuos antes que ofrecer un tratamiento controlado de su gestión origina una perenne emisión de metano, uno de los principales desencadenantes del efecto invernadero. Además, la acumulación y establecimiento en sus profundidades de desechos, donde se ralentiza sustancialmente su descomposición, está expuesta al peligro proveniente del nacimiento de raíces, plagas o inundaciones que propulse su expulsión al exterior. En esta ocasión, tanto lo que se ve como lo que está oculto resulta un absoluto peligro para la salud, tanto propia como colectiva.
Una forma todavía más expeditiva para hacer desaparecer aquello que ya no sirve es quemarlo, una labor, junto a la de su transformación en energía, asumida por las incineradoras. No obstante, la combustión es muy diversa según el tipo de elementos de los que se trate, siendo algunos fuente de emisión de ácido clorhídrico, responsable de la lluvia ácida, dioxinas o furanos, culpables de alteraciones hormonales o cánceres. Los objetivos de estos negocios, por lo tanto, resultan más perjudiciales que lo contrario, ya que incluso su aporte en cuanto a la modificación en energía eléctrica no es especialmente significativa, lo que no ha impedido que ciertos países apoyen, con la excusa de la defensa de las renovables, esta industria a través de unas subvenciones que inducen a sustituir el fuego, lejos de su mística purificadora, por el reciclaje.

COLONIALISMO TÓXICO
Aunque las cifras son irrebatibles, los números inertes necesitan de una interpretación para ofrecer en su totalidad la explicación del relato que componen y, en esa ecuación, el comercio de residuos adquiere especial trascendencia. El ejemplo más paradigmático de las diversas estrategias -y las motivaciones que esconden- adoptadas en este ámbito recae en China, quien debe agradecer su despegue económico en parte a ser en el pasado el gran importador de sustancias desechadas en otras partes del mundo. Su incapacidad para generar de forma natural materias primas les llevó a convertirse de buen grado en el contenedor del mundo para, reciclando todo aquello que les llegaba, lograr alcanzar un sostenimiento propio. Una vez conseguido, la imposición de una ley llamada la Espada Nacional, bajo el poco creíble pretexto de preservar su medioambiente, cortó drásticamente ese suministro, del que ya no dependían, para intercambiar los papeles y adoptar el de exportador con destino a países como Malasia o Sri Lanka. Una fórmula que rige las relaciones en este contexto a nivel mundial donde, lejos de ninguna preocupación honorable, se impone la búsqueda de optimizar intereses económicos particulares.
Una compraventa de desperdicios a la que históricamente nunca le ha acompañado la ética, siendo uno de los bastiones de los grandes grupos delictivos, ya fuera la mafia estadounidense, la camorra italiana o la yakuza japonesa, que se valieron del intercambio de basura a escala internacional como una forma de blanquear y servir de conducto para otros negocios ilícitos. Pero incluso la obtención de forma reglada de este negocio, en manos hoy en día de grandes corporaciones que cotizan en bolsa, no está exenta de múltiples querellas por atentar contra el medioambiente, a veces terminadas en sentencias inculpatorias y, otras, la mayoría, en acuerdos firmados bajo talones de muchos ceros. Una vez más el pestilente olor no proviene de los vertidos, sino de las manos encargadas de manejarlos.

EL DICCIONARIO DE LOS MATERIALES
En ese término abstracto con que se habla de la basura, sin embargo, no todos los materiales contienen en su identidad el mismo nivel de peligrosidad. Algunos, como el plástico, han entrado en el imaginario colectivo como productos especialmente dañinos, lo que ha espoleado el crecimiento de otras industrias que, si bien resuelven el problema de su alta presencia en nuestras sociedades, por otro lado generan una situación no tan idílica como pueda parecer. Las 416 toneladas de papel y cartón que se producen al año suponen un tercio de los árboles talados y, aunque es verdad que esos materiales son reciclados en un ochenta por ciento, eso no impide señalar que por cada kilo de cartón, dada la cantidad de agua que necesita, se precisan más de 170 litros del líquido elemento. Una deforestación, y todo lo que conlleva, que a veces viene rubricada por el logotipo de aquellas empresas constantemente demandadas para saciar la comodidad de obtener nuestra compra en el umbral de casa.
La idea de que el plástico se trata de un material supone un error en sí misma, ya que estamos ante un componente que desde su propia naturaleza es el resultado de una amalgama de elementos químicos despedidos durante el proceso de producción de los combustibles fósiles. Su condición milagrosa, al ser especialmente barato, capaz de adoptar casi cualquier forma y color y ostentar un fácil manejo, le ha convertido en uno de los ingredientes estrella en la historia del empaquetado. Es precisamente esa resistencia que atesora uno de sus grandes problemas, siendo especialmente inmune a la descomposición, segregando una infinidad de pequeñas partículas -y su consiguiente carga tóxica- que solo en la parte superior del océano se han alojado hasta en un número de 24 billones.
Tampoco su identificación en el mercado es bajo ningún concepto clara, ya que esa morfología hecha de múltiples y diferenciadoras capas le impide adoptar una categorización única, muy al contrario de lo que sospechamos como usuarios convencidos de su capacidad total de reciclado. Una tarea, la de descifrar la verdadera esencia de cada producto, ininteligible para el consumidor medio e inabarcable para los centros donde se realiza la labor de una descomposición que, al ser realizada necesariamente a mano, resulta imposible llevar a cabo de manera plenamente satisfactoria. Una indefinición y desconocimiento sobre su verdadera condición a la que no ayudan los datos facilitados por las empresas que, bajo su supuesto compromiso medioambiental, definido con ironía por el autor del ensayo como “ecopostureo”, solo transmiten unos supuestos propósitos que en ningún momento son controlados por entidad alguna.

CAPRICHOS VENENOSOS
Si antaño industrias como la textil o la electrónica servían para cubrir nuestras necesidades, en la actualidad se han convertido en el más certero reflejo del afán acumulativo enunciado por el capitalismo. Por si sus campañas de marketing no fueran suficientes para incitar al gasto, la obsolescencia programada, lo que significa acortar la vida útil de los productos, lejos de ser un mito es una realidad que acompaña a la concatenación ininterrumpida de fechas que alientan al consumo y a la venta online. Recursos que han hecho del ámbito textil una fuente de inconsciente despilfarro manifestado en un stock compuesto en su mayoría de unas fibras especialmente dañinas, también para nuestro sistema respiratorio, dada la resistencia a su desaparición del paisaje. Situación agravada por la disminución de una calidad, lo que acorta su uso, que promueve el descarte masivo de prendas que, sirva como escalofriante ejemplo, en el caso de H&M ha supuesto un coste en el último año de 4.300 millones de euros.
Un dispendio para el que la donación, revestido de supuesto altruismo, es tanto una limpieza de conciencia como sobre todo una manera de cuadrar beneficios, dado que resulta más barato enviar a otros destinos lo excluido de sus tiendas que desecharlo debidamente. En una suerte de clasismo textil, dichas prendas son seleccionadas en función de su estado para una distribución que encuentra su última etapa, repleta de inservibles productos, en países como Pakistán. Un regalo envenenado, nunca mejor dicho, llegado a unos mercados, como el de Kantamanto en Accra, capital de Ghana, que impiden el progreso de empresas de manufacturación propias y donde porteadores se ven obligados a cargar con enormes fardos de hasta cuarenta kilos sobre sus cabezas, una metáfora, en ocasiones mortal, del peso que Occidente deposita sobre los países más necesitados.
El diagnóstico para el ámbito electrónico, aunque es igualmente catastrófico, sumido en esa misma tarea por la hiperactividad productiva y la incansable regeneración de sus productos, sin embargo contiene una especificidad en su configuración que hace especialmente indignante la interrogante sobre el destino del 83 por ciento de unos residuos ricos en metales y, por lo tanto, de un provechoso y fácil proceso de reciclaje. Un desarrollo lógico de los acontecimientos interrumpido por el contenido alojado en unos dispositivos que guardan en sus tripas datos personales, elementos que sus clientes se empeñan en someter a una destrucción masiva y ajena a cualquier consideración medioambiental. Cuando llegue el fin del mundo, por lo menos mantendremos a salvo nuestra privacidad y dejaremos una última fotografía vestidos a la última moda.

AGUA Y TIERRA
Observar el planeta desde una mirada por satélite nos dejará una imagen bucólica mayoritariamente azul, pero si nos acercamos comprobaremos que muchos de sus ríos contienen una capa espumosa en la superficie que es el legado dejado por los vertidos tóxicos, incluso depositados en aquellos centros fluviales de simbología mística, como el Ganges, que pasa por ser uno de los más sucios y donde su trascendencia religiosa se completa con una más terrenal, abastecer de agua a millones de ciudadanos. En paralelo al crecimiento industrial a lo largo de su cauce, su deterioro ha sido exponencial, una ecuación que no parece difícil de resolver. Más todavía cuando las leyes permiten derramar un valor mínimo de contaminantes al año, cantidad supuestamente inocua, sin tener en consideración algo tan lógico como la acumulación, la particular forma de interactuar entre los diversos elementos y, lo más importante, el juicio emitido por los científicos bautizando el momento actual de una toxicidad sin retorno, imposibilitando regenerar su enferma condición.
Si el agua sufre nuestros malos hábitos, la tierra está también supeditada a ellos. Los desperdicios alimenticios, una nociva costumbre moral pero también emanadora de gases invernadero, aunque terminan su ciclo en el domicilio particular, este se inicia ya desde su recolección. Antes de ser descartados del plato, todo el proceso de selección aparece tutelado en última instancia por unos supermercados que buscan hacer de sus estantes una pasarela boyante y colorida, lo que de forma natural es inviable y que deviene en apartar casi el 40 por ciento de lo cosechado. Una continua exclusión que se trasluce en el uso de millones de hectáreas, una superficie que se abastece del sesenta por ciento del agua existente, con el único fin de rellenar los basureros.
Asumiendo que existe un tipo de residuos inevitables (alimenticios y orgánicos sobre todo), de los que solo se conoce su rumbo, principalmente mutando en abono, en una mínima proporción, la naturaleza, en su estado original, sin embargo, no entiende el concepto de desecho. Todo, en algún momento u otro, encuentra un uso, un reciclaje “gratuito” que es interrumpido por la alteración de su ciclo vital tras la intercesión humana. El maltrato que se inflige al suelo viene dictado por un asedio en busca de la sobreexplotación, una herida perceptible, ya sea por las malas temporadas de recogida, como por un exceso que debilita el precio de los productos hasta el punto de no ser rentables su comercialización. Intereses económicos que vampirizan los nutrientes de la tierra, teniendo que ser sustituidos por fertilizantes que alteran su estructura y sepultan su flora y fauna autóctona, obteniendo el tétrico resultado de que un tercio de su extensión global se encuentra degradado.

¿UNA RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL?
Observados todos los estragos que derivan de una forma de vida contemporánea, es lógico pensar, y es un reiterado aviso lanzado por gobernantes y campañas publicitarias, que es el ámbito particular el que está llamado a solucionar el deterioro medioambiental. La realidad, por el contrario, es otra muy diferente, y es que los residuos compilados en el planeta, en un 97 por ciento, son consecuencia de la actividad industrial. La misma que ha asolado, por ejemplo, la selva tropical de Brumadinho o que la salvaje extracción minera ha dejado famélicas las tierras tribales de América del Norte.
En ese peligro constante, y alejado de un control por parte de las leyes que permita conocer cuál es la magnitud de sus vertidos, la energía nuclear se significa como una de las presencias más amenazantes. Aunque es cierto que su tratamiento en las centrales lleva un control exhaustivo, sin embargo, al igual que pasa con los viajes en avión, pese a ser minoritarios, sus accidentes son letales. Pero no es necesario esperar a ese trágico desenlace, ya que su propio proceso de combustión es caro, ineficaz, difícil y peligroso, ya que es necesaria una tonelada del mineral sin procesar para obtener O,2 Kg de uranio, un elemento que además tarda en desparecer unos 24.000 años y que requiere un proceso que irradia gas radón, un posible generador de cáncer de pulmón y leucemia, y diverso material radioactivo.

Todas las etapas de la generación de energía nuclear, y los materiales que intervienen en ellas, en diferentes cantidades, contienen un aspecto nocivo que, aunque parezca un cuento de ciencia ficción, solo se puede prevenir lanzando esos residuos en cohete al espacio, una determinación que actualmente solo parece estar siendo barajada por Finlandia. Desde las carcasas de las barras de combustible hasta la maquinaria interna del reactor, todos son elementos contaminados y potencialmente peligrosos, de ahí que su estela tóxica sea demasiado extensa como para compensar su capacidad de convertirse en alternativa a los combustibles fósiles. Si tenemos en cuenta que la guerra entre Ucrania y Rusia ha hecho tambalear la estabilidad del comercio del gas y que hay un renacimiento del apoyo a la actividad nuclear, comprobar que existen centrales inactivas como la de Sellafield, en Gran Bretaña, que almacena noventa mil toneladas de uranio procesado capaz de crear veinte mil bombas atómicas, se convierte en una presencia terrorífica.
Quien enfrente el contenido del ensayo “Vertedero”, escrito por Oliver Franklin-Wallis, como un ejercicio catastrofista, aunque no le falta razón, está obviando que por encima de todo se trata de una obra realista y, dado que todavía no se ha inventado mejor cura para una enfermedad que conocer el alcance de su gravedad, totalmente necesaria. La muy perjudicada salud de nuestro entorno natural, que es igualmente la de cada uno de nosotros, probablemente haya llegado a un punto que nunca recuperará su lozana figura original, pero, por la cuenta que nos trae, más nos valdría tomar las páginas de este excelente libro como guía para detener su deterioro. Una labor especialmente complicada en cuanto que atañe a toda una maraña de intereses económicos y a un modo de vida que hemos aprendido, donde el voraz apetito consumista dilapida nuestra esperanza de vida y la del planeta. Una irresponsable carrera hacia adelante que nos ha convertido en individuos saciados de caprichos pero instalados sobre una superficie cubierta de desechos a la que cada vez le cuesta más respirar y sostenernos.

«Oasiaren kultura da nagusi»

Selma, zubi bat eskubide zibilen alde AEBko hegoaldean

El destino de nuestros desechos

«Mi vida es mía y de quien yo quiera, no de todo el mundo»
