La buena mente
He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, famélicas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles al alba en busca de droga rabiosa». Así comienza “Aullido”, el más famoso poema de Allen Ginsberg, que se convertiría en el himno de la Beat Generation. Y que, por desgracia, no ha perdido vigencia. Yo que he tenido el privilegio de conocer a algunas de las mejores mentes de mi generación, así como de las inmediatamente anteriores y posteriores, también he visto a no pocas de ellas destruidas por la locura o estragadas por las drogas: tabaco, alcohol, hachís, cocaína, heroína, pastillas de todo tipo, grasas saturadas…
Pero nada ha hecho tantos estragos en el gremio de las mentes brillantes, que en buena medida coincide con el de los denominados «intelectuales», como el éxito (la idea de éxito impuesta por la lógica capitalista, quiero decir).
En una sociedad basada en el consumo desaforado y la competencia sin cuartel, el éxito consiste en tener más que los demás (en lugar de ser más con los demás, el único éxito digno de ese nombre, que es necesariamente colectivo). Y los intelectuales tienen más cultura –y por ende más información– que los demás y más herramientas para gestionarla. Y la información-cultura es poder. Y muchos intelectuales, en la medida en que no se sustraen a la lógica capitalista, tienden a consolidar e incrementar los privilegios que se derivan de la acumulación de capital simbólico. El éxito, que es el premio de consolación de los mediocres, también es la droga rabiosa de algunos que no lo son, o podrían no serlo. Así que, en última instancia, las mejores mentes, las verdaderamente buenas, son las no estragadas por la droga del éxito, las que no se arrastran en su busca.
Recientemente participé, en La Habana, en un encuentro internacional de la Red de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad. Fue decepcionante, por no decir patético. Lo que podría y debería haber sido una ocasión para el diálogo, para el intercambio operativo de ideas y propuestas, se convirtió en una bochornosa carrera para hacerse con el micrófono y retenerlo el mayor tiempo posible, que derivó en una serie de ampulosos monólogos llenos de tópicos y obviedades, sin más motivación que el exhibicionismo narcisista ni más objeto que la autoafirmación. Y mientras abandonaba la sala a causa de un ataque de vergüenza ajena (provocado por la penosa intervención de un compatriota cuyo nombre omitiré piadosamente), recordé que hace unos años, y también en La Habana, participé en una larga mesa redonda (ocupó dos mañanas enteras) sobre el mercado de las ideas y el papel de los intelectuales. Pocas veces he tenido unos compañeros de mesa tan prestigiosos (Atilio Borón, Luis Britto, Heinz Dieterich, James Petras) y un auditorio tan selecto (en primera fila, Irene Amador, Eva Forest, Abel Prieto, Iroel Sánchez, Eva Sastre…). Fue interesante, sin duda, pero podría haberlo sido mucho más si hubiera habido un auténtico debate, en vez de una mera sucesión de clases magistrales un tanto solemnes. Como me comentó luego Eva Forest con su habitual ironía, todos los ponentes éramos «hombres, blancos y viejos», y parecíamos más interesados en quedar bien, en demostrar lo brillantes que éramos («como gallos levantando la cresta»), que en entablar un diálogo del que todos pudiéramos aprender algo. Pero lo más lamentable fue que ni a Eva Forest ni a Irene Amador se las invitara a participar en la mesa como ponentes. ¿Fue el consabido machismo caribeño la causa del imperdonable fallo de los organizadores? Sin duda, pero no solo eso. A pesar de que la obra literaria y ensayística de Eva Forest era –y sigue siendo– más importante que la de cualquiera de los citados ponentes, ella no se las daba de intelectual, no hablaba de forma ampulosa y solemne, no levantaba la cresta, lo que la hacía tan invisible para los necios como deslumbrante para quienes sabían distinguir las voces de los ecos, el oro verbal del oropel retórico.
Pocos días antes de morir (el mes que viene hará ocho años), Eva me dijo, literalmente, que estaba en el mejor momento de su vida. Que una persona de ochenta años, en pleno uso de sus facultades, pueda decir algo así, es el balance más positivo y alentador que cabe hacer de toda una vida de lucha, así como el argumento más contundente a favor de esa misma lucha, una lucha que fortalece sin cesar a quienes perseveran en ella y los hace crecer cada día. «Claro que estás en el mejor momento de tu vida, Eva –le contesté–, puesto que este momento es el resultado de todos los anteriores: estás mejor cada día porque cada día eres mejor».
A la buena gente se la conoce en que es mejor cuando se la conoce, decía Brecht. Y lo que vale para la buena gente, vale para la buena mente: a la buena mente se la conoce en que es mejor cuanto más se la conoce y cuanto más conoce, es decir, cuanto más vive, porque la buena mente aprende sin cesar y sin cesar convierte el conocimiento en compasión y solidaridad, en batalla de ideas, en lucha revolucionaria.