APR. 26 2015 GAURKOA Instituciones, límites y potencial Iker Casanova Alonso Militante de Sortu Decía Marta Harnecker en una reciente visita a Euskal Herria que las izquierdas que articulan movimientos políticos que pueden llegar a alcanzar la gestión de las instituciones han de saber realizar lo que ella denominaba “pedagogía de los límites”. Con este concepto la escritora americana se refería a la necesidad de hacer ver a la base social de estos movimientos que el control total o parcial de los aparatos institucionales no conlleva de forma automática el control del Poder. Hay que tener claro que, incluso una vez conquistada la arquitectura institucional de un país, un gobierno con voluntad profundamente transformadora no tiene una plena capacidad de obrar. Siempre van a existir fuerzas internas y externas al ámbito institucional que condicionan y limitan el potencial operativo que puede ejercerse desde este. Algunas de esas fuerzas, como la prensa libre, la oposición política, los movimientos populares o incluso ese ente difuso que llaman sociedad civil, son contrapesos democráticos y necesarios para evitar una omnímoda y peligrosa concentración de poder. Otras, en cambio (los poderes fácticos: banca y otros poderes económicos, ejército, iglesia, mass media oligárquicos…), son mecanismos antidemocráticos que condicionan y restringen la voluntad de la ciudadanía y ejercen un poder injusto en beneficio de la elite político-económica a la que sirven. Actualmente, ni siquiera las instituciones que supuestamente ostentan un estatus soberano de acuerdo a la legislación internacional, los Estados, tienen plena libertad de acción. A las restricciones mencionadas con anterioridad y a las derivadas de lo siempre limitado de los recursos disponibles, se suman nuevos condicionantes de carácter anti-democrático. Tratados fraudulentos impuestos por la puerta de atrás, como el TTIP y otros acuerdos desreguladores; decisiones adoptadas en órganos lejanos que se sustraen a un control ciudadano real; presiones de los llamados «mercados» (eufemismo para referirse a los ricos) que imponen sus políticas bajo el chantaje y la amenaza; préstamos envenenados que en realidad son trampas para imponer políticas a favor de las élites… El protectorado neocolonial impuesto a Grecia es paradigmático en este sentido, al tiempo que la situación de su actual gobierno ejemplifica la lucha entre la voluntad sincera de cambio y los límites de todo tipo que lastran su margen de acción real. Si los Estados ven limitada su capacidad de maniobra por los oscuros poderes fácticos nacionales y transnacionales es ilusorio pretender que un ayuntamiento, una diputación o, incluso, un gobierno autónomo con competencias parciales, pueda ser el único protagonista y guía de un cambio profundo. Mirando en este caso a Cataluña, podemos comprobar como las mayorías en una nación oprimida pueden articular un espacio institucional comprometido con la causa democrática, pero, en el mejor de los casos y bien utilizado, este espacio institucional es un elemento más, un importante refuerzo, en la lucha por la emancipación. Hay que ser además conscientes de que una institución que se ubica en el marco de un sistema estructuralmente injusto seguirá teniendo muchas servidumbres al tiempo que se verá imposibilitada para desplegar toda su potencialidad transformadora, y por tanto hay que estar preparados para asumir la correspondiente dosis de contradicciones. Pero este análisis no significa que las instituciones no puedan y deban ser parte activa de los procesos de cambio. Una vez realizada la «pedagogía de los límites» es necesaria también una «pedagogía del potencial» de la acción institucional. Porque en nuestro contexto geopolítico es difícilmente concebible un proceso de cambio político y social que no pase por la participación de los gobiernos institucionales, aunque solo sea como efecto secundario, reflejo electoral, de la constitución de un bloque político y social alternativo mayoritario. El control popular de una institución, por pequeña que sea, supone una doble aportación a un proceso de cambio social. En primer lugar, priva parcialmente al sistema de la colaboración de esa institución y, en segundo lugar, pone al servicio del cambio una parte de los recursos políticos, por modestos que sean, que esa institución pueda aportar. Los beneficios de una acción institucional transformadora pueden ser tanto directos, los derivados de una buena praxis al servicio de la mayoría social, como indirectos, el reforzamiento del instrumento político que desarrolla esa buena praxis y la asunción de las lógicas profundas inherentes a cada acción concreta. Por ejemplo, una política fiscal progresiva dota de más recursos a la institución que la ejerce para impulsar las políticas públicas, lo que supone un beneficio directo a la sociedad, pero además, prestigia al gobierno que la desarrolla, fortalece el papel de lo público como garante del bienestar colectivo, subraya la función redistributiva del Estado, pone en valor el carácter colaborativo de la sociedad… Finalmente la construcción de modelos reales alternativos y eficientes supone la refutación empírica de la tesis central del pensamiento único según la cual no hay otro mundo posible excepto el del capitalismo liberal que padecemos. El terror que produce a los defensores, y beneficiarios, de este sistema injusto la existencia de gobiernos alternativos es lo que explica el esfuerzo denodado con el que tratan de asfixiar las experiencias desafiantes de Grecia… o de Gipuzkoa, por poner un ejemplo más cercano. Una mayoría democrática obtenida en una institución que opera en un contexto antidemocrático es una mayoría con posibilidades limitadas. Lejos de esperar efectos taumatúrgicos de una victoria electoral o de la gestión de una institución, es importante saber qué es lo que realmente pueden dar de sí, qué se puede y qué no se puede hacer desde ellas. Sólo así se puede lograr un equilibrio en los análisis y evitar tanto la frustración derivada de unas expectativas sobredimensionadas como la no activación de los elementos reales de transformación disponibles en el ejercicio de la acción institucional. Que una fuerza popular, en nuestro caso la izquierda soberanista, acceda al gobierno de una institución no supone en sí el cambio, pero es reflejo de una voluntad mayoritaria de cambio. El acceso al poder institucional es una etapa en la construcción de una hegemonía alternativa, un punto de inflexión que ratifica el respaldo social mayoritario al proceso de cambio y que dota al mismo de nuevos y eficaces instrumentos. El cambio de gobierno en sí es un hito positivo e ilusionante pero el cambio social es una dinámica de más largo recorrido. Una vez constituida la mayoría institucional alternativa, elemento en sí altamente dificultoso y cuya importancia sería grave minusvalorar, es necesario emprender un proceso de retroalimentación entre lo institucional y lo popular que debería culminar en la neutralización de las fuerzas de poder fáctico y antidemocrático, al tiempo que se mantiene una constructiva relación dialéctica con las imprescindibles fuerzas de contrapoder de naturaleza democrática. Es el verdadero cambio real. El mes que viene de nuevo tenemos una cita electoral. Nuestro reto será que la mayoría de los gobiernos que se constituyan tras esa convocatoria sean favorables al derecho a decidir y al cambio social. Y tampoco conviene olvidar que cada reto electoral constituye una posibilidad excepcional para la medición de la correlación de fuerzas, el grado de avance o retroceso de cada oferta política, el nivel de adhesión que concita cada proyecto estratégico. Por eso debemos volcarnos en que tras la cita de mayo salga fortalecido el proyecto que apuesta por el proceso de liberación nacional y social de Euskal Herria. El acceso al poder institucional es una etapa en la construcción de una hegemonía alternativa, un punto de inflexión que ratifica el respaldo social mayoritario al proceso de cambio y que dota al mismo de nuevos y eficaces instrumentos