SEP. 27 2015 EDITORIALA «Mai més súbdits», un grito que contrasta con la subordinada «nación foral» EDITORIALA Una vez más, las palabras de Arnaldo Otegi se han mostrado certeras. El debate político sobre Catalunya demuestra que este es el terreno en el que el Estado español es más débil, el ámbito en el que muestra más flagrantemente su incompetencia, su decadencia, sus limitaciones y sus vergüenzas. Vergüenza hasta el punto de hacer sonrojar a propios y extraños. Solo en esta última semana de campaña, el unionismo ha mostrado en Catalunya esas dos facetas que lo hacen tan débil. Por un lado, la amenaza y el discurso del miedo y, por otro lado, una pobreza de argumentos que tiende a lo ridículo. El caso más claro es el de Mariano Rajoy, que ha convertido su sagrada Constitución en un bumerán que le ha pegado en todo el cogote, dejándole semejante cara de estupefacción que daba lástima. El canciller español, García-Margallo, no solo legitimó el carácter plebiscitario de las urnas, sino que recibió un severo correctivo dialéctico a manos de uno de los líderes del proceso, Oriol Junqueras. Los intentos por parte del PP de aparecer ahora amable con los catalanes son teatrales. Por no hablar del PSOE, que no tiene más recursos que el «baile del pañuelo» de Iceta y a Felipe González –en serio, ¿Felipe González?–. En el bloque que estaba llamado a construir un unionismo inteligente, el “Deep Blue” electoral de Podemos está averiado si cree que los pocos votos y menos escaños que puede lograr en España con un discurso etnicista pueden compensar la pérdida de credibilidad y la deriva estratégica mostrada en Catalunya, ni siquiera los escaños puestos en riesgo en estos territorios de cara a las generales. Frente a todo ello resuena el eco de las palabras de Lluis Llach en un mitin: «¡Mai més súbdits!», ¡nunca más súbditos!. El proceso independentista genera debates, ilusión a espuertas y nuevos cuadros políticos que se suman a un liderazgo compartido mucho más resistente de lo que podía preverse. Fortaleza inhibida por la mediocridad No obstante, volviendo a Euskal Herria y a Otegi, si bien su premisa sobre las miserias de la cultura política hispana y el escaso nivel de sus dirigentes se cumple a la perfección, lo que no está claro es la segunda parte de su sentencia: que este sea el terreno en el que los abertzales seamos más fuertes hoy por hoy. No porque objetivamente esa fortaleza no sea real, sino porque no se visualiza, ni se siente ni se articula. No se hace efectiva. Por ejemplo, tenemos los parlamentos más abertzales y progresistas de nuestra historia reciente, tanto en Gasteiz como en Iruñea. Pero eso no se proyecta a futuro, sino a pasado, con un relato parcial e hiriente sobre el conflicto y con conceptos arcaico-posmodernos como «nación foral». Un país idealizado de súbditos sobre cuya empobrecida realidad levanta acta un notario paternalista, incapaz de liderar o ilusionar, ni siquiera a los suyos. Básicamente, como España, solo que con un grado superior de autocomplacencia debido a unas décimas en los indicadores socioeconómicos generales. Mientras tanto, existe un contexto internacional más abierto que nunca a las demandas de libertad vascas. A todas. No solo a las democráticas –poder votar– y nacionales –poder ser o no independientes–, también a las de paz. El acuerdo para una justicia transicional en Colombia da la verdadera dimensión de la necedad de Madrid y París, que con las detenciones de esta semana pretenden exponer como una victoria haber capturado a los protagonistas del cese de la actividad armada de ETA y a sus interlocutores para el desarme. Las camisas blancas de La Habana contrastan con el alma de charol de los ministros de la guerra español y francés en Bruselas. Hipótesis reales sobre posibles cambios Hoy los catalanes deciden en qué confían más: en la posibilidad de que la cultura política española cambie hasta el punto de respetar la nación catalana o en la capacidad de esa misma nación para desarrollar un proyecto político propio y construir una sociedad más decente, mejor. Analíticamente, no hay demasiado debate. Empíricamente tampoco. La decisión, en todo caso, corresponde a los catalanes y las catalanas. El mayor freno para que la sociedad vasca avance en ese camino, con su propio paso y en su propia dirección, es la mediocridad de unas élites subordinadas y la incapacidad para subvertir los esquemas y las inercias de la fase histórica anterior. Nadie, ni siquiera Urkullu, cree que la cultura política española vaya a cambiar. A lo que lo fía todo es a que no cambie la cultura política, banderiza y tribal, de los demócratas y abertzales vascos. Sabe que un cambio así puede abrir escenarios que teme.