OCT. 24 2015 GAURKOA Ley de deshumanización progresiva Iñaki Egaña Historiador Las izquierdas europeas, incluida la nuestra, tienen un complejo, entre otros, que arrastran en los últimos años. Complejo relativo a la visión de la multiporalidad, de los derechos humanos y de la guerra. La impresión «izquierdista» continúa en los parámetros de un mundo bipolar, de que los derechos humanos sólo tienen validez en el Primer Mundo, y de que las guerras de agresión no son malas per se. Depende de los contrincantes. Decía el general prusiano Karl Von Clausewitz que «la guerra es un acto de violencia que debe obligar al adversario a ejecutar nuestra voluntad». No ha variado un ápice su reflexión hecha hace dos siglos. Modernizado el lenguaje, en la actualidad nos enfangamos en cuestiones como guerra asimétrica, híbrida, cuarta generación, objetivos parciales o absolutos… Teoría confirmada por una praxis aplastante. El Observatorio de Conflictos y construcción de Paz detectaba en setiembre de 2015 un total de 22 guerras de diversa intensidad, entre ellas 8 en fase de «deterioro». Las más mediáticas, las de Siria y Yemen. También Afganistán. La guerra sirve para alimentar el PIB de poderosos estados y enriquecer a una élite. Nadie pone en duda, a estas alturas, que la guerra no es un hecho exclusivamente que perturba a los ejércitos, privados o estatales. Los afectados son pueblos enteros. No hay espectadores, sino actores voluntarios o involuntarios. Hace unos días, esta apreciación general era matizada por José Mujica, extupamaro y expresidente de Uruguay. Fue protagonista en las que entonces se llamaban «guerras de baja intensidad». Explícito como es habitual: «Siempre he pedido perdón a los que no tenían nada que ver con nuestra guerra y sufrieron las consecuencias de la misma». Una clara diferencia entre combatientes y civiles. Y un recuerdo implícito al «derecho a la rebelión» acuñado en la Carta fundacional de Naciones Unidas. Ese traspase histórico, el del apartado militar al civil, comenzó a darse precisamente en los bombardeos históricos de Durango, Bilbao y Gernika en 1937. Hoy, más del 90% de las víctimas de los conflictos bélicos son civiles. No combatientes. Se llaman, en lenguaje militar y también político, efectos colaterales. Sabemos que es un «bluf». También los civiles son objetivos. Atrapados en un torbellino ajado, los mensajes que enviamos, cuando lo hacemos, son equívocos. Hay una desmovilización general en torno a valores tradicionales, entre ellos el enfrentarse a los conflictos bélicos abiertos en la actualidad, como si ello fuera manifestarse en contra de uno de los contendientes en litigio. Con alguna excepción, las guerras del mundo moderno son duelos por la hegemonía en el campo capitalista, productos del imperialismo. El mundo es multipolar, sin duda, y la pugna que se produce en el escenario capitalista por el control estratégico de los recursos, nos debería inducir a meter en el mismo saco a China, Israel, Rusia, EEUU, la Unión Europea o la OTAN. Con matices, por supuesto. Pero la OTAN parece ser el único objetivo de la crítica. Raúl Zibechi escribía recientemente que «es comprensible, en vista de las fechorías que Washington comete. Pero es un error estratégico y un desvío ético». Cuando el «enemigo» estaba perfectamente focalizado, el lema y la movilización contra la guerra, fue el enganche social para la dinámica política y para la protesta. Las masivas movilizaciones contra la guerra de Vietnam en las décadas de 1960-1970 fueron, junto a la defensa del pueblo vietnamita, la causa del abandono de las tropas norteamericanas del territorio en pugna. Hoy, aquel masivo levantamiento popular ha sido encuadrado en el estándar hippy («haz el amor y no la guerra»). Pero es falso. Fue una respuesta política. En la misma línea, y ya entrados en el siglo XXI, se pueden entender las grandes movilizaciones que traspasaron Europa con motivo de las invasiones de Irak, en tiempos de los Bush, padre e hijo. Entonces, el lema no tuvo que ver con el problema de los refugiados, o la defensa de la aplicación de la Convención de Ginebra para los contendientes, sino con el “No a la guerra”. Rotundo. También con la Guerra de los Balcanes, alentadas por la OTAN, en un etnocidio que nos conmovió. Convicción que apenas había tenido recorrido unos años antes cuando la URSS envió tropas a Afganistán. Las movilizaciones en el referéndum de la OTAN en 1986, su rechazo en Hego Euskal Herria, tuvieron precisamente el “No la guerra” como eje de campaña. La OTAN era y es una máquina engrasada para matar, para defender el estatus hegemónico de sus socios. Decir no a la OTAN era lo mismo que apuntalar el no a la guerra. Los vascos hemos sido tradicionalmente refractarios a la guerra, excepto cuando la misma ha condicionado nuestro suelo patrio. Las deserciones e insumisiones a los ejércitos español y francés rompieron todos los moldes estadísticos. Incluso en la Primera Guerra mundial, que ahora cumple un siglo, el enfrentamiento bélico se transformó en un categórico “No a la guerra”, cuando la carnicería que provocó el conflicto diezmó a toda una juventud, en Ipar Euskal Herria. Los vascos hemos dicho también “No a la guerra”, incluso cuando la bipolaridad mundial, la guerra fría, dividía el planeta según los intereses de cada una de las potencias. La hegemonía de la URSS, su defensa a ultranza de las fronteras trazadas en Yalta, entre ellas la de España y Francia, nos desmarcaron de la línea estratégica de la Internacional. Aquel fue un hecho colectivo que fracturó también a la izquierda. Las deserciones de los movimientos de liberación con Moscú fueron sonadas y numerosas. Entre ellas la nuestra. Lo que no implicaba alineamientos con la otra potencia. El equilibrio mundial imponía otra serie de cuestiones, hasta que cayó el Muro de Berlín. De la herencia bolchevique quedó el gran nacionalismo ruso-eslavo en versión reaccionaria. Aquellos lodos nos llevaron a enfrentar los escenarios políticos en términos de humanización, de derechos humanos. Que es el teatro actual. Un lugar tremendamente hipócrita. Se da por descontado que el capitalismo genera violencia, corrupción, barbarie y que su mensaje se sustenta en la mentira. El capitalismo es inhumanidad, con mayúsculas, porque es sinónimo de explotación, colonización, desigualdad creciente... Y esa inhumanidad se apuntala a través de la guerra. Y en esas, perdimos la sustancia misma del concepto, el del humanismo. Por la contaminación que del mismo habían hecho los actores antagónicos de esta eterna pelea entre dominadores y subyugados. Aimé Césaire, político y escritor martiniqués que acuñó, junto a otros, el término político de «negritud», cultivó unas líneas a la que llamó Ley de Deshumanización Progresiva: «Este es el gran reproche que yo le hago al pseudohumanismo: haber socavado demasiado tiempo los derechos del hombre; haber tenido de ellos, y tener todavía, una concepción estrecha y parcelaria, incompleta y parcial; y, a fin de cuentas, sórdidamente racista». La izquierda europea, la nuestra incluida, debe recuperar la profundidad del humanismo, un valor que aún cojea por los ecos del estalinismo, por un lado, y por su uso perverso por el capitalismo por otro. Necesitamos ideas nuevas sobre reflexiones que ya están en nuestros trabajos de cabecera. Reformular el humanismo, desde posiciones revolucionarias. Y en esa transformación, aparcar los terrenos en los que nos enfanga el adversario o el enemigo, que dice que hay que poner petachos a situaciones inevitables. No es cierto. Como lo hizo la clase obrera en diversas fases de nuestra historia europea, como lo hicieron nuestros desertores, como teorizamos en la década de 1980, cuando el referéndum de la OTAN, el “No a la guerra” tiene que ser lema para construir ese mundo distinto que estamos diseñando. Para, como escribió Césaire, lograr «un universal depositario de todo lo particular». La izquierda europea debe recuperar la profundidad del humanismo, un valor que aún cojea. Reformularlo desde posiciones revolucionarias