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PERFIL

Aung San Suu Kyi, la esperanza marchita


Cuando Soe Nyunt vio aquel portalón de hierro, con el número 54 inscrito en una pequeña placa, lo reconoció al instante. Había pasado muchas tardes frente a él, escuchando los discurso de Aung San Suu Kyi. Después de 15 años de arresto domiciliario, “La Dama”, como todos la conocen en Birmania, había sido liberada. Y el portalón de la casa familiar tras el que se alzaba todos aquellos años, encaramada en una mesa y con megáfono en mano para denunciar la corrupción y la miseria de la dictadura militar, estaba abandonado bajo un árbol de mango a la espera de ser recogido por el camión de la basura. Era 2010 y la premio Nobel de la Paz 1991 era una figura internacionalmente reconocida. La gran esperanza occidental para la transición democrática tras medio siglo de régimen castrense.

Hoy, con 70 años, sigue siendo una figura venerada en el país y el principal referente de la oposición. Vetada para optar a la presidencia por la condición británica de sus dos hijos, su partido, el National League for Democracy (NLD), se perfila como el vencedor de las elecciones, como ya pasó en 2010. Pero el entramado legal tejido por los militares, que les reserva un 25% de los asientos del Parlamento y les otorga poder de veto sobre las reformas constitucionales, les obligará a pactar con ellos. Y ahí es donde la imagen de “La Dama” empieza a resquebrajarse.

Pedigrí político. Aung San Suu Kyi es la hija del general Aung San, el héroe de la independencia muerto en atentado en 1947, cuando su hija tenía dos años, tras pactar con las minorías étnicas chin, kachin y shan la creación de un Estado federal, la Unión de Birmania, en la conferencia de Panglong. Una década después de morir su padre, se traslada a Delhi: su madre había sido nombrada embajadora. De ahí a Gran Bretaña para estudiar filosofía, política y económicas en la Universidad de Oxford, donde conoce al que será su marido, el académico Michael Aris.

Tras trabajar en Japón y Bhután, retorna a Yangon en 1988 para cuidar de su madre. Justo entonces, miles de estudiantes, trabajadores y monjes toman las calles de la principal ciudad del país exigiendo reformas democráticas. «Como hija de mi padre, no puedo permanecer indiferente ante todo lo que está pasando», aseguró en un discurso, antes de iniciar un recorrido por el país reclamando el fin de la dictadura y elecciones libres. En setiembre, los militares reprimen violentamente las protestas y encierran a sus líderes. Aung San Suu Kyi es confinada a arresto domiciliario al año siguiente. Ahí, en la casa del lago, pasará 15 años meditando, estudiando francés y japonés y tocando a Bach al piano.

Sola, a miles de kilómetros de sus hijos y de su marido, quien morirá de cáncer en marzo de 1999 sin que ésta pueda ir a visitarlo, Aung San Suu Kyi se convierte en la conciencia de una Birmania oprimida. La única voz capaz de acallar a los militares. Sus discursos congregan cada vez a más gente que convierte su rostro en el icono de la resistencia. En las elecciones de 1990, su partido obtiene una victoria aplastante que los militares no aceptan. Finalmente, en julio de 1995, cuatro años después de ser galardonada con el Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi es liberada, aunque volverá a ser recluida en varias ocasiones durante los siguientes años por desafiar a la Junta Militar.

Su último arresto concluyó en noviembre de 2010, apenas unos meses antes de que el exgeneral Thein Sein tomase el poder en el país. Su hijo Kim Aris pudo entonces visitarla por primera vez en una década. Miles de birmanos esperaban que aquel día todo comenzase a cambiar.

Despachos sin retratos. En el despacho de Khon Ja en Yangon no hay retratos de Aung San Suu Kyi. En su lugar luce un cartel contra la guerra en el estado Kachin: la guerra civil que causó más de 100.000 desplazados. Esa «sobre la que la ‘La Dama’ contesta ‘no sé, no sé’». Como sobre el genocidio de los rohingya, una de las minorías étnicas más perseguidas del mundo según la ONU. Allí, en los campos de desplazados de la bahía de Bengala, tampoco hay retratos de Aung San Suu Kyi.

Y estos silencios son su gran derrota. «Perdió nuestra confianza. Su actuación en el caso de los kachin o de los rohingya nos hace dudar», dice Htang Kai, de la Kachin Legal Aid Network. En los últimos meses Aung San Suu Kyi ha visitado los dominios étnicos al norte y al este. Incluso ha acudido a Rakhine, donde budistas radicales tienen confinados a los rohingya desde 2012. Mas no usó la palabra «rohingya», la humillación última con la que los extremistas les niegan sus derechos. Otro silencio.

Sus acólitos, entre los que está la otra gran figura de la oposición, el monje U Gambira, defienden su labor. «También defiende los derechos de los musulmanes. Lo que ocurre es que ella no es Dios, es humana», repite el religioso. Lo cierto es que sus mítines son multitudinarios. Conductores de bici-taxi, vendedores ambulantes, trabajadores, funcionarios... incluso exsoldados acuden a escuchar sus alegatos sobre un país mejor. Promete un Gobierno limpio, pero advierte de que la corrupción es un problema endémico en todas partes. Parece como si tras toda una vida luchando por una nueva Birmania, se hubiese cansado de batallar. Incluso se muestra dispuesta a colaborar con los militares.

Los expertos prevén un pacto poselectoral del NLD con el PUSD, del presidente Thein Sein, quien ya se libró de su principal adversario interno, Shwe Mann. Un pacto que Soe Nyunt nunca habría imaginado cuando acudía al portal 54. Ahora lo da por bueno. Mas no todos lo ven así. Muchos de sus antiguos simpatizantes recelan ahora de ella. Del futuro que les ofrece. Khon Ja lo tiene claro: «Si Aung San Suu Kyi llega al poder será peligroso para el país».