Tiempo interno
La soledad de un campo relleno de vasos de plástico. Un amplio escenario con decenas de vasos de plástico en formación militar. Una imagen desoladora. De repente se enciende una luz tenue, se vislumbra un cuerpo de un hombre, un cuerpo objeto, un cuerpo bello que se va exhibiendo con descaro, que posa, que reaccionan sus músculos, que comunica más allá de lo obvio. Al otro extremo del escenario otra luz nos señala la presencia de otro cuerpo, de una mujer que camina con dificultad. Resulta que anda en puntas, con sus pies metidos en esos vasos de plástico que va recogiendo, haciendo una pila incómoda en una peregrinación fantasmagórica hacia un lugar indeterminado, deambula por encima de esos vasos, crea una procesión, un rito. Esos cuerpo solitarios se necesitan para sostenerse, para seguir en pie. Esos cuerpos se buscan y se encuentran. En encuentro solidario. Aparentemente intrascendente.
Otro cuerpo aparece y rompe el equilibrio, parece enfurecido, en un ataque de excitación violenta y arremete contra las decenas de vasos de plástico que son expandidos, rotas su filas marciales hasta que son barridos literalmente del escenario, hasta que esa limpieza de ese panorama inquietante da paso a otro lenguaje escénico, más organizado, con referencias espaciales claras. Entramos en una ceremonia de cuerpos solos que se funden en otros cuerpos, que se abrazan, que se juntan y se repelen en un baile vitalista, en unas danzas que destacan por su sensualidad, su delicadeza y por estar presididas por un tiempo interno que coagula las emociones, que provoca en el espectador una alteración de su propio tiempo y lo convierte en un espectáculo de una potencia estremecedora. Nos trasladan a un camino iniciático hacia una confrontación de ambientes, sombras y signos que se superponen y se concretan en un regusto por una belleza ruda, mineral, que rompe de repente en un fluido líquido o de escarcha que apela a lo irracional. Esos cuerpos, esos bailarines, se convierten en iconos de nuestros días, en vínculos entre la noción de pertenencia y la resistencia, seres humanos convertidos en ángeles que vuelan, en bultos que tropiezan y se reconstruyen en su misma insistencia en ir más cerca del placer o el conocimiento.
La concepción genera y las coreografías de Igor Calonge, la ejecución del trío actuante, Leire Otamendi, Marti Güell y Gorka Gurrutxaga, configuran una muestra del lenguaje escénico actual más comprometido, donde el movimiento de los cuerpos, su conjunción, los apuntes musicales que se intercalan entre los silencios penetrantes y conspicuos junto a la iluminación totalmente definitoria crean un discurso que se va convirtiendo en una inundación de sensaciones que llevan a la extenuación.
Estamos ante una magnífica obra de arte, física, rotunda, equilibrada que va mucho más allá de lo apreciable en una primera apreciación. Es un hecho bello, transformador, que conmociona. Es lo que sucede cuando las artes escénicas llegan a la excelencia y se hacen insustituibles.