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EDITORIALA

La democracia es muy limitada si no aúna método, cultura y un espíritu emancipador


La sucesión de referéndums, plebiscitos, primarias y elecciones responde a una tendencia global que establece la democracia como valor principal de la política contemporánea. No obstante, esa tendencia positiva se da en paralelo a una profunda crisis del sistema capitalista y a una situación tumultuosa dentro del orden internacional. La falta de legitimidad afecta a las clases dirigentes, sin apenas excepción. Las crisis se superponen y acontecimientos que antes marcaban épocas enteras caducan en pocas horas. En este contexto de crisis la brecha social crece y el empobrecimiento es doble, tanto económico como cultural.

Pese a la resistencia del sistema, auténticamente a prueba de bombas, se están generando cambios políticos que combaten el fatalismo neoliberal y dibujan alternativas, aunque sean débiles e inconexas y no lleguen por el momento a estructurarse y estabilizarse. En todo caso, desde la dinámica por la independencia de Escocia hasta las primarias demócratas estadounidenses, pasando por múltiples experiencias municipalistas o proyectos de la sociedad civil a nivel nacional, regional o incluso continental, el impulso radical de la democracia es el elemento común que vertebra todas esas alternativas. Y con razón.

Los argumentos democráticos resultan hoy por hoy inapelables. Son una estrategia ganadora. La única manera de frenarlos es apelar al orden establecido y hacer valer los privilegios. Eso hace que, antes o después, de un modo u otro, el método democrático se imponga. No sin sufrimiento y necesariamente con inteligencia. Pero la negación del mismo es inviable a medio y largo plazo, lo diga una sentencia o una Constitución.

Sin embargo, esto sirve también para el autoritarismo. Si bien la tensión clásica se da entre democracia y autoritarismo, este último no renuncia en ningún caso a legitimarse o imponerse también a través de las urnas. Aunque lo digan la Declaración de los Derechos Humanos y todas las convenciones internacionales, tal y como se está viendo en el tema de los refugiados y la guerra. La legitimación social de sus postulados es letal para cualquiera que crea en la justicia, la solidaridad y los derechos. No hay demasiado margen para alianzas al respecto, pero no se debería despreciar el debate, vista la dimensión de algunas de las amenazas. No solo en la izquierda, sino también tácticamente con quienes tengan una mínima sensibilidad liberal o humanista.

En este momento incluso el establishment ve en riesgo su hasta ahora mejor mecanismo de control, su ventaja competitiva respecto a sus adversarios. Los reveses en este ámbito (Brexit, Colombia, amenaza de Trump…), están alentando una postura oficial reaccionaria, limitadora o directamente opuesta a la democracia, un nuevo relato que busca revertir esta tendencia positiva. Por eso el resultado de esas consultas es doblemente peligroso para quienes quieren cambios políticos profundos.

En principio, la derecha cuenta con ventaja en este terreno, porque el marco y los valores imperantes se corresponden en gran medida con su visión del mundo. La conjunción ordenada de miedo, egoísmo, mentiras y fatalismo resulta demoledora si no se le contrapone un método eficaz, una cultura política potente y un proyecto emancipador inspirador y viable. Lo radical no se debe limitar a lo formal, sino que tiene que serlo en lo netamente político, en la creación y desarrollo de alternativas. También en las estrategias para lograr que los cambios políticos se tornen estructurales, que pasan inexorablemente por consultar cada vez más –y mejor– a las personas afectadas por las decisiones políticas.

Asimismo, es evidente que el modelo representativo se queda cojo, y a estas alturas de la historia la visión especular de la democracia directa ha demostrado que no es una alternativa total, entre otras cosas por falta de eficiencia. La obsesión por dicotomizar todo hace que se simplifiquen posturas, cuando este resurgir democrático se da en un contexto complejo y requiere de respuestas a la altura de esa complejidad.

Esta política democrática radical implica riesgos, en la medida en que se pueden perder batallas concretas. Pero en términos generales, es la única oportunidad de revertir políticas suicidas y de cambiar de sistema.